jueves, 4 de agosto de 2011

108- Sueños y fogones por Diego de coletitas

De repente Eduardo se iba. Se marchaba atraído por una jugosa oferta de un importante restaurante de San Sebastián. Uno que se había estrellado en numerosas ocasiones, para regocijo de sus dueños y de los editores de la prestigiosa guía.
En el ilustre establecimiento vasco se produjo una deserción. Por un insignificante motivo, unos cientos de euros, habían abandonado el restaurante varios cocineros y ahora fichaban a colegas que pertenecían a otros locales. Todo ello sin respetar las más elementales normas de cortesía culinaria.
Eduardo se marchó. Iba encantado a una cocina de las más importantes del planeta, de ésas que marcan tendencias y modas en el apasionante mundo de la restauración. Había sido adjunto a la jefa de cocina, que era mi pareja y también propietaria. Nos encontrábamos, así, de repente, con un serio problema. Una pieza esencial de nuestro engranaje volvía a perderse por el camino, justo a unos días de empezar con la carta de invierno, a principios del año.
Despedimos a Eduardo con una copa. Era viernes por la tarde. Cerrábamos el local hasta el lunes. Después de terminar el trabajo nos sentamos a una mesa y le deseamos, perfumados por el aroma de jengibre de una deliciosa ginebra, buena suerte en su nuevo periplo profesional.
Mientras buscábamos a un sustituto, me tocó volver a los fogones. Llevaba varios años sin ponerme el delantal, al menos de una manera profesional. Después de varias temporadas me había ido apartando hacia el lado administrativo del negocio, dejando el más creativo en manos de Rocío, ocupándose ella de la parte más experimental,  que era mi favorita. La posibilidad de combinar, de crear, de jugar, de equivocarse o acertar con olores, sabores, texturas, procedimientos… siempre me pareció muy lejana de la inevitable rutina en la que suelen caer los restaurantes ya asentados. En la cocina había una encantadora anarquía controlada, si vale la contradicción. Era más un juego que una ocupación, a veces. Otras la rutina y el ritmo de trabajo también acababan imponiéndose. De ese modo volví, aunque fuera por unos meses, de manera provisional, a los ardientes fogones.
Pasaron la carta de invierno y la de primavera. Encontramos a final de la última a Natalia, que sería la sustituta de Eduardo a partir de Septiembre.
Como siempre, en Mayo, cerrábamos la temporada. Era hora de descansar, de viajar, de aprender de otros como enfrentarse al acto creativo de convertir unos alimentos en una delicia, en un placer que no podíamos olvidar por mucho tiempo que pasara. En ese pequeño milagro de alquimia que suele comenzar con fuego y aceite.
A principios de Septiembre, antes de empezar la temporada, Eduardo, como sombra inesperada, apareció por la cocina. Nos contó su  malograda experiencia en el restaurante vasco. No pudo integrarse en un engranaje casi perfecto, donde se anulaba su capacidad creativa, su ingenio, su inmenso talento. Logró sobrevivir varios meses, pero la rutina lo ahogó de un modo siniestro, sin piedad hacia su capacidad de improvisar, de sorprender. Estaba muy delgado, con una palidez amarillenta poco atractiva. A veces uno no encaja en determinados lugares. No pasa nada. A todos nos ha ocurrido a lo largo de nuestras experiencias laborales. Nos solicitó su reincorporación. Le pedimos unos días para pensarlo. La verdad era que Eduardo tenía mucho talento. Regresó a su puesto y yo retomé la parte administrativa. Ahora me conformo con cocinar para mis padres y mis suegros. Lo curioso es que de vez en cuando sueño con platos, con variaciones de conocidas recetas, con mezclas, con salsas, con posibles o imposibles combinaciones, que normalmente se pierden al despertar.
Muy de vez en cuando, tomándome un oloroso café, consigo recordar algún detalle. Se lo comento a Rocío, perdida a esa hora entre los pliegues del duermevela y que normalmente no suele tomar nota de mis atinados comentarios. Para esas ocasiones tendré que regalarle una libretita.
En fin, a ella le corresponde la parte creativa. También deberá decidir que sucede con Natalia. Yo me conformo con mis sueños entre fogones. Además así no me mancho.

2 comentarios:

Jacobino dijo...

Una historia tan insulsa que ni siquiera merece ser contada como anécdota.

Falta algua nilde, varias comas y hay algún error de tiempo verbal.

Suerte.

http://lenguayliteratura.org/mb/index.php?option=com_content&view=article&id=189:el-arte-de-poner-comas&catid=321&Itemid=122

Calvin dijo...

Creo que lo más lioso es que la historia comienza con un narrador en tercera persona, como una cámara sobre la cabeza de Eduardo, para pasar a narrar en primera persona con otro personaje. Eso es raro e innecesario a mi gusto.


Un saludo