Una pizca de sal, me estaba mirando, unos
granos de pimienta, me dio la sensación de que sonreía, una hoja de laurel,
dios mío se estaba acercando y, por último, un buen chorro de vino blanco, su
aliento ya acariciaba mi nuca sin remedio.
El
pollo estaba a punto y mi corazón galopaba desbocado al ritmo de
las llamas, al compás de tantos deseos silenciados y de la piel abierta.
Logré apartarlo del fuego tan solo un
segundo antes de que sus brazos se engarzaran en mi cintura y sus labios
empezaran su ruta exploradora por los míos.
Las ansias nos devoraban.
Allí, sobre la encimera, con los restos de
harina sobrantes del pan de cebolla amasado minutos antes, me sentí por un
instante una hermosa Jessica Lange y sonreí hacia dentro mientras él me
desnudaba con la furia de un Jack Nicholson envalentonado.
El calor en aquella cocina era asfixiante
mezclado con el de nuestros cuerpos sudorosos, sedientos y tan desconocidos, y
aquello nos hacía gemir con más fuerza todavía en búsqueda de un aliento que se
nos perdía por momentos.
Terminamos en el suelo, exhaustos, mudos y
con un inconfundible gesto de satisfacción en el rostro por el más que evidente
trabajo bien hecho. Había quedado claro que la cocina se nos daba de maravilla
y, aquella noche, con el restaurante ya vacío, nos cercioramos del todo.
Durante los días siguientes hicimos por
evitarnos, era obvio que a mi marido y a su mujer no les haría demasiada gracia
saber de aquel incidente en mitad de nuestra carrera conyugal, así que nos
dedicamos única y exclusivamente a trabajar. El negocio funcionaba viento en
popa, el jefe nos tenía en alta estima, los clientes abandonaban el local
satisfechos y las propinas eran sobradamente jugosas. Todo iba sobre ruedas y
cuesta abajo, excepto por un pequeño detalle que acabó por mandarlo todo al
traste. Mi cuerpo entero se había revolucionado como jamás antes hubiera
imaginado, cuando Carlos se acercaba a mí y me rozaba, consciente o
inconscientemente, al coger una sartén o sacar una estúpida zanahoria de la
nevera, una especie de torbellino se apropiaba de mis piernas y ascendía,
ardiente, hasta mi estómago tambaleando así cada minúsculo pilar de cordura de
mi alborotado ser. Era entonces cuando deseaba hacerle el amor allí mismo, en
la despensa, entre plato y plato, en mitad de la delicada elaboración de un
postre, donde fuera, hasta explotar irremediablemente de placer.
Eso, obviamente, comenzó a hacer mella en
mi matrimonio, cada día sentía que la palabra aventura iba perdiendo sus letras
en el rutinario caminar de mi existencia y, tras varias quejas por parte de mi
amado, aunque un tanto templado, esposo, y pocas excusas con las que
contrarrestar acabé por abandonar el trabajo y olvidarme definitivamente de
aquellas contraproducentes calenturas.
Comencé a trabajar en otro restaurante, no
tan famoso y ajetreado pero sí agradable y tranquilo, podría decir que aquella
estancia destilaba paz por cada una de sus paredes, así como todo el personal
automático que en él trabajaba. No me costó demasiado adaptarme y, al poco
tiempo, conseguí sentirme parte de una gran familia. Ni una sola mesa libre
durante los dos primeros meses, es sabido que la novedad impone, mi marido
estaba pletórico y los pájaros parecían volar de una vez por todas de mi
cabeza.
Sin embargo, poco a poco, la gente comenzó
a quejarse, la falta de innovación les aburría, las comidas les parecían cada
vez más sosas, sin chispa, la música era deprimente y, en consecuencia, las
propinas cayeron en picado y toda la plantilla, sin excepción, fuimos cayendo
también uno tras otro.
Hoy estoy en paro, como tantos otros, y me
dedico a las labores de la casa mientras espero la llamada que me devuelva la ilusión. Cada día
entreno en la cocina, intento innovar con nuevas recetas y aguardo ansiosa la
sentencia de mi marido al respecto. Quiero ser una gran chef, y sé que algún
día voy a conseguirlo, aunque tenga que exprimir mi imaginación hasta la última
gota y encontrar ingredientes debajo de las piedras.
Aunque, en medio de tantos intentos de
originalidad y vanguardia, una vez a la semana dejo un lugar en mi estómago
para un sencillo pollo al vino. Lo cocino lentamente, con mimo, sin demasiadas
extravagancias y no puedo evitarlo, mientras voy añadiendo la sal y el resto de
especias cierro los ojos y me estremezco.
Entonces una enorme sonrisa se dibuja en mi
rostro y sé que nunca es tarde para empezar de nuevo.
2 comentarios:
Un buen comienzo que se acaba diluyendo, qué lástima.
Suerte.
El relato es curioso. EL comienzo es bueno, com dice Jacobino, te mantiene atento, queriendo leer más. La segunda parte es más floja. Lo de que los clientes se cansan por la monotonía y demás. No me suena tan creíble. La última parte es mejor, remonta un poco, quizá porque retoma ese principio.
Un saludo
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