sábado, 16 de julio de 2011

78- Amadís de Gaula por Alejandro Castelvecchio

En el único restaurante del mundo donde las alcachofas con jamón saben a Varón Dandy es en el Amadís de Gaula de Madrid. Uno podría creer que esos sabores de posguerra se forjan en el trayecto de la cocina a la mesa, sin embargo, después de recorrer medio mundo a la búsqueda de los sabores y las especias más extravagantes, he llegado a la conclusión de que el Varón Dandy se lo tienen que echar en la cocina, si no no es posible lograr ese inveterado y casposo sabor. Otra cosa es que al camarero se le haya podido caer el peluquín encima de las alcachofas, cosa bastante probable por otro lado, dada la cojera que padece y la intoxicación etílica que no lo abandona desde que el Rayo ascendió a Primera División. Por eso éste es uno de los restaurantes más sorprendentes del viejo Madrid, tanto que yo lo que recomendaría al neófito es un cuidadoso ejercicio de vigilancia, un exhaustivo examen de todo lo que entre o salga de la cocina, incluidos  los  ruidos, sobre  todo  los  ruidos      -algunos completamente desconocidos para los mortales de dos piernas- ruidos que sin saber por qué surgen de las lumbres y las alacenas y llegan a cortar la respiración.
Otro paso tampoco exento de peligro es ordenar los platos con ese desapego producto de la conversación y la sobremesa, porque mientras el comensal se da cita al pábulo con el contertulio de la esquina, un camarero del Amadís de Gaula se ha dispuesto a tu lado, repitiéndote la carta con la soltura de aquellos infortunados que tuvieron en su juventud que aprender de memoria la lista de los reyes godos, y tan sorprendido quedas por ese mantra de caballeros andantes que finalmente asientes con un gesto cansino, y ahí, ahí es cuando uno se pierde amigo. Lo que se dice perdido del todo, porque el camarero que, sin duda, va a ser incapaz de traducir ese galimatías de caracteres cuneiformes que anotó en su cuaderno, puede llegar a servirte lo más insospechado que se haya visto desde que la encantadora Urganda le sirviera un ágape al mismísimo Orlando Furioso, y aunque expreses una queja del todo enérgica te va a dar lo mismo,  porque el garçon ya va camino a la cocina con una determinación tan formidable que la cojera de hace un rato ahora te parece una broma de mal gusto. Así son las cosas en el Amadís de Gaula: un hombre con pajarita negra y chaquetilla de color indefinible se adentra decidido en el fragor de ollas y cazuelas y sale tambaleándose, rezongando una pierna vaga y huidiza, mientras se ajusta el equilibrio con los hombros y las paredes del pasillo. Lo que se dice perdido del todo porque ahora ya te tiene enfilado, y va derecho hacia ti con una sepia de soberbias dimensiones, sepia a la que más que una parrilla parece que le ha pasado un trailer por encima. ¡Que no, que eran macarrones¡ -tratas de aclararle- pero al capitán Nemo no hay quien lo convenza, y  te deja la sepia con aquellas cicatrices que no sabes muy bien si son las marcas de un asador o los cordones de unas botas de infantería. Entonces buscas el consuelo en la mirada de otros compañeros, como hiciera yo aquella noche, y puede que encuentres el sosiego en la bondadosa humanidad de Jesús Urceloy, que puede estar dando cuenta a media vaca argentina con sus sellos y sus marchamos, como aquellas piezas de carne de la postguerra que una vez pasadas a la brasa se le corrían la tinta de los tampones y proporcionaban a la carne ese aire oficial que lograba ocultar los rancios sabores del estraperlo, y allí puede estar  tu salvación, en ese hombre que rebaña una costilla mientras el hilo violáceo de un tampón de Abastos del 54 le recorre impasiblemente la barbilla.
Pero no bajes la guardia amigo, porque las desventuras, que es de lo que están hechas las historias de caballerías y algunos filetes de ternera, están siempre al acecho en el Amadís de Gaula. Y así, casi sin darme cuenta vi pasar toda mi vida en un segundo cuando el camarero -en despiadada lucha con otro colega- trataba de arrebatarle la botella de vino que ninguno habíamos ordenado. Ni Orlando Furioso, ni Ballestrín de los Montes  -quién tras el combate solía despacharse las asaduras de sus enemigos- podría suscitar tanto pavor como aquel individuo mientras luchaba con una botella de Don Simón en una mano y un sacacorchos en la otra. Hasta que por fin, ya derrotado su adversario, descorchó aquel infecto caldo, y dejándolo en la mesa, le dijo:
“Tú, déjala aquí, que estos se la beben cagando leches”.

3 comentarios:

Jacobino dijo...

Es más un cuadro o una instantánea que un relato. Se mezcla de forma chirriante lengaje culto con lenguaje coloquial, y se emplea alguna palabra de forma incorrecta ("se da cita al pábulo"). También necesita revisar la puntuación.

Suerte.

Anónimo dijo...

Revisar la puntuación y darle un final, parece que hubiera cortado por lo exigido en las bases.

Calvin dijo...

A mi en general me parece que se hace un buen esfuerzo por narrar las cosas con gracia. Ahora bien, es cierto que no veo que esté acabado. Parece que se ha cortado ahí por exigencias del concurso.

Un saludo