jueves, 4 de agosto de 2011

104- Gastronomagia por Tula

Toda la historia humana atestigua que, desde el bocado de Eva, la dicha del hombre depende de la comida.                                                                         Lord Byron
Aquella bellísima cocinera era, con diferencia, lo mejor que podría haberle pasado al restaurante. Y es que si algo explicaba la mucha concurrencia de comensales a diario, era precisamente el tacto sublime con que Ceres preparaba los platos. Se abarrotaban las mesas de ansiosos clientes que exigían ser atendidos de inmediato; de manera que, al entrar en el comedor, todo era un hervidero de deseos por cumplir por lo que se conocerá más adelante.
Lo cierto es que la habilidad de Ceres resultaría inexplicable si pretendiéramos justificarla bajo el prisma de la razón, porque la fascinante cocinera no abandonaba ni por un momento los fuegos y, por lo tanto, no sabía nunca para qué clientes preparaba sus platos inefables. Todo porque sus manos interpretaban a la perfección los paladares que degustarían las diferentes comidas. Ese tacto abovedado y cavernoso llegaba desde la traducción de sus bocas hasta la de su alma misma. Los clientes encontraban insólitos sabores en los platos solicitados. Era de ver cómo degustaba Carmen ese primero del menú, que sabía al hijo que perdió hacía ya tres años; aquellos espárragos verdes y blancos fritos, ataditos en manojo por una loncha de trasparente y sanguíneo jamón ibérico, sabían al alumbramiento de aquel fatídico aborto, a los cuidados del precioso chiquitín e, incluso, a su escolarización primera. Al tiempo, las salsas que custodiaban el antedicho manojito –una a base de pepinillos, mostaza y leche; y la otra, fruto de la mezcla, salpicada de trocitos de aceituna, de tomate triturado y mahonesa- eran los desvelos nocturnos, las primeras intentonas léxicas, los titubeantes primeros pasos y esas sonrisas impagables de todo punto. La propia Carmen parecía abovedarse para degustar a este no niño, para paladearlo de veras. Mientras, su marido la contemplaba estupefacto primero y con aire distraído después, cuando llegó su comida. En su caso se trataba de un fabuloso salmorejo, cuyo gusto de tomate especiado retrotrajo a su paladar a los primeros baños del nonato y a los balanceos para procurar el sueño del inexistente pequeñín. El pequeño Héctor miraba con asombro a sus padres mientras sus queridísimos macarrones, ensalzados por el choricito repartido y gratinados con tomate y queso, le daban vueltas en la noria o le conducían por los chirriantes, sinuosos y frenéticos raíles de la montaña rusa que aún no conocía. El segundo plato, un sabrosísimo entrecot acompañado de una guarnición de verdura, llevó directamente a Carmen ante un lienzo a medio terminar, esa pasión a la que nunca pudo dedicar tiempo. Cada bocado de esa magnífica carne era una pincelada armónica en un paisaje impresionista rebosante de pasión y de belleza. Por su parte, al marido de Carmen, las chuletitas de cordero le dieron esa empresa que siempre deseó montar y que no pudo por falta de capital. Cada vez que una de las patatitas panadera que acompañaban a las mencionadas chuletitas se acomodaba en su boca, tenía una reunión urgente con los jefes de los distintos departamentos; el sabor de una sofisticada especia que salpicaba el plato era en su paladar el traje de raya diplomática, y ese vino tinto enmaderado que regaba la carne y las patatas constituía una corbata satinada de color granate. Cuando fue a coger un trocito de pan para acompañar, se ajustó -entre natural y elegante- su corbata, como una lengua bestial y solemne. Héctor se decantó por pedir una hamburguesa completa que, al masticar por primera vez, le colocó en un campo de fútbol para descubrir, atónito, que entre el público aplaudía con verdadero entusiasmo cada genialidad suya con el balón, que parecía llevarlo literalmente pegado-a-los-pies, una niña rubia iluminada de pecas y de candidez. Justo al terminar el partido, cuando todos le habían felicitado y se le acercaba aquella preciosidad, descubrió que había masticado el final de su segundo plato. Cuando pretendió sustituirlo por un trocito de chuleta, sin que su padre –atareado con asuntos empresariales importantísimos- se percatara, se adentró en un despacho lleno de luminosidad por el que vio cruzar decididísimo a su padre, vestido con un traje muy elegante. Un tanto disgustado, pero con la expresión del vencedor, decidió esperar a los postres. Al pobre marido de Carmen vino a sucederle algo parecido a su hijo cuando, en medio del balance económico anual de su empresa, se terminó sus chuletitas con patatas. A hurtadillas, se hizo con un trocito del entrecot de Carmen, con el fin de vislumbrar el balance definitivo, pero  –entonces- su precioso traje de raya diplomática se embadurnó de azul cielo. Con un disgusto mal disimulado, se limpió como pudo el –hacía realmente nada- elegantísimo traje. Carmen reprendió a su marido porque por su culpa no pudo rematar el cuadro y un trozo de cielo sin terminar mostraba la terca blancura del lienzo. Abordaron los postres con auténtica fruición y con un ritual que embebía a cada miembro de aquella familia en su plato, sin cerciorarse de lo que ocurría fuera de él a no ser, como ya se contó, que se produjera un somnitum interruptus.
Era sorprendente el ver cómo cada uno de los comensales, a pesar de compartir mesa, se replegaba sobre sí mismo y se engolfaba en el fantástico y mágico viaje que cada plato, cada sabor proponían. En una mesita próxima, una parejita joven muy acaramelada hacía su petición al tiempo que se acariciaba, pierna contra pierna, en ardorosa búsqueda. Pronto sacaron los platos preparados por Ceres y la cena transcurrió con aparente normalidad; aparente porque ella, de vez en cuando, se asomaba con disimulo a los platos de él para degustar al menos los deseos de este. Cuando acabaron el postre y el café, ella salió con aire colérico       –tras propinarle una inopinada bofetada- y podía adivinarse que, ella, no pudo digerir bien el no aparecer en las muchas opciones que había tenido el menú y –quizá- también pudo costarle encajar la presencia de aquella chica picante con ligueros motivada por el trocito que pinchó del solomillo a la pimienta que él se había pedido. Aquella mujer podría entenderse en un segundo plato si ella hubiera sido unos entremeses, un primero o, cuando menos, un delicioso postre. Él hizo un ademán de detenerla, pero pronto le guiñó el ojo a su nueva vecina en ligueros y decidió invitarla a una copa. Pronto le llegó a un caballero, entrado en años y solitario, su plato: una berenjena rellena y gratinada que súbitamente lo convirtió en un apuesto joven que entre tenedor y tenedor no dejaba de atender visitas femeninas sublimes y soñadas. Cerca de este caballero se encontraba una mujer madura que degustaba una parrillada de verduras, y que lucía unas piernas esbeltas que llamaban la atención porque no parecían corresponderse con el resto del conjunto. Como también resultaba chocante el observar cómo se transformaba una joven de vestir trasnochado en una señorita moderna y contenida mientras consumía con elegancia un sutilísimo lomo con piña aderezado con una salsita a base de leche.
 Pero, quizá, lo más llamativo ocurrió cuando Ceres terminó de preparar las comidas del día y cerró el restaurante para sentarse, agotadísima, en una de las mesitas del comedor ya silencioso, aunque aún palpitante de vitalidad. Y fue lo más llamativo porque, en el preciso momento en el que se llevó a la boca la primera cucharada del plato que había preparado para ella misma, se encontró con que el comedor hervía de gentío y con que ella estaba entre fogones preparando las comandas, que no cesaban.        

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Está bien escrito, aunque la idea no me resulta atractiva.

Jacobino dijo...

Sobran epítetos, sobre todo al comienzo, y hay que revisar la puntuación. La idea es buena, pero la ejecución un poco embarullaza y, a veces, es preciso retroceder para adivinar qué se quiso decir.

Suerte.

Calvin dijo...

Para mi gusto es demasiado embarullado. Hay que volver sobre lo leído para saber que no nos hemos perdido.


Un saludo

Anónimo dijo...

Un consejo que me sirve y sin ánimo docente: Cuando escribas un cuento grábalo para escucharlo. Alvaro