sábado, 16 de julio de 2011

77 El aprendiz


   La primera vez que entró en la gran cocina casi se marea por el calor que hacía a esas horas. Todas las cacerolas estaban al rojo vivo y había un gran trasiego de trabajadores con delantal y gorro blanco. Tuvo la mala suerte de llegar cuando el aire acondicionado dejó de funcionar. “Hijo, son cosas, que a veces pasan. Anda ponte este gorro, pero primero quítate el sudor de la frente, lávate en ese grifo y sécate lo mejor que puedas”. El encargado no le pareció mala persona, tal vez un poco rudo en sus maneras pero su tono de voz no era desagradable. “En cuanto estés aseado te colocas en la mesa siete, el gorro bien puesto, y esperas instrucciones”. Claro está no era el único en presentarse a las pruebas. Cuando se despejó la mente descubrió entre el vapor que despedían las cacerolas hasta dieciocho competidores (quince chicos y tres chichas) que le disputarían el puesto soñado. Los contó una y otra vez y los examinó por su aspecto. Su intuición le decía que sólo había dos rivales de su nivel. Plantado ante la mesa siete de color aluminio imaginó ser el mini-chef. Un galardón que obtuvo en su momento el cocinero más famoso de la ciudad, cuando tenía su misma edad, diecisiete años.
   Soñador por naturaleza se dejó llevar por su imaginación. “Esa espuma le falta textura, vamos la quiero perfecta. No quiero ni una queja de mis clientes. ¿Qué vinos habéis seleccionado para hoy? Daros cuenta de que celebran un aniversario y deben llevarse la mejor impresión. No admito el más mínimo fallo. Tú, vamos cambiante de ropa. Rápido. No estás presentable. Aunque no salgas de la cocina debes guardar la compostura”. Un golpe certero en la mesa de aluminio le hizo volver en sí. Una joven nada simpática (al menos en ese momento no se lo parecía) se presentó como su instructora y le hizo una señal para que se plantara el gorro en la cabeza. Mientras soñaba se le había ido desplazando hasta quedar sobre la mesa de aluminio. En esta un gran paño blanco ocultaba los ingredientes. Junto a ellos, bien dispuestos y alineados, estaban todos los utensilios que suele utilizar un chef profesional. Además de una minibatidora para las salsas y cremas, un bol y otros recipientes necesarios. Su cacerola estaba sobre los quemadores que debían encender en el momento preciso. Cerca la pila para lavar todo lo necesario. Era su primera prueba, tras el curso en la escuela de cocina, y se sentía extremadamente tranquilo. “Podrás con todos”, le había dicho su madre.
   El portavoz del tribunal se plantó en medio del pasillo y se dirigió con voz marcial a todos los candidatos. “Todos vais a competir en igualdad de condiciones y bajo presión. Vais a realizar una prueba tan real que los comensales de ahí fuera serán vuestro tribunal examinador. Son gente culta, exigente y con muy buen paladar. Cuando escuchéis el timbre el reloj empezará a funcionar. Tenéis cuarenta y cinco minutos para preparar un menú. Antes de que los platos salgan por esa puerta al regio comedor habrá una criba. Cada error que detecte vuestro instructor os puntuará en negativo. Al que cometa tres errores antes de finalizar el menú le pediremos amablemente que abandone la cocina y se busque otra profesión para la que tenga más cualidades. Gracias por vuestra participación”.
   Sin venir a cuento empezaron a temblarle las piernas. Era un temblor apenas perceptible pero que le hizo enrojecer hasta las orejas. La voz de su instructora le dijo que se preparara. Le ordenó colocarse ante el tapete blanco y mantenerse alerta. “Diez, nueve, ocho…” empezó a contar el portavoz del tribunal. Cuando quiso darse cuenta estaba picando a toda velocidad zanahorias y calabacines sobre la tabla. El golpeteo de los cuchillos de los contrincantes le hizo entrar en un ritmo febril. “Tranquilo, no quiero ni un fallo. Tus platos deben salir por esa puerta. No cometas un fallo”. La voz más suave de la instructora le recordó lo que se estaba jugando.
   Mientras colocaba la guarnición en el plato principal, cinco competidores abandonaban cabizbajos la cocina. Uno se había cortado ligeramente el anular, otro se quemó el corazón, el tercero no había calculado bien las medidas, la cuarta se había echado a llorar en un imprevisto ataque de nervios, el quinto había derramado la harina. Mientras hacía fluir con la manga la crema de chantilly sobre el postre caramelizado otros cuatro abandonaron las mesas de aluminio. Quedamos diez. Esto está muy difícil. De pronto otros tres se desprendieron del delantal y uno hasta se arrancó el gorro de la cabeza. Siete. Un timbrazo anunció el final. “Deberás llevar tu mismo en esa bandeja el menú al comedor. En la mesa siete te aguardan impacientes”, le anunció la instructora. Se mordió los labios y atravesó la doble puerta batiente que al volverse casi le da en el pie derecho.
    Trató de caminar erguido mientras contemplaba el tribunal examinador. Eran unos comensales muy atildados. En cada mesa se había formado una familia. En la suya le sonrieron dos niños gemelos. Primero sirvió a las mujeres, abuela y madre que le miraron gravemente, luego a los hombres, abuelo y padre, y finalmente a los niños que le guiñaron al tiempo el ojo derecho. Regresó a la cocina con el temblor característico en las piernas. Su instructora le dijo que podía beber algo fresco, quitarse el delantal y el gorro. En media hora se sabría el veredicto.

3 comentarios:

Jacobino dijo...

Resulta evidente que no ha corregido el texto como debiera, ya que hay varias erratas, sobra alguna coma y faltan muchas. Además, la historia queda inconclusa.

Suerte.

Anónimo dijo...

Falta redondear la idea y puntuar adecuadamente.

Calvin dijo...

Creo que el relato va bastante bien, manteniendo la tensión y demás, pero no sé si ha habido algún error o qué, pero está claramente inacabado.

Una pena


Saludos