Leopold Bray miró desde la gabarra el estuario del
Támesis que se abría ante él dejando Londres a sus espaldas. Aquel horizonte
inabarcable le produjo un nudo en la garganta. En Gravesend
le esperaba el mercante que lo habría de llevar por las colonias ultramarinas.
Leopold no era marino, no era aventurero, no era realmente nada salvo el mejor
paladar de Gran Bretaña al servicio de Su Majestad la Reina Victoria, en
un momento en el que la cocinera real había muerto a los noventa años de edad.
Hacía falta el mejor sustituto, pero Leopold carecía por completo de habilidad
culinaria, solo un gran paladar, por ello le encomendaron la función de
rastrear cocineros por los confines del Imperio. De Gales, de Irlanda y de
Escocia traía cocineros con resultado desastroso. La miseria les había llevado
a cocinar únicamente patatas, cardos y huesos de cordero, cuando la Reina
sentía predileccón por las perdices y demás carne de ave. Leopold tuvo noticia
de una cocinera dublinesa que trabajaba en un hospicio para enfermos y niños
huérfanos. La Reina se indignó al saber que los tullidos y los bastardos comían
en Gran Bretaña mejor que su monarca. Leopold fue enviado a Dublín. Ella lo
recibió con una dulzura extrema. Se sentía indigna de Su Majestad, ya que solo
mataba el hambre de los necesitados. Pasó a cocinar para Leopold Bray, que la
observó ilusionado. Tras años de búsqueda, por fin podría satisfacer a Su
Majestad la
Reina Victoria. Penny O’Sullivan era todo dulzura y cogía el
clavo como si fuera oro y esparcía el tomillo como si fueran lágrimas e incluso
la sal tomaba el valor de los diamantes entre sus dedos. Y siempre esa sonrisa
perenne en su rostro que indudablemente transmitía a todo lo que hacía y a
todos los que tomaban de sus alimentos. ‘La cocina es amor’, aseguraba la mujer
mientras recorría la cocina con la gracilidad de un cisne, ‘yo amo a mis
niños’, repetía sin distinguir huérfanos de
enfermos.
Fue una decepción. El pato con col lombarda e higos secos hizo las
delicias de los comensales, las autoridades locales y la comitiva real de
Leopold Bray. Pero él no se dejó engañar por los sabores aromáticos y la
retórica de las salsas grasientas. No dejaba de ser una muestra ramplona de
cocina irlandesa, que solo destacaba entre ollas de patatas y sopas de piedras
del país. Sin embargo estaba desesperado por acabar con su empresa y la llevó a
Londres. La presentó en Buckingham Palace a sabiendas de que también allí
pasaría desapercibida su mediocridad. A todos incluso a la Reina Victoria.
Penny O’Sullivan preparó para la Familia Real el menú
de sopa de almendras y perdices del príncipe que a todos hicieron felices. Como
era costumbre, Leopold Bray debía expresar sus sensaciones. Sin embargo la
precisión de su paladar no coincidía con sus palabras y la Reina Victoria hizo
llamar a la
cocinera. Penny O’Sullivan llegó con su sonrisa perenne y
haciendo genuflexiones cada dos metros.
‘Levántate,
mujer’, le ordenó. ‘¿Con qué has hecho esta sopa? ¿Con los miembros de tus
tullidos? Delvolved a esta mujer a la leprosería de donde viene’. Acto seguido
miró a Leopold Bray y le dijo, ‘y tú, bastardo. Mañana partes en un bergantín a
las colonias del Índico. Vuelve con un cocinero que sepa hacer algo decente con
una perdiz o no vuelvas, si no quieres que haga desfilar a todo Londres ante la
pira donde asarán tu cabeza dando vueltas en la punta de una pica’.
Y ese era el motivo por el que Leopold Bray se
veía entonces sobre la la baranda de un buque, dehaciéndose entre arcadas de
los restos que quedaban en su estómago de las perdices de Penny O’Sullivan. No
era la primera vez que embarcaba en una empresa parecida, años antes había sido
enviado a colonias en busca de especias y platos exóticos dignos de la persona
más poderosa del mundo. Esta empresa se le antojaba imposible. Sabía que no iba
a encontrar a un indígena capaz de satisfacer los gustos occidentales. En
Matadi, el Zaire, reclutó a un cocinero indígena adiestrado por los miembros
ingleses de las compañías mineras que operaban en la zona. Aún bordeando la
costa africana reclutó al cocinero islandés de un mercante, maestro en el
ahumado y conservación de pescado, pero dudoso con las aves. Ya en Catai
secuestró a la cocinera de un reyezuelo local, aunque sus platos excesivamente
especiados necesitaban de un adiestramiento severo. Y en Bombai compró a dos
cocineros con también muchas posibilidades, comenzando así el viaje de vuelta,
tras ocho meses.
En ese transcurso de tiempo había fondeado la nave
en todos los rincones del Índico y había remontado con naves ligeras el curso
de docenas de ríos. Había probado las tripas de carnero, los ojos de cocodrilo,
el asado de mono e incluso la carne humana, con engaños, en las costas de
Madagascar. Nada satisfizo del todo a Leopold. Sin embargo en el viaje de
vuelta se cruzaron con varias expediciones británicas que les hablaron de un
poblado en Anatolia, donde una mujer con dieciocho hijos era capaz de cocinar
los mejores faisanes del mundo. Tomó el Canal de Suez y atravesó el Bósforo
hasta una región recóndita. Aún había que remontar un río en una chalupa de
vapor del ejército de Su Majestad, si bien tuvo que obligar a los soldados, que
se resistían mentando el nombre de la cocinera: ‘Kaya’. Tras medio día de
excursión, el río se estrechó hasta ser innavegable. El ambiente brumoso y un
olor intenso aún le daba una mayor tenebrosidad. Leopold Bray fue invitado a
desembarcar en la orilla.
El salvaje local que actuaba de fogonero le indicó con la
mano un ‘dos’ y empujó su nave a la deriva de la corriente. Leopold
entendió que no volvería hasta dos días después. Ordenó que no huyera. Pero fue
en vano, la tripulación desoyó las órdenes. ‘Nadie quiere venir aquí’, oyó a
sus espaldas, ‘esa cocinera provoca más heridos que el enemigo’. El
destacamento eran siete soldados al abrigo de unas rocas. Desde lejos pudo ver
a la cocinera con los pucheros al aire libre y un faisán en una cazuela sobre
las brasas en el interior de unas rocas que hacían las veces de horno de piedra.
Leopold percibió el aderezo, las distintas especias y la salsa trabada con
esfuerzo y presuponía con amor. Hasta que ella se dio cuenta de su presencia y
los recibió con una mirada desconfiada que se transformó en ira. Un cazo salió
volando en dirección a ellos. El soldado habló en su idioma local mientras
levantaba el brazo en señal de clemencia. La respuesta de la mujer fue abrupta.
Entre gritos y gestos desapareció sin dar explicaciones. Era la señal. Los soldados por
fin podían acudir a cenar sin peligro. Leopold comió con ellos y por fin supo,
desde el primer bocado, que había encontrado a su cocinero. Lo que no sabía era
cómo llevarlo hasta Londres.
Dos
semanas después estaba en las cocinas de Buckingham. Kaya Gurkoglu odió las
cocinas inglesas desde el primer instante. Odió Londres desde el primer
instante. Odió a la
Reina Victoria desde el primer encuentro, aún encadenada y
amordazada para que no irrumpiera en insultos. Solo el trato preferente
dispensado a sus dieciocho hijos la convenció de que su sacrificio tenía
compensaciones. Y solo el goce exclusivo de sus guisos convenció a la Reina Victoria. Solo
a ella se permitía irrumpir en los salones reales y dirigirse a Su Majestad en
su pobre inglés: ‘Tú. Qué cenar’. Y cuando la Reina dudaba, aún la apremiaba
sin contención, ‘qué gusta. Yo voy a hacer la cena, yo voy a hacer
el trabajo. Solo quiero saber qué quiere’. Y acababa la frase con un tono agudo
que amedrentaba incluso a la
propia Reina.
Pero de esas manos salían los mejores platos del
Imperio. Especialmente por la combinación del sabor a canela, el comino y el
estragón. Y de la cocina del palacio de Buckingham estuvieron saliendo durante
décadas los mejores guisos, junto a las cacerolas volantes y los gritos
incontenidos de la cocinera de la Reina Victoria.
9 comentarios:
Un relato formidable, en el que se consigue mezclar la gastronomía con la épica.
Enhorabuena.
Siento discrepar con Jacobino.
A mi juicio este relato es anodino. No existe nudo ni desenlace y carece de tensión narrativa. Además, está dudosamente puntuado y su gramática y léxico prodrían fácilmente mejorarse.
Pero, en fin, para gustos se hicieron los colores.
Coincido punto por punto con María, el saber escribir no implica literatura.
En un relato frondoso y conseguí leerlo hasta el fin. Me parece que tiene calidad. Alvaro
No sé por qué dice María que el relato no tiene nudo ni desenlace. Hay un conflicto, la reina quiere cocinero. se plantea y se resuelve tras una búsqueda a lo largo de numerosas tierras. Al final tenemos incluso a la cocinera en Londres, lo cual está bien, no ha terminado el realto con encontrarla y ya. Yo creo que es divertido, original, y mi único pero sería que se utilizan frases para dar explicaciones que creo que se deberían obiar o matizar. Hacerlo más sutil, para que fluya. Cmo ejemplo:Y ese era el motivo por el que Leopold Bray se veía entonces sobre la la baranda de un buque. Creo que se podría suprimir y quedaría mejor. Ya sabemos los lectores eso. Por lo demás, me ha gustado mucho. Buen relato.
Un saludo
Le dejo mi voto.
Suerte.
Es precioso, felicidades
Enhorabuena por el premio.
Muchas felicidades por el premio. Esta felicitación va del 18 al 81, ¡qué curioso juego de números los de los dos primeros ganadores!
PIAGET
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