jueves, 21 de julio de 2011

81- Un cocinero para la Reina Victoria por John Jairo

Leopold Bray miró desde la gabarra el estuario del Támesis que se abría ante él dejando Londres a sus espaldas. Aquel horizonte inabarcable le produjo un nudo en la garganta. En Gravesend le esperaba el mercante que lo habría de llevar por las colonias ultramarinas. Leopold no era marino, no era aventurero, no era realmente nada salvo el mejor paladar de Gran Bretaña al servicio de Su Majestad la Reina Victoria, en un momento en el que la cocinera real había muerto a los noventa años de edad. Hacía falta el mejor sustituto, pero Leopold carecía por completo de habilidad culinaria, solo un gran paladar, por ello le encomendaron la función de rastrear cocineros por los confines del Imperio. De Gales, de Irlanda y de Escocia traía cocineros con resultado desastroso. La miseria les había llevado a cocinar únicamente patatas, cardos y huesos de cordero, cuando la Reina sentía predileccón por las perdices y demás carne de ave. Leopold tuvo noticia de una cocinera dublinesa que trabajaba en un hospicio para enfermos y niños huérfanos. La Reina se indignó al saber que los tullidos y los bastardos comían en Gran Bretaña mejor que su monarca. Leopold fue enviado a Dublín. Ella lo recibió con una dulzura extrema. Se sentía indigna de Su Majestad, ya que solo mataba el hambre de los necesitados. Pasó a cocinar para Leopold Bray, que la observó ilusionado. Tras años de búsqueda, por fin podría satisfacer a Su Majestad la Reina Victoria. Penny O’Sullivan era todo dulzura y cogía el clavo como si fuera oro y esparcía el tomillo como si fueran lágrimas e incluso la sal tomaba el valor de los diamantes entre sus dedos. Y siempre esa sonrisa perenne en su rostro que indudablemente transmitía a todo lo que hacía y a todos los que tomaban de sus alimentos. ‘La cocina es amor’, aseguraba la mujer mientras recorría la cocina con la gracilidad de un cisne, ‘yo amo a mis niños’, repetía sin distinguir huérfanos de  enfermos.
Fue una decepción. El  pato con col lombarda e higos secos hizo las delicias de los comensales, las autoridades locales y la comitiva real de Leopold Bray. Pero él no se dejó engañar por los sabores aromáticos y la retórica de las salsas grasientas. No dejaba de ser una muestra ramplona de cocina irlandesa, que solo destacaba entre ollas de patatas y sopas de piedras del país. Sin embargo estaba desesperado por acabar con su empresa y la llevó a Londres. La presentó en Buckingham Palace a sabiendas de que también allí pasaría desapercibida su mediocridad. A todos incluso a la Reina Victoria.
Penny O’Sullivan preparó para la Familia Real el menú de sopa de almendras y perdices del príncipe que a todos hicieron felices. Como era costumbre, Leopold Bray debía expresar sus sensaciones. Sin embargo la precisión de su paladar no coincidía con sus palabras y la Reina Victoria hizo llamar a la cocinera. Penny O’Sullivan llegó con su sonrisa perenne y haciendo genuflexiones cada dos metros.
‘Levántate, mujer’, le ordenó. ‘¿Con qué has hecho esta sopa? ¿Con los miembros de tus tullidos? Delvolved a esta mujer a la leprosería de donde viene’. Acto seguido miró a Leopold Bray y le dijo, ‘y tú, bastardo. Mañana partes en un bergantín a las colonias del Índico. Vuelve con un cocinero que sepa hacer algo decente con una perdiz o no vuelvas, si no quieres que haga desfilar a todo Londres ante la pira donde asarán tu cabeza dando vueltas en la punta de una pica’.
Y ese era el motivo por el que Leopold Bray se veía entonces sobre la la baranda de un buque, dehaciéndose entre arcadas de los restos que quedaban en su estómago de las perdices de Penny O’Sullivan. No era la primera vez que embarcaba en una empresa parecida, años antes había sido enviado a colonias en busca de especias y platos exóticos dignos de la persona más poderosa del mundo. Esta empresa se le antojaba imposible. Sabía que no iba a encontrar a un indígena capaz de satisfacer los gustos occidentales. En Matadi, el Zaire, reclutó a un cocinero indígena adiestrado por los miembros ingleses de las compañías mineras que operaban en la zona. Aún bordeando la costa africana reclutó al cocinero islandés de un mercante, maestro en el ahumado y conservación de pescado, pero dudoso con las aves. Ya en Catai secuestró a la cocinera de un reyezuelo local, aunque sus platos excesivamente especiados necesitaban de un adiestramiento severo. Y en Bombai compró a dos cocineros con también muchas posibilidades, comenzando así el viaje de vuelta, tras ocho meses.
En ese transcurso de tiempo había fondeado la nave en todos los rincones del Índico y había remontado con naves ligeras el curso de docenas de ríos. Había probado las tripas de carnero, los ojos de cocodrilo, el asado de mono e incluso la carne humana, con engaños, en las costas de Madagascar. Nada satisfizo del todo a Leopold. Sin embargo en el viaje de vuelta se cruzaron con varias expediciones británicas que les hablaron de un poblado en Anatolia, donde una mujer con dieciocho hijos era capaz de cocinar los mejores faisanes del mundo. Tomó el Canal de Suez y atravesó el Bósforo hasta una región recóndita. Aún había que remontar un río en una chalupa de vapor del ejército de Su Majestad, si bien tuvo que obligar a los soldados, que se resistían mentando el nombre de la cocinera: ‘Kaya’. Tras medio día de excursión, el río se estrechó hasta ser innavegable. El ambiente brumoso y un olor intenso aún le daba una mayor tenebrosidad. Leopold Bray fue invitado a desembarcar en la orilla. El salvaje local que actuaba de fogonero le indicó con la mano un ‘dos’ y empujó su nave a la deriva de la corriente. Leopold entendió que no volvería hasta dos días después. Ordenó que no huyera. Pero fue en vano, la tripulación desoyó las órdenes. ‘Nadie quiere venir aquí’, oyó a sus espaldas, ‘esa cocinera provoca más heridos que el enemigo’. El destacamento eran siete soldados al abrigo de unas rocas. Desde lejos pudo ver a la cocinera con los pucheros al aire libre y un faisán en una cazuela sobre las brasas en el interior de unas rocas que hacían las veces de horno de piedra. Leopold percibió el aderezo, las distintas especias y la salsa trabada con esfuerzo y presuponía con amor. Hasta que ella se dio cuenta de su presencia y los recibió con una mirada desconfiada que se transformó en ira. Un cazo salió volando en dirección a ellos. El soldado habló en su idioma local mientras levantaba el brazo en señal de clemencia. La respuesta de la mujer fue abrupta. Entre gritos y gestos desapareció sin dar explicaciones. Era la señal. Los soldados por fin podían acudir a cenar sin peligro. Leopold comió con ellos y por fin supo, desde el primer bocado, que había encontrado a su cocinero. Lo que no sabía era cómo llevarlo hasta Londres.
Dos semanas después estaba en las cocinas de Buckingham. Kaya Gurkoglu odió las cocinas inglesas desde el primer instante. Odió Londres desde el primer instante. Odió a la Reina Victoria desde el primer encuentro, aún encadenada y amordazada para que no irrumpiera en insultos. Solo el trato preferente dispensado a sus dieciocho hijos la convenció de que su sacrificio tenía compensaciones. Y solo el goce exclusivo de sus guisos convenció a la Reina Victoria. Solo a ella se permitía irrumpir en los salones reales y dirigirse a Su Majestad en su pobre inglés: ‘Tú. Qué cenar’. Y cuando la Reina dudaba, aún la apremiaba sin contención, ‘qué gusta. Yo voy a hacer la cena, yo voy a hacer el trabajo. Solo quiero saber qué quiere’. Y acababa la frase con un tono agudo que amedrentaba incluso a la propia Reina.
Pero de esas manos salían los mejores platos del Imperio. Especialmente por la combinación del sabor a canela, el comino y el estragón. Y de la cocina del palacio de Buckingham estuvieron saliendo durante décadas los mejores guisos, junto a las cacerolas volantes y los gritos incontenidos de la cocinera de la Reina Victoria.

9 comentarios:

Jacobino dijo...

Un relato formidable, en el que se consigue mezclar la gastronomía con la épica.

Enhorabuena.

María dijo...

Siento discrepar con Jacobino.

A mi juicio este relato es anodino. No existe nudo ni desenlace y carece de tensión narrativa. Además, está dudosamente puntuado y su gramática y léxico prodrían fácilmente mejorarse.

Pero, en fin, para gustos se hicieron los colores.

Anónimo dijo...

Coincido punto por punto con María, el saber escribir no implica literatura.

Anónimo dijo...

En un relato frondoso y conseguí leerlo hasta el fin. Me parece que tiene calidad. Alvaro

Calvin dijo...

No sé por qué dice María que el relato no tiene nudo ni desenlace. Hay un conflicto, la reina quiere cocinero. se plantea y se resuelve tras una búsqueda a lo largo de numerosas tierras. Al final tenemos incluso a la cocinera en Londres, lo cual está bien, no ha terminado el realto con encontrarla y ya. Yo creo que es divertido, original, y mi único pero sería que se utilizan frases para dar explicaciones que creo que se deberían obiar o matizar. Hacerlo más sutil, para que fluya. Cmo ejemplo:Y ese era el motivo por el que Leopold Bray se veía entonces sobre la la baranda de un buque. Creo que se podría suprimir y quedaría mejor. Ya sabemos los lectores eso. Por lo demás, me ha gustado mucho. Buen relato.

Un saludo

Jacobino dijo...

Le dejo mi voto.

Suerte.

Fátima dijo...

Es precioso, felicidades

Jacobino dijo...

Enhorabuena por el premio.

Anónimo dijo...

Muchas felicidades por el premio. Esta felicitación va del 18 al 81, ¡qué curioso juego de números los de los dos primeros ganadores!
PIAGET