Estuve
a punto de llegar tarde al curso de cocina que daban en aquella tienda por la
que había pasado mil veces de camino al trabajo. La culpa la tuvo mi obsesión
maniática por reciclar. El tipo del ‘Punto Limpio’ se había parado a revisar
cada una de mis bolsas con la disculpa de ver si yo me equivocaba a la hora de
elegir en qué contenedor echar la chatarra y los cedés del Fary; pero estoy
seguro de que lo que buscaba realmente era ver si podía quedarse con algo.
Llegué
cuando todo el mundo estaba empezando a ponerse los delantales que la tienda
regalaba sólo por formalizar al matrícula.
Estábamos
siete personas nada más, aunque el curso permitía haber llegado hasta la
docena, según indicaba el folleto informativo.
Nos
colocaron en una especie de mostrador curvo desde el que podíamos ver
perfectamente todo lo que hacía el profesor/cocinero. Tres mujeres que ya
estaban abandonando la madurez cuchicheaban entre sí; me recordaron a tres
adolescentes radiografiando el cuerpo del profesor. Una joven asiática que
debía pesar más de cien kilos las miraba con recelo. Mis otros dos compañeros
de curso eran un tipo que tenía pinta de galán de película y una mujer con el
pelo recogido y una nariz que debería haberme hecho olvidar sus perfectos ojos
aguamarina.
Íbamos
a elaborar un primero, un segundo y un postre que, después, nos comeríamos. El
precio del curso incluía todo, el usufructo de los materiales de cocina, los
ingredientes y la lección teórico-práctica de nuestro chef particular.
Empezamos
con el mundo de las frutas y las hortalizas, elaborando un fresco y nutritivo
gazpacho de sandía. Estuvimos cortando los tomates, dejando que algunas gotas
de agua de su interior manchasen la tabla en la que trabajábamos.
Extrajimos la carne de media sandía (de las que son sin
pepitas). Pelamos un ajo y le quitamos el brote verde de su interior. Con mucha
menos pericia que nuestro profesor, troceamos un poco de cebolla y una porción
de pimiento verde. La batidora que nos dieron era mucho mejor que la que yo
tengo en casa. Primero licuamos las verduras y después le añadimos la sandía,
aceite virgen extra y un chorrito de un vinagre de champán (era la primera vez
que lo veía). Mi mirada se cruzó con los espectaculares ojos de la chica del
pelo recogido cuando estábamos echando un buen chorro de aceite en la mezcla.
-
Probadlo y rectificad
la sal si es necesario –nos dijo al acabar. Yo en ese momento ya no estaba
pensando en el refrescante gazpacho, sino en el calor que estaba sintiendo por
dentro cada vez que miraba a mi compañera de curso.
Quizás si ella me hubiera sonreído en aquel primer
contacto visual yo habría perdido el interés; soy así, necesito que las mujeres
no sean muy explícitas para enamorarme de ellas.
Adornamos aquel elixir con alguna hierbas
aromáticas, me sorprendió lo mucho que lograron potenciar su sabor.
-
¿Tú crees que estas
hierbas son afrodisiacas? –me susurró en el oído la chica del pelo recogido.
-
¿Qué? –repliqué,
sorprendido.
Ella, simplemente, sonrió.
-
Id tomando el gazpacho
según os lo pida el cuerpo –decía nuestro profesor-. Si lo dejáis abandonado,
perderá sus vitaminas.
El segundo plato en el que íbamos a trabajar era
salmón con setas portobello y sal negra de Hawai, sobre un lecho de gulas.
Aquello sonaba bien; los ingredientes estaban al alcance de mi mano, porque el
único un poco diferente (la sal) lo habíamos adquirido al pagar la matrícula
del curso.
Laminamos las setas con un cortador
especial y las echamos en una sartén con una gota de aceite; no era el mismo de
color verdoso que había usado para el gazpacho, era uno mucho más dorado;
seguramente de igual calidad.
Mientras los portobello iban tomando
color, la chica que ya tenía mi corazón acelerado me dijo:
- Muévelos un poco más, en la cocina las manos
tienen que bailar, seducir a la sartén.
- Bueno, es que yo es la primera vez que
vengo a un curso de estos.
- Ten cuidado, que se te pueden quemar –y
lanzó una risilla muy seductora, que se me clavó en el fondo de la mente.
Les echamos unos granitos de sal a las setas y vimos
cómo se deshacían, como si gotas de lluvia negra las hubieran empapado.
- Exótico, ¿verdad? –dijo ella.
- Sí, mucho –repliqué yo, con una gran
dosis de ingenio.
- Me gusta lo exótico.
Después pasamos a la plancha unos excelentes filetes
de salmón salvaje. Sé que era salvaje porque nos lo dijo el profesor, no porque
yo sea un experto en el mundo de los animales acuáticos. Al mirar a la mujer
que me estaba robando el alma, noté un toque salvaje en la forma en la que
tenía recogido el cabello. Ella se dio cuenta de que la miraba y, sin dudarlo,
dejó que sus dedos acariciasen su oreja; supe que coqueteaba conmigo.
Las gulas no tuvieron mucho misterio, un poco de
guindilla y a la sartén.
- Me
encantan las cosas picantes, ¿y a ti? – le pregunté.
- Por
supuesto –respondió.
Para el postre nos enseñaron a hacer un coulant de
chocolate. Con huevos, mantequilla, azúcar, harina, chocolate y, poco más,
logramos elaborar un postre espectacular (una de las mujeres mayores dijo que
aquello era un “volcán de chocolate”). Mientras se hacía en el horno, nos
metimos entre pecho y espalda el salmón con setas.
- ¿Habías hecho antes algún curso como este? –me
dijo la chica.
- No, la verdad es que no.
- Yo vengo de vez en cuando. Pero he de decirte que
hoy ha sido el mejor día. Estaba todo buenísimo.
- Y aún queda el postre –solté.
- Aún queda el postre –repitió ella, como si se
tratara de un eco apócrifo.
En cuanto salimos le pedí el teléfono, pero ella me
dijo:
- No te
preocupes, nos veremos el mes que viene.
-
¿Dónde?
- Aquí,
en el mismo sitio.
Y hacia allí estoy yendo ahora. Soy alérgico al kiwi
por contacto y sé que el postre que vamos a elaborar puede cambiar el color de
mi piel a un rojo que me da aspecto de gamba al vapor. Pero no me importa,
tengo que volver a verla, porque ayer su cara entró en mis sueños para decirme
que íbamos a pasar juntos el resto de la vida, que debía pedirle matrimonio
cuando me acompañase al hospital por culpa de la dichosa fruta neozelandesa.
Y yo nunca desobedezco a mis sueños.
Un hombre me dijo en uno que empezara un curso de
cocina y allí la conocí.
Un elfo me dijo en otro qué números debía jugar en
la lotería y... bueno, esa es
otra historia que les contaré otro día.
6 comentarios:
Una buena historia estropeada por la profusión de datos culinarios.
Suerte.
Lo arruinan los elfos, además algunas frases que aclaran cosas obvias.
Creo que la historia es original y contada de un amanera fresca. No obstante, puliría un poco los dia´logos para que sean más atractivos al lector, que enganchen un poco más.
Un saludo
Un relato que se pierde con los sueños y los elfos
El relato me ha gustado. Es fresco, original y ameno. Se agradecen los toques de humor. Yo no quitaría a los elfos. Me gusta la idea de un personaje extravagante que nos cuenta sus historias. Pero si me lo permites, creo que deberías corregir un par de defectos.
Uno, tardo mucho en enterarme de si el protagonista es hombre o mujer, joven o mayor,...Creo que deberíamos tener algún dato más al inicio.
Dos, hay un momento en el que él le dice a ella que no es su primer curso y luego ella le pregunta si ha hecho algún curso más. No sé si es que lo he entendido mal pero es lioso.
Suerte.
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