Desde que era una niña había sido su sueño: Poseer un
restaurante. Atrás quedaron los años de duro y pesado trabajo en la fábrica. Se
miró las manos y pudo observar las cicatrices, dibujadas profundamente entre
sus dedos, en el dorso, en las palmas, con relieves de montañas y valles como
en un mapa, el de su azarosa vida.
La cizalla a punto había estado de amputarle varios
dedos. Pero eso ya pasó. A través de la ventana divisó el huerto. No era muy
grande, pero sí suficiente para recolectar, cada día, varios de los
ingredientes con los que hacía el menú. Algunos tomates, rojos y brillantes,
esperaban pacientemente a ser cosechados. Echó un vistazo al comedor: solo
quedaban dos comensales por servir y su hija se encargaba de ellos. Salió al
exterior. El aroma de los cultivos la envolvió como un denso perfume. Recogió
salvia, menta, pepinos, judías verdes y una cesta de tomates. Mientras
realizaba tan agradable tarea, su mente se alejó hacia aquellos tristes días de
su infancia. Evocó el rostro de su madre, pálido en el ataúd, tan frío que
parecía de piedra. Y sus manos heladas, las mismas que le preparaban primorosos
dulces en la lumbre de leña. Caminó con la tristeza enganchada en el alma hasta
que tuvo en sus brazos a su hija. Y trabajar, siempre trabajar, hasta que, por
fin, la oportunidad se había presentado.
Leyó el anuncio en la carnicería: “Se vende
restaurante en las afueras. Económico. Consultar precio”. La foto, aunque en
blanco y negro, reflejaba una pequeña casita, que crecía como una seta, en una
minúscula isla, chapoteando justo en el centro de un lago. Un puente
encantador, de cuento de hadas, de madera y enredaderas, conectaba el negocio
con el camino. Unas cuantas barquichuelas, salpicando el embalse, habían
quedado atrapadas en la imagen.
El corazón tamborileó de emoción. Se decidió a
llamar. Recordaba el viaje en el tren hasta llegar al lugar. Era primavera y la
naturaleza vestía su mejor traje de verdor. Quedó extasiada. El restaurante era
coqueto y diminuto. En su interior, apenas cabían seis mesas, pero el exterior
era especial: presentaba un emparrado con suelo de césped, que daba entrada a
un huerto un tanto descuidado. Era tal y como lo había imaginado: ¡maravilloso!
Las negociaciones no fueron largas, aunque difíciles,
tuvo que luchar por una buena rebaja. Al final lo consiguió. El dueño tenía
prisa por deshacerse de él.
Invirtió todos sus ahorros en el negocio y puso gigantescas
dosis de alegría y de lucha que llevaba atesorando en su interior, desde hacía
décadas. Su hija la ayudó y, aún, seguía a su lado.
Juntas, madre e hija, se exprimieron el cerebro en
busca de una receta que fuera única y atrajera a los clientes. Buscaban algo
sencillo, que en su simpleza llevara la esencia de ese lugar privilegiado, mezcla
de agua, sol y tierra. Y lo encontraron.
Las ponedoras hicieron su trabajo. Huevos frescos,
morenos y enormes fueron los primeros ingredientes, después la manteca, harina,
leche, azúcar, sal y nuez moscada; y por último, el elemento principal, el que
le daba nombre al plato, la violeta.
El lugar, a partir de marzo, se tornaba azul, debido
a la enorme cantidad de violetas que alfombraban el suelo. Recogieron gran número
de ellas, las secaron y pulverizaron. Otras fueron caramelizadas para adornar
el suculento soufflé. La fama del exquisito plato alcanzó pronto los contornos.
Cada cucharada se deshacía en la boca, liberando una untuosa mezcla con aroma
de primavera. La felicidad se reflejaba en cada rostro que probaba el platillo.
Por unos minutos, los que duraba la porción de soufflé, los comensales
olvidaban sus problemas y volaban lejos, muy lejos de allí, a esos rincones
ocultos que poseen las almas soñadoras.
Les ofrecieron grandes sumas por la receta y el
restaurante. No aceptaron. Tampoco hicieron reformas para agrandar el espacio
del negocio. Era suficiente para ellas dos. No querían estropear el ambiente
mágico que allí se respiraba.
Poseían el mejor regalo de la vida: Un sueño hecho
realidad. Eran dueñas de su propio restaurante y en un entorno excepcional.
Sentadas bajo el emparrado vieron los últimos reflejos del sol perderse en las
aguas que, a esas horas, se habían vuelto oscuras. Saboreaban una última
porción de soufflé de violetas cuando, entre ensoñaciones, las sorprendió la
luna.
2 comentarios:
Otra novela hiperbreve que, incluso así, se hace larga.
Suerte.
LA historia puede llegar a ser interesante, pero desde el principio carece de tensión. Una persona tiene el sueño de montar un restaurante. Encuentra un lugar, lo compra rápidamente, sin demasiado tema porque el dueño quiere vender, piensa en un plato estrella, lo consigue también. Tiene éxito y vive feliz para siempre. Se que es un resumen un tanto simplón pero sólo quiero ilustrar que tiene que pasar algo más para que nos enganche el texto. No todo puede ser un camino de rosas en el relato. Al menos esa es mi opinión. Un saludo
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