La sublevación de los moriscos en las Alpujarras granadinas nos
quedaba lejos, pero el metálico sonido de las cimitarras chocando contra
poderosos mandobles de acero toledano sonaban en mis sienes causándome un
desasosiego impropio de mí. Vendrían, ya fueran los turcos otomanos que
apoyaban al traidor de Abén Aboo, que un par de años antes había asesinado a su
primo el noble morisco Abén Humeya (el cual había encabezado aquel vergonzoso
levantamiento en contra de los intereses de la corona española), ya fueran las
huestes comandadas por don Juan de Austria, agotadas después de una terrible
batalla final. Y yo me comía las uñas pensando en que muy probablemente el
valeroso capitán general del Mar -hermano del ingrato Felipe II- marcharía
hacia Jaén cansando, frustrado y con un humor de perros. Nada había en medio de
aquella tierra de nadie reconquistada no hacía tanto salvo mi humilde hogar, mi
lozana mujer y mis tres voluntariosas hijas. De hecho, frente a la belleza que
éstas habían heredado de su madrecita, aquello parecía más un lupanar en medio
del páramo que la morada de un donnadie dueño de una quesería. Pero Encina
Hermosa no era parada de postas ni hospedería, y las legumbres que manyábamos
eran obtenidas del trueque pues tras una horrible sequía las mieses apenas
habían crecido, las cabras palidecían y en la fresquera solo conservábamos
siete quesos de merina. Aldoncilla, la menor de mis hijas, llegó entonces
corriendo del cerro más cercano para contarme que un ejército bien pertrechado
cabalgaba atravesando el llano y levantando una espesa polvareda tras de sí. Mi
esposa me atravesó con su esmeraldina mirada. Su ascendencia asturiana la había
dotada a ella y a todas nuestras nenas de un cabello castaño que se doraba en
el estío y las hacía aún más irresistibles frente a cualquier santo varón:
-¿Qué hacemos, Justino? Apenas tenemos un par de quesos,
cebollas y una tinaja de vino tinto -me espetó sobresaltada.
-Pero es del bueno: el ventero me dijo que era de Aranda... Y
además contamos con bastantes huevos y quilos de esa maldita batata que nadie
quiere.
-Pues ya me dirás que vas a ofrecerle a todo un regimiento -y mi
despabilada campesina dio un repaso a nuestras bellas hijuelas. Todas habían
heredado la armonía de los rasgos propios de una auténtica Venus y aquella
abundante y consoladora pechera, y por eso temí más por ellas que por mí
mismo-. No debimos aceptar esas malditas papas de las Indias que solo los
salvajes saben apreciar. Debimos exigirle cecina y pieles al listo del buhonero
por nuestros buenos quesos.
-No están los tiempos para exigencias, María Cristina... Con la
conquista de las Américas y las guerras con Francia los dineros se quedan en
los más importantes puertos. Los pobres somos más pobres, y además nosotros
vivimos en medio de la nada -y justo entonces escuché a los caballos
relinchando y a los hombres con sus quejas a viva voz, y sentí que el tórrido
aire se enrarecía empapado con mi propio temor. Cuando abrí el portón de mi
“castillo” vi relumbrar tras una niebla de polvo al yelmo de un mariscal de
campo con el ceño fruncido. El tipo se adelantó a la comitiva que le secundaba
y se plantó frente al vano de mi puerta. Era un hombre maduro y fornido,
temible, y bajo el carmíneo manto de su capa brillaba un dorado medallón. El
caballero escrutó mi mirada con firmeza y luego deslizó sus olivas sobre las
figuras de las mujeres de mi aterrorizada familia.
-Me llamo Sancho de Lizarra, y soy descendiente de Juan III de
Albret. Mis hombres y yo acabamos de ayudar a don Juan a librar a España de esos
moriscos sublevados, y te juro, campesino, que estamos tan hambrientos como
fatigados. Alimenta a mis soldados, aldeano, o tomaremos a tus hijas para
calmar el dolor de nuestras muchas heridas, y yo me contentaré con la más vieja
de ellas, que es la más esbelta mujer de cuantas he visto en mucho tiempo -el
rostro de mi esposa, ensombrecido por la lobreguez de nuestra caverna, se
contrajo presa del horror.
-En veinte minutos a lo sumo os serviré sobre esta mesa el mejor
de los manjares que hayáis probado jamás acompañado por un vino de la ribera
del Duero que hará las delicias de vuestro exigente paladar. -Mis complacientes
palabras sosegaron el ardoroso espíritu de aquel curtido guerrero, que dio
taxativas órdenes a los suyos para que desmontaran y saciaran su sed con las
aguas de nuestro pozo.
-¿Qué diablos vas a ofrecerle a esa mala bestia? -susurró mi
amada esposa mientras nuestras hijas se empleaban como aguadoras.
-Lo cierto es que, con lo poco que tenemos en el granero, es
mejor que juntemos todo y que les ofrezcamos algo “nuevo” a partir de todo
ello.
Pensé que para un noble de alta cuna el pan con cebolla era poco
más que un insulto, y que “a falta de pan buenas son tortas”. Porque eso era
precisamente lo iba a guisar con la santa cualidad que había heredado de mi
abuela Justina, de quien había sacado nombre y poca guapura pero ingenio a
manos llenas-. Las papas cocidas no las quiere nadie, pero aún tenemos una
jarrita de aceite de oliva. Haz que las niñas pelen patatas y tú ve guisándolas
en la cazuela. Luego
añádeles unas cebollas bien picadas. Yo entretanto iré a por los pocos huevos
que esas pitas han puesto, pues son tan viejas que ya no valen para la cazuela.
-¿Pero qué demontres vas a guisar, Justino? -y yo me quité a mi
amor de encima con una enérgica señal, y después me encomendé a la Virgen para
que preservara la honra de mis mujercitas como ella misma había logrado hacer
en contra de las leyes de la
naturaleza. Y a buena fe que cociné todo lo rápido que pude
con la imagen del medallón que ostentaba aquel orgulloso general en mi cabeza.
Y así hice una docena de tortas doradas con el huevo crudo y las papas medio
cocidas. Y juro que aquella cosa olía que alimentaba, mas yo no osé probar tal
merienda: si erraba mis hijas serían deshonradas y por el desierto rodaría mi
hermosa cabeza. Minutos después de acabar la faena presenté la vianda a mi
nuevo señor, que se maravilló ante el aspecto de aquella masa hecha con los
productos más humildes que un labriego puede llegar a cosechar.
-¿Qué es esto que me ofreces, gañán? -preguntó don Sancho
enojado.
-Se trata del producto obtenido de una receta familiar que se ha
conservado en la familia a lo largo de décadas. Es toda una ambrosía con la que
mis ancestros agasajaron a los reyes católicos en una visita que hicieron al
último rey nazarí.
-¡Maldito moro! Pero bien que vivía aquel adorador de Alá...
¡Sírveme pues esa cosa y pruébala antes tú mismo!, pues no quisiera morir
emponzoñado con semejante manjar -añadió con ironía el barbudo general. Corté
una esquina y la probé... y cerré los ojos completamente asombrado... Eché una
vista hacia el cielo, a un lado de donde brillaba un sol cegador. ¡Aquello
estaba realmente bueno! Don Sancho, al cual le roían las tripas, atrajo el
plato hacia sí, probó la comida y se maravilló aún más que yo. Luego se sonrío
complacido y engulló lo que le restaba.
-Tan bueno está esto, bellaco, que me siento revivir... Y con
este vino y esas tapas de queso de oveja soy el hombre más feliz de la dehesa.
¡Comed caballeros y respetad a las hijas del mesonero, pues jamas he catado
delicia como ésta!
Y así conservé mi pescuezo gracias a la imaginativa cholla que
envuelve este cerebro. Y así protegí la honra de mis preciosas niñas, quienes,
pese a ciertos agravios verbales, siguieron tan honorables como ya lo eran
antes de tan inesperada visita. Por descontado decidí montar un exitoso mesón,
y el largo
nombre de aquella receta se quedó en “tortilla”, pues tortas parecían aunque
fueran soles y aunque supieran a manjar de dioses degustado en verano hacia el
brillante mediodía.
3 comentarios:
El ingenio que sin duda posee el relato es desmerecido por el exceso de epítetos innecesarios, la mezcla de lenguaje culto y coloquial y algún anacronismo.
Suerte.
Es bueno pero le faltan comas.
ME parece original el relato, y la forma de narrarlo es correcta, imitando el léxico de la época. El rpincipio es a mi entender lo más flojo. El primer párrafo es muy farragoso. Por lo demás creo que el relato, como digo está bien contado.
UN saludo
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