miércoles, 6 de julio de 2011

39- El navegante por El ángel de Llimona

   Me asomó sin prisa apoyándome en la barandilla de la balconada. Con la mirada perdida, las manos y el corazón caliente, fijo mí vista en el horizonte, y sin mas aplaudo mi decisión, sin mas sonrío en el interior.
   Me llega el aroma del mar, el sonido de las gaviotas, y una lágrima emocionada humedece mi cara.
   Y mi mente en aquel preciso momento, sublime y cargado de magia, me trasporta casi sin quererlo a aquella tarde de asurada de primavera, en la que el motor del coche decidió dejar de funcionar en plena senda arbolada. No sé cual era realmente el motivo que me había hecho emprender aquel viaje, pero los sucesos posteriores me fueron dando la pista para solucionar aquella duda.
   Entre los arboles descubrí un camino comarcal que seguramente conduciría a alguna población. Deje el coche abandonado y andando seguí aquel camino hasta llegar, como sospechaba, a una playa rodeada de antiguas casonas. Al aproximarme hacia el paseo marítimo pude oler el aroma de un guiso tal vez marinero. No pude resistir la tentación de entrar en el local del que procedía aquel seductor olor que en pocos segundos despertó mis jugos gástricos.
   Dentro, tras la barra de madera, una mujer de mediana edad me saludó alegremente. Sin poder dejar de mirar las bandejas de marisco recién cocido, intercambié con ella la preocupación de haberme visto obligado a dejar abandonado mi coche de segunda mano y solicite su ayuda para encontrar algún mecánico que pudiera echarme una mano.
   A pocos metros míos, un joven rubio, alto y con las manos manchadas de grasa se ofreció a acompañarme hasta el coche e intentar arrancarlo.
   Una hora después aparcábamos el coche frente a la taberna. El joven no permitió que le pagara su trabajo ,por lo que viendo las fuentes de alimentos que salían de la cocina invité al joven a comer, a él, con sonrisa franca le pareció justa la invitación.
   Concha, la mujer de mediana edad que regentaba el local, nos ofreció una carta extensa de aperitivos, primeros y segundos platos: marmitas de bonito y salmón, albóndigas de verdel, pescados a la parrilla o a la sal, bocartes y un sinfín de atrayentes opciones para saciar el apetito voraz de aquel joven y el mío.
   La mesa se lleno rápidamente con fuentes de marisco, las albóndigas que tanto me habían atraído, y un guiso propio de dioses con patatas y bonito. Tras alimentar nuestro estomago y nuestro sentido del gusto y olfato, nos trasladamos hasta la terraza que flanqueaba la taberna con vistas a la dorada playa.
   La vida recorría el muelle, llenaba de alegría y sensaciones inexplicables aquel lugar oportunamente encontrado sin haberlo preparado con anterioridad   en mi ruta. La huida de mi ciudad, de mi mundo, de mis problemas y la en principio incomoda avería del coche, me había hecho llegar a un pueblo desconocido para mi, que embriagaría mi alma.
   Entrada la tarde recorrí las calles empedradas del pueblo. En cada calle, en cada rincón, descubrí la historia dormida de la localidad. Se despertó en mí la idea quizá irracional de aposentar mis huesos definitivamente en aquel lugar.
   El olor del mar se mezclaba con los aromas salidos de los fogones, hornos y parrillas, y entonces, quién sabe si por destino o no, localice un restaurante cerrado en cuya puerta colgaba un cartel donde rezaba: “Se vende”.
Saqué el móvil de mi bolsillo. Sin pensar marqué el numero indicado en el cartel y al otro lado de la línea contestó una voz masculina. Tras una breve conversación nos citamos en la puerta del restaurante. Diez minutos después un hombre de avanzada edad y vestido pulcramente se acercó a mí tendiéndome la mano. Cortésmente le ofrecí la mía.  Abrió la puerta e inexplicablemente mi corazón se aceleró, me temblaron las piernas y mis manos comenzaron a sudar, pero a pesar de aquellas reacciones involuntarias, la ilusión y la alegría recorrieron cada poro de mi piel hasta calar hondamente en mi cuerpo y mente.
   Lo que vi allí dentro fue el sueño de un navegante de fuegos y cocinas, de un viejo marinero que había convertido la gastronomía en el arte de amar y sentir y que habiendo cumplido ya la edad de jubilarse, deseaba fervientemente ceder su sueño solo a quién pudiera continuar con él.
  Nos miramos por unos instantes y nuestros ojos traspasaron nuestras almas hasta darnos cuenta de que nadie comprendería porque, en aquella noche en la que ya despertaba el cálido verano, frente a mejillones en salsa y vino firmamos el acuerdo.
  Es posible que mis años de cocinero en otros bares y restaurantes han abierto el camino de mi profesión, pero un pueblo fascinante, unos bellos rincones, los aromas del puerto y sus tabernas y los ojos de aquel hombre son lo que verdaderamente han hecho, que hoy, apoyado en la balconada respire la brisa que me trae el mar, y apunto este de recibir a los que quizá serán mis amigos y clientes, los que llenaran mi vida dedicada a lo que siempre quise ser, un navegante entre fogones.

2 comentarios:

Jacobino dijo...

Otra anécdota, con numerosos errores ortográficos y demasiados adverbios acabados en mente.

Suerte.

Calvin dijo...

Los personajes osn interesantes y la hostoria curiosa. Sin embargo creo que si se rompiera la linearidad temporal ganaría. Por ejemplo, empezando el relato desde el restaurante nuevo. Luego retrocediendo al día del accidente y llegando al punto en el que el viejo y el nuevo dueño se dan la mano para el traspaso del lugar. NO solo sé, es sólo una idea. Es importante cuidar también las faltas de ortografía para que el texto no quede en un tono menor.

UN saludo