La primera
vez que entró en la gran cocina casi se marea por el calor que hacía a esas
horas. Todas las cacerolas estaban al rojo vivo y había un gran trasiego de
trabajadores con delantal y gorro blanco. Tuvo la mala suerte de llegar cuando
el aire acondicionado dejó de funcionar. “Hijo, son cosas, que a veces pasan.
Anda ponte este gorro, pero primero quítate el sudor de la frente, lávate en
ese grifo y sécate lo mejor que puedas”. El encargado no le pareció mala
persona, tal vez un poco rudo en sus maneras pero su tono de voz no era
desagradable. “En cuanto estés aseado te colocas en la mesa siete, el gorro
bien puesto, y esperas instrucciones”. Claro está no era el único en
presentarse a las pruebas. Cuando se despejó la mente descubrió entre el vapor
que despedían las cacerolas hasta dieciocho competidores (quince chicos y tres
chichas) que le disputarían el puesto soñado. Los contó una y otra vez y los
examinó por su aspecto. Su intuición le decía que sólo había dos rivales de su
nivel. Plantado ante la mesa siete de color aluminio imaginó ser el mini-chef. Un
galardón que obtuvo en su momento el cocinero más famoso de la ciudad, cuando
tenía su misma edad, diecisiete años.
Soñador por
naturaleza se dejó llevar por su imaginación. “Esa espuma le falta textura,
vamos la quiero perfecta. No quiero ni una queja de mis clientes. ¿Qué vinos
habéis seleccionado para hoy? Daros cuenta de que celebran un aniversario y
deben llevarse la mejor impresión. No admito el más mínimo fallo. Tú, vamos cambiante
de ropa. Rápido. No estás presentable. Aunque no salgas de la cocina debes
guardar la compostura”. Un golpe certero en la mesa de aluminio le hizo volver
en sí. Una joven nada simpática (al menos en ese momento no se lo parecía) se
presentó como su instructora y le hizo una señal para que se plantara el gorro
en la cabeza. Mientras
soñaba se le había ido desplazando hasta quedar sobre la mesa de aluminio. En
esta un gran paño blanco ocultaba los ingredientes. Junto a ellos, bien
dispuestos y alineados, estaban todos los utensilios que suele utilizar un chef
profesional. Además de una minibatidora para las salsas y cremas, un bol y
otros recipientes necesarios. Su cacerola estaba sobre los quemadores que
debían encender en el momento preciso. Cerca la pila para lavar todo lo
necesario. Era su primera prueba, tras el curso en la escuela de cocina, y se
sentía extremadamente tranquilo. “Podrás con todos”, le había dicho su madre.
El portavoz
del tribunal se plantó en medio del pasillo y se dirigió con voz marcial a
todos los candidatos. “Todos vais a competir en igualdad de condiciones y bajo
presión. Vais a realizar una prueba tan real que los comensales de ahí fuera
serán vuestro tribunal examinador. Son gente culta, exigente y con muy buen
paladar. Cuando escuchéis el timbre el reloj empezará a funcionar. Tenéis
cuarenta y cinco minutos para preparar un menú. Antes de que los platos salgan
por esa puerta al regio comedor habrá una criba. Cada error que detecte vuestro
instructor os puntuará en negativo. Al que cometa tres errores antes de
finalizar el menú le pediremos amablemente que abandone la cocina y se busque
otra profesión para la que tenga más cualidades. Gracias por vuestra
participación”.
Sin venir a
cuento empezaron a temblarle las piernas. Era un temblor apenas perceptible
pero que le hizo enrojecer hasta las orejas. La voz de su instructora le dijo
que se preparara. Le ordenó colocarse ante el tapete blanco y mantenerse
alerta. “Diez, nueve, ocho…” empezó a contar el portavoz del tribunal. Cuando
quiso darse cuenta estaba picando a toda velocidad zanahorias y calabacines
sobre la tabla. El
golpeteo de los cuchillos de los contrincantes le hizo entrar en un ritmo
febril. “Tranquilo, no quiero ni un fallo. Tus platos deben salir por esa puerta.
No cometas un fallo”. La voz más suave de la instructora le recordó lo que se
estaba jugando.
Mientras
colocaba la guarnición en el plato principal, cinco competidores abandonaban
cabizbajos la cocina. Uno se había cortado ligeramente el anular, otro se quemó
el corazón, el tercero no había calculado bien las medidas, la cuarta se había
echado a llorar en un imprevisto ataque de nervios, el quinto había derramado
la harina. Mientras hacía fluir con la manga la crema de chantilly sobre el
postre caramelizado otros cuatro abandonaron las mesas de aluminio. Quedamos
diez. Esto está muy difícil. De pronto otros tres se desprendieron del delantal
y uno hasta se arrancó el gorro de la cabeza. Siete. Un timbrazo anunció el
final. “Deberás llevar tu mismo en esa bandeja el menú al comedor. En la mesa
siete te aguardan impacientes”, le anunció la instructora. Se mordió los labios
y atravesó la doble puerta batiente que al volverse casi le da en el pie
derecho.
Trató de
caminar erguido mientras contemplaba el tribunal examinador. Eran unos
comensales muy atildados. En cada mesa se había formado una familia. En la suya
le sonrieron dos niños gemelos. Primero sirvió a las mujeres, abuela y madre
que le miraron gravemente, luego a los hombres, abuelo y padre, y finalmente a
los niños que le guiñaron al tiempo el ojo derecho. Regresó a la cocina con el
temblor característico en las piernas. Su instructora le dijo que podía beber
algo fresco, quitarse el delantal y el gorro. En media hora se sabría el
veredicto.
3 comentarios:
Resulta evidente que no ha corregido el texto como debiera, ya que hay varias erratas, sobra alguna coma y faltan muchas. Además, la historia queda inconclusa.
Suerte.
Falta redondear la idea y puntuar adecuadamente.
Creo que el relato va bastante bien, manteniendo la tensión y demás, pero no sé si ha habido algún error o qué, pero está claramente inacabado.
Una pena
Saludos
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