lunes, 11 de julio de 2011

53- Escargots por Noviembre

          Gastón Petitjean extiende la mano,  coge un nuevo escargot de la gran fuente de barro situada delante de él, pincha con un alfiler la jugosa carne que asoma por la abertura de la concha y la extrae. Se queda unos minutos observando la alargada silueta y luego, cerrando los ojos, se la introduce en la boca y la degusta con placer. Una especie de delectación morbosa le recorre todo el  cuerpo y, si no fuera porque es un teniente de dragones del valiente ejército napoleónico, se emocionaría hasta las lágrimas saboreando el exquisito bocado.
            Al otro lado de la mesa, Martín Miraflores le contempla sonriendo. Está apoyado sobre el respaldo de la silla con las grandes manos reposando sobre el voluminoso vientre y una expresión en el rostro que delata felicidad.
            La tarde ha caído lentamente y en aquel rincón mal iluminado de la taberna están ellos dos solos. La fuente de caracoles los ha hermanado, los ha reconciliado y los ha salvado de la barbarie de la invasión, de la rebeldía y de la guerra. Nunca antes como en aquel momento, Gastón y Martín, cada uno con sus propios pensamientos e ideales, han estado tan de acuerdo en que una fuente de caracoles puede cambiar el rumbo de la historia, aunque sea una historia pequeña e individual como la de ellos. Una historia que había comenzado hacía tiempo, cuando las tropas francesas llegaron a la península, y que había alcanzado su cénit el día anterior, cuando el pueblo de Madrid, sin previo acuerdo, se había levantado contra el invasor.
            El día que Gastón llegó por primera vez a la taberna –hacía ya meses- buscando los afamados escargots, no hablaba nada de español. Era un joven serio y adusto con graduación de teniente en su uniforme verde de dragón montado. Lo que más le había sorprendido a Martín en aquella ocasión fue que la expresión hosca que traía Gastón se mudó totalmente cuando vio llegar la cazuela de caracoles a la mesa. Entonces, el huraño Gastón desapareció y surgió un niño de mirada viva y luminosa, como si aquel plato le transportara a una época mejor en la que hubiera sido plenamente feliz.
            Martín, que detestaba a los soldados imperiales, albergaba ante aquel gabacho una compleja dualidad. Por un lado le molestaba su fidelidad semanal a la fuente de caracoles, pero por otro, sentía una especie de ternura ante el niño que jugaba a los soldaditos, como si no hubiera terminado de crecer.
            Y así hubieran podido continuar las cosas si, el día anterior, Martín no se hubiera unido al pueblo de Madrid, que harto ya de la imprecisión de la situación y de los abusos que los soldados invasores estaban realizando se  levantó contra ellos, lo que dio lugar a una matanza descontrolada y a una situación de caos.
            Gastón coge un nuevo escargot de la fuente y repite, milimétricamente, el protocolo anterior. Su plato se ha ido llenando de conchas vacías y configurando un extraño campo de batalla gastronómico. Martín sigue toda la operación con placer. Él no come, sólo observa, sonríe y asiente con la cabeza a cada gesto de satisfacción que su “amigo” el gabacho, expresa. Sabe que sus caracoles son los mejores de Madrid y que tienen fama, no sólo entre los habitantes de la villa, sino también entre las tropas invasoras. Sabe que nadie como él cocina con tanta pasión esta receta y, sobre todo, sabe que gracias a los caracoles ha salvado su vida.
            La revuelta fue muy confusa y surgió de repente, sin una consigna definida, sin un plan preparado de antemano. Martín barría el umbral de su taberna cuando vio subir hacia la plaza Mayor a un grupo heterogéneo de individuos que le animaron a unirse a ellos para luchar contra el invasor. Martín no lo pensó dos veces. Cogió uno de sus más grandes cuchillos de cocina y les acompañó. Algunos proponían ir a los acuartelamientos de San Nicolás donde estaba emplazado el ejército napoleónico y otros querían buscar, indiscriminadamente por las calles de Madrid, a cualquier grupo de franchutes susceptible de ser atacado. Hombres y mujeres surgidos de todas partes iban engrosando una marea humana vociferante y amenazadora. La confrontación no tardó en llegar. A lo largo del día se luchó por toda la ciudad. El ejército imperial respondió con inusitada crueldad. Las calles quedaron sembradas de muertos y heridos y las mazmorras de los acuartelamientos napoleónicos llenas de rebeldes que serían ajusticiados al amanecer del día siguiente. Martín estaba entre ellos.

            Martín le retira el plato lleno de conchas a Gastón y le pone otro limpio. En la cazuela quedan todavía varios ejemplares de escargots esperando. Gastón levanta la vista hacia los ojos de Martín y susurra un leve “merci”. Gastón le responde “de nada” y recupera su posición en la silla frente al militar francés.
            La madrugada del tres de mayo los franceses afilaron sus bayonetas y limpiaron los cañones de sus  armas de una manera especial. Había que dar un escarmiento a los insurrectos, según las últimas órdenes recibidas del Mariscal  Murat, y todos se preparaban para cumplirlas. El teniente de dragones Gastón Petitjean fue designado para escoltar a los prisioneros hasta la montaña de Príncipe Pío donde serían fusilados. Montaba un caballo tordo y recorría las filas de los levantiscos –algunos de ellos heridos- que habían osado enfrentarse al ejército imperial. Impartía órdenes con más firmeza y convicción de lo que podía hacer creer su juventud. Los dragones de a pie y los húsares que les acompañaban le obedecían e instaban a los prisioneros a acelerar el paso para encontrarse cuanto antes con la muerte que les esperaba.  Durante el camino, entre toda aquella turba desarmada y asustada, Gastón creyó distinguir, como en un fogonazo, el rostro rudo del cocinero Martín. No lo dudó. Arreó su caballo y gritó en español a los prisioneros que se detuvieran. Luego, señalando a Martín con un dedo índice severo y amenazador le gritó:
-          ¡Tú, ven conmigo!
La fuente se ha quedado vacía de caracoles y el teniente Gastón moja ahora grandes trozos de pan en la exquisita salta restante. Continúa en el rostro del soldado esa expresión infantil que se le puso cuando empezó a comer. Martín, frente a él, tiene también la misma cara de satisfacción que cuando le sirvió los caracoles y sigue observándole con una cierta devoción.
En el exterior se oyen gritos de dolor y descargas de fusilería. Gastón y Martín deberían estar ahí. Sin embargo, en los momentos convulsos por los que el pueblo de Madrid está atravesando, han decidido reunirse en secreto alrededor de una fuente de caracoles que, en este instante, se ha convertido en un arma inofensiva de reconciliación. Y, en secreto, como dos conspiradores, el soldado francés engulle el último pedazo de pan sintiéndose feliz de haber evitado que las balas atravesaran al cocinero y Martín, olvidando que tiene ante él a un implacable invasor, agradece el reconocimiento del gabacho por sus  caracoles. Unos humildes caracoles que le han proporcionado una sorprendente e inesperada salvación.

4 comentarios:

Jacobino dijo...

Un magnífico relato.
Suerte.

Anónimo dijo...

¿En Madrid se habla catalán? Si se desarrollase en "Girona encara"

Calvin dijo...

ME gusta el relato, quizá porque es más relato que casi todo los anteriores que he leído. Además no es lineal sino que se juega un poco con dos tiempos para intentar darle más vida al texto y una narrativa más fresca. No sé, sin embargo, si en algo tan breve se llega a conseguir del todo. Para mi gusto son demasiados saltos. Quizá podría haberse contado primero la historia actual, luego toda la historia pasada y finalmente vuelta a la historia actual sin la intercalación de los dos párrafos del presente en medio de la parte en cursiva. Aún así, y según mi opinión creo que es el mejor de los que he leído.

Anónimo dijo...

Hasta ahora, de los 106 cuentos, solo hay tres que me provocaron algo. Este es uno de ellos. Otro tiene una crítica superficial de los sabihondos y el tercero es el que más me sorprendió a pesar de ser un tema trillado. Soy lector no escritor y juzgo según mi gusto, valoro la facilidad de lectura, las emociones: risa, tristeza, sorpresa espanto, sexo... A mi criterio este relato me parece interesante y deja que el lector llene los huecos para que todo no se le dé en bandeja. Creo que la literatura como todo proceso creativo o l poesía se construye entre dos: autor y lector. Si el lector es el mismo que el autor es algo parecido al autismo y si el autor se somete a las estrictas leyes de la literatura oficial (autocensura)
se puede perder lo mas valioso: la originalidad y la provocación. Que tenga suerte,
Alvaro