miércoles, 13 de julio de 2011

61- El rincón de las violetas por Tejedora de sueños y bufandas


Desde que era una niña había sido su sueño: Poseer un restaurante. Atrás quedaron los años de duro y pesado trabajo en la fábrica. Se miró las manos y pudo observar las cicatrices, dibujadas profundamente entre sus dedos, en el dorso, en las palmas, con relieves de montañas y valles como en un mapa, el de su azarosa vida.

La cizalla a punto había estado de amputarle varios dedos. Pero eso ya pasó. A través de la ventana divisó el huerto. No era muy grande, pero sí suficiente para recolectar, cada día, varios de los ingredientes con los que hacía el menú. Algunos tomates, rojos y brillantes, esperaban pacientemente a ser cosechados. Echó un vistazo al comedor: solo quedaban dos comensales por servir y su hija se encargaba de ellos. Salió al exterior. El aroma de los cultivos la envolvió como un denso perfume. Recogió salvia, menta, pepinos, judías verdes y una cesta de tomates. Mientras realizaba tan agradable tarea, su mente se alejó hacia aquellos tristes días de su infancia. Evocó el rostro de su madre, pálido en el ataúd, tan frío que parecía de piedra. Y sus manos heladas, las mismas que le preparaban primorosos dulces en la lumbre de leña. Caminó con la tristeza enganchada en el alma hasta que tuvo en sus brazos a su hija. Y trabajar, siempre trabajar, hasta que, por fin, la oportunidad se había presentado.

Leyó el anuncio en la carnicería: “Se vende restaurante en las afueras. Económico. Consultar precio”. La foto, aunque en blanco y negro, reflejaba una pequeña casita, que crecía como una seta, en una minúscula isla, chapoteando justo en el centro de un lago. Un puente encantador, de cuento de hadas, de madera y enredaderas, conectaba el negocio con el camino. Unas cuantas barquichuelas, salpicando el embalse, habían quedado atrapadas en la imagen.

El corazón tamborileó de emoción. Se decidió a llamar. Recordaba el viaje en el tren hasta llegar al lugar. Era primavera y la naturaleza vestía su mejor traje de verdor. Quedó extasiada. El restaurante era coqueto y diminuto. En su interior, apenas cabían seis mesas, pero el exterior era especial: presentaba un emparrado con suelo de césped, que daba entrada a un huerto un tanto descuidado. Era tal y como lo había imaginado: ¡maravilloso!

Las negociaciones no fueron largas, aunque difíciles, tuvo que luchar por una buena rebaja. Al final lo consiguió. El dueño tenía prisa por deshacerse de él.

Invirtió todos sus ahorros en el negocio y puso gigantescas dosis de alegría y de lucha que llevaba atesorando en su interior, desde hacía décadas. Su hija la ayudó y, aún, seguía a su lado.

Juntas, madre e hija, se exprimieron el cerebro en busca de una receta que fuera única y atrajera a los clientes. Buscaban algo sencillo, que en su simpleza llevara la esencia de ese lugar privilegiado, mezcla de agua, sol y tierra. Y lo encontraron.

Las ponedoras hicieron su trabajo. Huevos frescos, morenos y enormes fueron los primeros ingredientes, después la manteca, harina, leche, azúcar, sal y nuez moscada; y por último, el elemento principal, el que le daba nombre al plato, la violeta.

El lugar, a partir de marzo, se tornaba azul, debido a la enorme cantidad de violetas que alfombraban el suelo. Recogieron gran número de ellas, las secaron y pulverizaron. Otras fueron caramelizadas para adornar el suculento soufflé. La fama del exquisito plato alcanzó pronto los contornos. Cada cucharada se deshacía en la boca, liberando una untuosa mezcla con aroma de primavera. La felicidad se reflejaba en cada rostro que probaba el platillo. Por unos minutos, los que duraba la porción de soufflé, los comensales olvidaban sus problemas y volaban lejos, muy lejos de allí, a esos rincones ocultos que poseen las almas soñadoras.

Les ofrecieron grandes sumas por la receta y el restaurante. No aceptaron. Tampoco hicieron reformas para agrandar el espacio del negocio. Era suficiente para ellas dos. No querían estropear el ambiente mágico que allí se respiraba.

Poseían el mejor regalo de la vida: Un sueño hecho realidad. Eran dueñas de su propio restaurante y en un entorno excepcional. Sentadas bajo el emparrado vieron los últimos reflejos del sol perderse en las aguas que, a esas horas, se habían vuelto oscuras. Saboreaban una última porción de soufflé de violetas cuando, entre ensoñaciones, las sorprendió la luna.

2 comentarios:

Jacobino dijo...

Otra novela hiperbreve que, incluso así, se hace larga.

Suerte.

Calvin dijo...

LA historia puede llegar a ser interesante, pero desde el principio carece de tensión. Una persona tiene el sueño de montar un restaurante. Encuentra un lugar, lo compra rápidamente, sin demasiado tema porque el dueño quiere vender, piensa en un plato estrella, lo consigue también. Tiene éxito y vive feliz para siempre. Se que es un resumen un tanto simplón pero sólo quiero ilustrar que tiene que pasar algo más para que nos enganche el texto. No todo puede ser un camino de rosas en el relato. Al menos esa es mi opinión. Un saludo