sábado, 9 de julio de 2011

48- Historias de taberna por La Ganduya

Yo me llamo Matilde, Matilde “La alboronía”
Cuando nací, me acomodaron en la habitación que daba justo enfrente de la taberna.
Todos los niños se dormían con nanas. Yo no.
La farola de la esquina repartía la luz, mitad al tabernero y mitad a mi cuarto. Tenía las cortinas espesas pero se filtraba la amarillenta candileja por las costuras.
Las sonajas de mi cuna se callaban en las noches de juerga y era el compás del tres por cuatro el que ponía música a la madrugada.
En las habitaciones que daban al patio, aquellas del olor a dama de noche y a jazmín, sólo se  acostaba el silencio.
En  la mía siempre había jolgorio, a veces el griterío me hacia acurrucarme bajo las sábanas, en aquellas disputas de taberna en las que el vino peleón intervenía a destajo. Delante de un vaso de vino se disertaba sobre los problemas vecinales, se cerraban tratos, se apostaba por la cosecha, se multiplicaban las alegrías y se sellaban amistades o se juraban enemigos.
Eso lo entendí yo mucho después, cuando la vida ciñó  a mi cintura la adolescencia y el delantal al mismo tiempo.
Había que lidiar con el hambre y me adosaron a la cocina de la Taberna de Pedro  como un adorno barato.  En el lote, entraba también el libro de recetas de la abuela Candelaria, una reliquia que mi familia guardó como preciada herencia  haciendo de la “alboronía” manjar de reyes  en virtud del ingrediente secreto, casi una pócima mágica que transformaba a quien la comía.
Envejecí oliendo a especias. Nunca los novios rondaron mi ventana ni tiraron piedras a la farola indiscreta de la esquina para ocultar un beso. “Hueles a alboronía” piropo frecuente que me helaba el corazón.
El cerrojo de la taberna chirriaba cada vez mas tarde y casi de madrugada, recogidos los cacharros, atravesaba la calle para encerrarme en mi cuarto, ese cuarto ya sin cuna, laberinto de sueños, hoy.
Al filo del invierno, la hoz, descansaba en el suelo mientras duraba la charla y  cabizbajos, los hombres iban al encuentro del jornal.
Esas horas sin bullicio mientras ellos iban al campo y las mujeres lavaban en los corrales, era mi tiempo para acudir a la escuela.
Allí aprendí muchas cosas, pero guardo lecciones  de aquellos que pasaron por la taberna de Pedro y que aportaron a mi vida un conocimiento que no está escrito en ningún libro.  
Aprendí que la carcoma de la soledad hace de los ricos la misma viruta, el mismo serrín que con aquellos que beben para olvidar que no tienen nada.
Las señales que dejaba la borrachera por las aceras, amedrentaban a los chiquillos, inofensivos despojos que ensartaban historias con una retahíla triste.
El tiempo es lo único que ha pasado, sobrevive mi ventana frente a la taberna, y en ella, las trampas apuntadas con tiza de generación en generación.
Mis cacerolas  guardan el secreto.
Y yo, yo no sé si soy la misma, mientras cuento esta historia  en  compañía de una copa de  vino  que me arranca la melancolía.
¡Va por ustedes!
No tengan miedo, no. No voy a cantar.

2 comentarios:

Jacobino dijo...

Unas memorias hiperbreves. La puntuación deja bastante que desear.

Suerte.

Calvin dijo...

Creo que el comienzo es interesante porque se describe el cuarto de la niña con la luz de la taberna y ya se entralazan los dos en una atmósfera que continúa. Luego sin embargo me parece que se vuelve un poco denso en cuanto a los recuerdos, en los que se aprecia una tristeza que no se explica, a mi parecer, demasiado bien. ¿La chica no tiene novios porque trabaja en el restaurante?

Un saludo