jueves, 4 de agosto de 2011

107- Banquete de Sabios por Imán

Egis de Rodas se afanaba en alcanzar la temperatura adecuada para que la cocción del pescado quedara perfecta, sin más ayuda que el fuego y unas hojas de parra, y ponía tanto empeño porque en aquella época el cocinero que inventaba un plato gozaba de los derechos de autor durante todo un año. Con un abanico que movía rítmicamente provocaba que las llamas calentaran tan ansiado manjar.
Cuando el pescado, estuvo en su punto echó las especias que tenía a mano y que nunca faltaban en su cocina: laurel, tomillo, orégano, retama, salvia, cilantro y malva y como no podía faltar un chorreón de aceite de oliva de primer prensado que le suministraba su amigo Demetrius que tenía un gran campo de olivos fuera de la ciudad.
Observó el resultado. A la vista se advertía el contraste entre el blanco de la  carne y el colorido de las hierbas de su adobo. Acercó  al plato su pequeña nariz, motivo de burla en su niñez por creer sus amigos que con tan chico apéndice no era capaz de oler ni una flor que estuviera pegada a su cara, y…umm… el aroma borró el olor fresco del mar que entraba por su amplia terraza. Decidió que tan tremendo plato era digno de ofrecer a la mismísima Diosa Deméter, así que para celebrarlo se sirvió  vino y con la vasija en la mano su mirada se perdió en la lejanía donde se unía el cielo con el mar en una línea imperceptible.
Al día siguiente lo tenía decidido, llamaría a sus amigos cocineros para contarles sus investigaciones, así que después de encomendarle a su criado Eudor que fuera a las casas de aquellos y que les dijera que su amo los invitaba a un almuerzo y a disfrutar de un buen vino.
Cuando el sol estaba en lo más alto de cielo de un  magnífico día de verano,  fueron llegando los artesanos: Apctonete de Atenas conocido por la invención de la morcilla, Nereo de Quíos inventor del caldo de congrio y autor de recetas para la preparación de este, Euthymio creador de un recetario para cocinar lentejas, Aristión de Corinto maestro cocinero y creador de banquetes especiales con guisos exóticos, Lanibrias inventor de la salsa negra con sangre, Aristión, inventor de infinidad de platos entre ellos de la cocina de la evaporación, Apetonete inventor del embutido,  Zimites el pastelero Maestro de Repostería, Cigofilo el Maestro de los huevos llamado así por su invención del huevo pasado por agua, el huevo duro, y la tortilla siendo famosa la de sangre de liebre, su amigo Lambrias y su compañero Chariades a quien nadie sobrepujó en ciencia culinaria.
 El aire olía a deliciosa sopa de mar mezclado con el de la brisa marina y el de los árboles del jardín, jazmines, olivos, y flores de todos los colores y formas. En el centro del patio y junto a la fuente que daba frescor se encontraban mesas alargadas llenas de bandejas con infinitos manjares: liebre cazada con arco y flecha, caldo negro que consistía en mezcla de carne picada, grasa de cerdo, vinagre, sal  e hierbas aromáticas regadas  con sangre,  congrios de Sicione, anguilas del lago Copays, sardinas de Phalerio, pecho de atún, lomos de la raya, deliciosa tajada de Deméter que era carne asada acompañada de pan, rodaballo, dorada, salmón, pulpo, pez espada y esturión, piezas de pan cocidas en planchas de hierro y a fuego de leña y  para regar todo ello el mejor vino de la isla, el que daban sus vides en su vertiente occidental bajo el pico montañoso de Ataviros, a 490 kilómetros de Atenas.
Después de saludarse todos y de dedicarles tan fastuoso banquete a la Diosa Adefaguía, la del Buen Comer, se instalaron tendidos en lechos como era costumbre, es decir con el codo izquierdo apoyado en una almohada utilizando únicamente los dedos de la mano derecha para tomar alimentos.
 Cuando llevaban poco tiempo comiendo entró por el arco del patio el gran poeta Arquestrato, llamado por el sobrenombre de “Hesiodo de los Gourmets”, de aspecto tan delgado a pesar de ser tan docto en el arte del bien comer e incansable viajero  ante el  que todos se inclinaron saludándolo después con vítores y aplausos. Este siempre suponía una gran animación en las comidas entre los sabios cocineros, porque siempre que volvía de algunos de sus viajes, recorriendo tierra y mares les narraba a sus amigos que había despertado su apetito y donde se encontraba lo mejor y lo más suculento a lo que los maestros cocineros le animaban a que todos esos conocimientos los reflejara por escrito en algún tratado de cocina o libro, donde reflejara las diferentes formas del arte coquinario y cada uno fue apuntando cómo debía de llamarse. Unos que si “Gastronomía”, otros que si “Gastrología” y otros “Hedipathia”. En su animada charla también hablaron de compañeros que se habían marchado a Roma, junto con literatos, gramáticos y profesores  para propagar sus conocimientos,  y de  la belleza de sus mujeres.
Cuando más animada estaba la reunión escucharon como los perros comenzaban a aullar, a ladrar de forma nerviosa y a correr en círculos y cómo  bandadas de pájaros se alejaban de la costa hacia las montañas del interior de la isla, los gatos corrían a esconderse y las nubes adoptaban colores extraños y formas de plumas.
 Al poco tiempo  el suelo comenzó a moverse. Fueron varias sacudidas bruscas. El agua de una jarra empezó a burbujear y todos callaron.
La Tierra tembló durante unos interminables segundos durante los cuales los amigos callaron y se agarraron a sus lechos.
Pasados unos minutos, el cielo se despejó, y los animales volvieron a salir de sus escondrijos y todo volvió a la normalidad.
 Después de comprobar los amigos que ninguno había sufrido daños, revisaron  que la comida tampoco se hubiere deteriorado, pero… ¡¡Oh!! cual fue la sorpresa de Egis, al comprobar que en un recipiente en el que había hierba de albahaca se había volcado el aceite de una vasija que se encontraba justo al lado y con el movimiento sísmico se había realizado una  olorosa emulsión de  aceite perfumado que Egis no tardó en verter sobre una fuente donde reposaba una preciosa y fresca dorada y con el corazón latiéndole con fuerza pudo comprobar cómo tras dárselo a probar a sus amigos estos alabaron su hallazgo y  todos declararon que dicha exquisitez  sería a partir de ese día y durante un año el plato por el que Egis de Rodas podría  gozar de los derechos de autor.
 Así que Egis, tan contento como estaba, decidió regalar a cada comensal con una ánfora con aceite de oliva de primera, de los olivos que tardan dieciséis años en dar frutos, mientras en su interior daba gracias y a la vez pedía perdón por pensar así, a la Diosa Deméter, por tan oportuno temblor de tierra…

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Mucha "erudición" pero no hay tensión narrativa, anécdota estirada. Además ¿desde cuándo tienen pecho? Aclara asuntos ya sabidos: si se sabe que se desarrolla en la antigüedad, para qué aclarar que el fuego es de leña...

Jacobino dijo...

Demasiada enumeración y poca acción causan que el relato se indigeste. Además, chirría la mezcla de lenguaje culto y coloquial, y, cómo no, la puntuación.

Sinceramente, no entiendo cómo tanta gente que pretende escribir falla a la hora de puntuar, algo que es de veras sencillo siguiendo unas pocas normas:

http://lenguayliteratura.org/mb/index.php?option=com_content&view=article&id=189:el-arte-de-poner-comas&catid=321&Itemid=122

Calvin dijo...

La idea de situar el realto en la anigüedad le da n toque e originalidad, pero el relato con esa profusión de nombres se hace muy pesado, desde mi punto de vista.


un saludo

Fátima dijo...

Se hace extraño combinar diferentes registros del lenguaje tan indistintamente.

Anónimo dijo...

"La coma, esa puerta giratoria del pensamiento"