martes, 28 de junio de 2011

22- A los postres por GOTX

    Al pasar cada día por delante de la tienda, él se preguntaba cuando se atrevería a entrar. Y no entró ese día ni al siguiente ni hasta dentro de muchos. Tuvo que llover, tuvo que nevar, vendavales llegaron que se llevaron las hojas de las calles, que limpiaban el cielo de una ciudad que por momentos se sumergía en un negro color y que de repente resurgía con azules límpidos que presagiaban que ese sería el día. Y ese día llegó y fue miércoles, y fuera la mañana respiraba despacio, latente, pero él no, él respiraba agitado, casi sin dormir, nervioso, tiritando diría, temblando, su cabeza loca, que absurdo, pensó. Y dio el paso y asió la manija de la puerta y pensó que se quedaría allí pegado y que no podría soltarla nunca más, parecía un chiquillo y no lo era, no, era él, el chiquillo que creció, que había crecido sin darse cuenta, y que ahora en su madurez se encontraba en este trance del que tenía que salir cuanto antes. Y antes de que su mano izquierda no pudiera despegarse ya nunca más hizo un esfuerzo y su voluntad emitió las órdenes necesarias para que todo fluyera de forma ordenada. Y la tienda resultó que no era más que una panadería, de la que él poco uso hacía, dado que su vida siempre le llevaba a comer a un restaurante que habitaba allí cerca, en la calle paralela, casi a la misma altura. La vida le había llevado a trabajar cerca de donde vivía y a comer cerca del trabajo y a vivir en un pequeño conjunto de cuatro calles, que no ocuparían más allá de dos hectáreas, cuando la ciudad que englobaba a esas calles continuaba y no parecía tener fin, desconocida para él en la mayoría de sus puntos, refugiado él en esos pequeños dominios repletos de comodidad. Ella estaba ordenando cosas y, al verle, enseguida puso su mejor sonrisa para recibir al nuevo cliente. Nunca había visto aquella sonrisa tan de cerca, pensó él. Dios, qué maravilla, siguió pensando, y estuvo a punto de darse la vuelta sin siquiera abrir la boca, sin siquiera presentarse, pero ese no era el caso, no tenía que decir su nombre, tenía que pedir una barra de pan, eso era todo. Y lo hizo, balbuceando, y ella seguía sonriendo. Y a través de la voz descubrió su voz, la que dijo buenos días antes de que él los diera, y esa voz no quedó grabada, qué pena. Pagó después de escuchar un precio de su boca y finalmente un saludo, el buenos días, de nuevo, y él se encaminó a su trabajo con la barra de pan y nadie le preguntó que hacía con esa compra. Alguien que no haya pasado por semejante aventura, comparable con las más excitantes odiseas que los hombres y mujeres extraordinarias hayan intentado y llevado a cabo, no entenderá el grado de excitación que acompañó a Jesús aquella mañana. El trabajo no pudo evitar que su mente viajara una y otra vez a esa manija, a esa voz y a esa sonrisa, y ni siquiera el plato de lentejas que le propusieron al mediodía, y que él aceptó de buena gana, fue suficiente para calmar su ansiedad. Comió como siempre y donde siempre; como siempre, con su ritmo lento y prolijo a contar historias o a ensoñarse o a regodearse con los sabores del placer. Y donde siempre, ya había perdido la cuenta de cuando empezó a ir allí, mediodía y noche, casa de comidas, siete días a la semana, ya mesa reservada, ya mantel de hule a cuadros blancos y verdes, ya tele encendida hoy, radio mañana, depende de lo que gaste la actualidad. Y siempre presente Juan, el jefe de todo aquel invento, que se desvivía por un negocio que fluctuaba de aquí para allá, según temporadas y épocas, según flujos de trabajadores o de estudiantes recién llegados o según crisis pasajeras o estacionarias. Jesús nunca le fallaría, solía pensar para sí mismo Juan, cuando hablaban sobre estas cosas. Y Jesús también se lo decía a sí mismo, que mejor que aquí no se comía en ningún sitio, y ya no era el hecho de elegir tres primeros o tres segundos, no, tampoco era el hecho de que toda la familia de Juan y algunos contratados se turnaran para que el local siempre estuviera abierto, no, es que se comía bien, de verdad, y ni el paso del tiempo había cambiado los guisos, ni la inventiva parecía tener fin, y hasta Jesús se permitía hacer algún comentario sobre posibles incorporaciones a la modesta carta del local. Y sobre todo, se estaba a gusto allí, Jesús podía hablar con alguien, más que en la oficina donde su madurez le iba relegando a soledades más o menos completas a lo largo de una jornada de trabajo. Aquel día saboreó las lentejas y un asistente imparcial hubiera creído que esa persona contaba todas y cada una de las unidades de legumbre y ya iría por cientos o miles y después de cada una su mirada volvería a una sonrisa, no olvidada, plena todavía, consciente, extrañamente cercana y el invisible espectador, si hubiera podido penetrar en la mente del comensal, habría descubierto que estaba pensando en comprar pan todos los días, pan para nada, para abandonarlo encima de la mesa de la cocina, de donde iría a la mañana siguiente al cubo de la basura, y así sucesivamente. Y después de las lentejas vino un atún con tomate que estaba para chuparse los dedos, y de su boca salió una de las no muy numerosas felicitaciones que iba dirigida en general, a quien corresponda, y que gratamente recogió Juan, sonriendo ante el halago. Y apoyó su mano en el hombro de su cliente para mostrarle el afecto. Y ese gesto tuvo el efecto de calmar un poco más esa ansiedad que seguía estando ahí, pero interna, relegada al alma. Ya a la mañana siguiente la manija de la panadería se le resistió un poquito menos y se encontró con que el local no estaba vacío y así mejor, pensó él, disfrutando de la espera y de la visión de ella, y esa espera se le hizo corta cuando le llego su turno y no hubo comentario a la segunda visita, no era el momento y él salió casi resignado, triste y melancólico, y cuando Juan vino a atenderle no tuvo más remedio que interrogarle y aunque Jesús no estaba acostumbrado a ello, no le quedo otra que sincerarse y empezó a hablar. Y Juan no tuvo más remedio que sentarse mientras el plato de judías del día se quedaba frío y Jesús tuvo que mirar el reloj después de un largo diálogo y, casi sin tiempo, volver corriendo al trabajo. Y las fuerzas acompañaron a aquel que ciegamente enamorado, si eso era el amor, esperó un día a que Clara saliera de la tienda de pan por la tarde, ya noche, y él alteró su horario de cena para dubitativamente decir hola, ser correspondido, ya se veían todos los días, y escuchar violines en el cielo mientras él le decía que qué casualidad y preguntarle si le podía acompañar. Y todo lo demás, producto de paseos entre mínimas hectáreas, vino, y un día Jesús habló con Juan y le propuso algo, que el dueño aceptó, y una noche, de viernes, el restaurante recibió a Jesús y Clara, y ambos se sentaron, y, sin que nadie lo viera, el cartel de la puerta se giró para indicar cerrado a los transeúntes y a Clara no le extraño aquella paz de viernes, y los hules seguían siendo de plástico cuando de repente la televisión se apagó y algo sonó en un tocadiscos, y era una vieja canción, de esas que se bailan juntos, y hasta una luz se apagó, y ya eran los postres, y la cena había sido especial, y el lenguado de ella y el filete de él nunca los olvidarán, y fue cuando ella terminó el helado, de fresa, y la música seguía sonando y ella no podía hablar y él tampoco, y sin palabras, Juan vio que la mano de él se posaba en la de ella y él se levantaba y ella lo seguía y amablemente él posó su mano en la cintura de ella y enseguida se dibujó la figura por la que todos los amantes de este mundo deberían pasar, y así hasta el final, y a un signo de Jesús, Juan dejó que los surcos hicieran camino y desapareció en su cocina.

3 comentarios:

Jacobino dijo...

La historia es trivial; además, faltan muchas tildes y está mal puntuada. Sobre todo se echan en falta puntos y aparte.

Suerte.

Anónimo dijo...

Muy previsible cuando te aclaras de quién es quién.

Calvin dijo...

Es una historia de amor bastante limpia. Quizá demasiado, ya que la tensión inicial queda un poco deiluída a medida que va avanzando el relato y sabes en qué va a terminar.

Un saludo