martes, 12 de julio de 2011

54- Entre cocinando, conquistando por Dandivia

Para hablar y comer pescado hay que tener mucho cuidado, lo mismo que para quitarle la piel al pimiento cuando se está en la noble tarea de complacer y deleitar paladares con unos buenos chiles rellenos. Pastora se enfundó en su delantal, y se acercó al fogón para soasar uno a uno los chilitos hasta que chirriaran sus pieles quemadas.
Los filetes de pescado le quedaron buenísimos, el visto bueno se lo dio el gatucho marrón, con un ojo del color del azúcar fundido, el otro del tinte del azafrán, la cola flameando y los bigotes encrespados. Que mientras les daba una vuelta a los chiles y luego otra y otra más, Pastora tenía la cabeza en otro sitio, pues sí, que se le iba a hacer. No era mujer de dudas ni de labios temblorosos pero tampoco de uñas afiladas, cuando supo como quería pasar la mayor parte de su existir, agarró las cacerolas y cucharas y se sumergió a explorar y sorprenderse; al inundar la cocina en sabores y sopas fue echada hasta su absolución la tarde en que -a escondidas- preparó el dulce de toronja más espectacular y chisporroteante de la época. Las primeras quemaduras, sanadas con sábila, le ayudaron a advertir que cuidado y dedicación había que poner. Pero hoy estaba muy desconcentrada. No solo preparaba para ella y para sus seres queridos. Había llegado otro ser, muy, muy querido, que la tenía peor que mantequilla al aire libre.
Sabía que su postre estrella le prometía una noche candente como estufa en llamas. Si él se sorprendía de aquellos sabores, corría el riesgo que le preguntase por los ingredientes y ¡ella enrojecería más que el achiote por andar contando lo que no tenía que contar!, le comentó no hacía mucho, sobre ciertos alimentos con una propiedad muy interesante. En todo caso, ya estaba listo. Volvió a la preparación de su plato fuerte, pensó, entonces en resaltar el sabor… y en saltear otros dos filetes. La pimienta le dio comezón en la nariz, avivándole más el sentido avispado. Se le aguaron los ojos, evaporó las lágrimas porque si bien eran de regocijo no condimentaban apropiadamente la salsa, el ajo sí, por lo que picándolo finamente lo agregó.
Después del gato, se apareció Memo y queriendo meter el dedo, salió quemado y con un sartenazo dado a medias, pues si se lo acomodaba bien, a Pastora se le regaría el aceite. Puesto que Memo llegaba desfallecido por el hambre, Pastora dejó pasar la desaparición de panecillos dulces y tostados. Él en la retirada aprovechó y lanzó una suerte de piropo relativo al movimiento envolvente de las caderas de Pastora mientras cocinaba y bailaba, silbaba y cantaba sus coplas con voz derretida, mirada confitada, sonrisa a punto de caramelo y suspiros tiernos.
Revisó por quinta vez la receta de la familia dictada meticulosamente al teléfono por su madre, después de prometer guardarle una porción del platillo. Satisfecha, le prodigó una mirada a aquellos borbollones que despedían un aroma provocativo, y como echaba de ver que si empezaba no se detendría, se alejó unos pasos a esperar la culminación de su afanoso trabajo, sin más confortación que un vaso de agua helada.
Giró, echó la cadera para un lado, sazonó, taconeó, escurrió el pescado, alcanzó el salero, mordisqueó rodajitas de rábano, se escoció con su picor. Y continuó el baile lento, pausado, intimo y solitario, Memo con su cara de albóndiga le lanzaba miradas acarameladas a fuego lento.
Cuando estuvo, sirvió. Bastante jugo de limón sobre el pescado bañado con la salsa cremosa, el queso fundiéndose sobre los chiles y el arroz blanco terminaba de llenar el plato. No solo los estómagos se sobrecogieron de emoción, aquello daba gusto verlo, pena tocarlo y avidez comerlo. Memo bebió el último sorbo de su taza, y anhelante llegó al encuentro de Pastora, con la mesa por delante. El ambiente se prestaba para un encuentro especial. La luna esplendida avanzó entre cortinas y alfombras hasta tocar con delicadeza los pies, ahora desnudos, de aquella cocinera en su ritual exótico.
¿Quién lavaría después los platos? ¿Y la costra que se fundió en la cocina? ¡Qué importaba!, se estaban dejando llevar por los sabores, degustaban y se perdían en ensueños. No era un banquete real, no consistía estrictamente en una cita romántica, ni tampoco la culminación de un festejo más allá de lo ordinario, trataba del placer de cocinarle a ella misma y a su hombre, la delicia de juntar el chile con el pescado, el laurel en la salsa, la pimienta con la pasión, el rojo del tomate a juego con aquel par de labios rojos que devoraban bocado otras bocado sus horas de entrega y deleite en la cocina.
De lejos, un juego de pólvora, y la luna entre sombras y luces, de nuevo entrometida, condimentaba alrededor. No hablaron, se limitaron a comer con cuidado el pescado. Muy disimulado, el Memo se sirvió de nuevo. Pastora sonreía.
-Deja para mamá (y para tío Carlos, que también me pidió) y cuidado con Antojitos que lo espanté y como sabe que eres un alcahueta, anda ahora detrás tuyo.
Así que cuando Memo volvió a terminar, no se contentaba con rebuscar boronas y limpiar el plato absorbiendo la salsa con el pancillo esponjoso y suave. Se volvió a verla con cara de haber comido jengibre y hombre grande y ella, implacable, negó con voz almibarada.
– A la próxima preparo más.
Saciados y llenos, Pastora no hizo aguardar la llegada del afrodisiaco postre. La combinación era diabólica: un turrón de almendras, la poderosa miel para endulzar no solo el postre sino la noche entera, con esencia de anís que según su abuela era infalible, cubierto de chocolate y con un vino tinto para degustarlo mejor. Además en la misma bandeja le ofrecía fresas, frambuesas y trocitos de piña. Reconocía que se estaba pasando de la raya, aquello más su ingrediente secreto…era una bomba.
Ansiosa, volteó a ver a Memo, a ver si acaso intuía su mirada nerviosa. Tal cual ella se lo había imaginado: Memo empezó a zafarse los zapatos, beberse los restos del vino, desabotonarse los botones del pantalón. ¡Oh! ¡Un momento! solo que entre bostezos, y terminó tirándose al sofá ronroneando ternuras en estado adormecido. Eso no fue lo esperado. Y cayó en la cuenta. Media hora antes había un mata-pasiones al alcance de la mano. Miró la taza a un lado, la olisqueó, con que eso era lo que se había estado tomando antes de la cena. Gimió descorazonada. Se había bebido la taza entera de valeriana y melisa en leche aún tibia, con su manía tan propia de no preguntar que se estaba tragando siempre que supiera bien. Pastora reservaba el remedio para doña Hortensia y su insomnio.
 No había nada que remediar. Le reclamó a la luna, consternada: ¿qué hacer con una mujer que se había devorado tres turrones tan apetitosos y prometedores, y asándose igualita que carne en barbacoa, y un hombre que se había tomado nada más y nada menos que un combo soporífero, y parecía frío como granizado sin sirope? En definitiva, para cocinar planeando noches pícaras hay que tener mucho cuidado.

3 comentarios:

Jacobino dijo...

Sin duda tiene un gran talento narrativo, una notable habilidad para hilvanar las palabras, pero a la historia le falta algo de substancia.

Suerte.

Anónimo dijo...

Muy previsible, bien escrito.

Calvin dijo...

Está escrito de una manera fresca, que aporta fluidez al relato. Sin embargo, a mi entender, al final se embarulla todo con el tema de la confusión de bebidas y se trata demasiado de explicar rematando con una moraleja que salvo en casos contados, para mi gusto, rara vez queda bien.

UN saludo