jueves, 14 de julio de 2011

66- El momento esperado por Walter Ross


La casa rebosaba alegría por todos los rincones. Viejas canciones de los años 30 hacían que todos se movieran al ritmo de la música. Copas, servidas ya varias veces, con vino blanco, estaban distribuidas por aparadores y mesitas supletorias del salón. La cocina era la habitación más concurrida. Caras de entusiasmo miraban los platos que iba generando, el cocinero y anfitrión de la casa, Roberto. Los invitados que pululaban eran conocedores de la excelente habilidad del artista culinario, pero esta ocasión parecía especial, tanto despilfarro y esmero jamás había sido presenciado por ellos. Todos eran de confianza, amigos desde la facultad, por eso estaban allí y participaban del desarrollo de los preparativos. Muchas veces habían sido convidados a degustar las nuevas ocurrencias de este chef vocacional. Las reuniones eran ansiadas y dignas de recordar durante meses.
–Paco, ve llevando las dos fuentes preparadas a la mesa del salón.
–¡Voy como un rayo! ¿A qué hora llega el invitado de honor? –preguntó con un cierto tono de sorna.
–Les dije que vinieran sobre las 10. No es tarde, ¿verdad? –Paco hizo un gesto aprobando el plan y se frotó nervioso las manos.
De momento estaban en la casa, además de Roberto, tres parejas. Todos parecían sacados de un desfile de moda. Perfectos en su aspecto físico y vestidos con ropa de marca. El anfitrión era abogado, como la mayoría de los que allí estaban, y un perfecto sibarita, iba con una camisa blanca de seda y un mandil largo negro impecable.
–Rober, o como algo, o me voy a caer redonda aquí mismo –dijo Marta, una rubia explosiva que no paraba de tomar vino. A ella le gustaba apurar siempre las situaciones hasta el límite, era la novia de Paco, y él estaba colado hasta el tuétano por su dama.
–Pues mira en el frigo. Hay zanahorias cortaditas, con salsa de queso, en un plato y hay que acabar con ellas sin falta, antes de las 10.
Su amiga Sandra se enteró de que se abría la veda del picoteo y se pusieron ambas a masticar las crujientes zanahorias con fruición.
–¿Por qué hay que terminar con ellas? –preguntó Sandra a su compañera.
–Creo que la cena de hoy va exclusivamente de proteínas animales y que no se va a mezclar con nada más. Ni una verdurita, ni un hidrato de carbono, ni una uva pasa, vamos.
–¡Ah! –exclamó Sandra con cara de asombro –. ¡Qué curioso…! ¿Tú sabes a qué se debe tal decisión?
–Creo que lo hablaron entre los chicos pero, francamente no lo sé, y además… ¡me importa un rábano! –Las dos se rieron con ganas al escuchar la expresión, con tubérculo incluido.
Se acercaron juntas a la mesa a mirar qué había. Tres fuentes de viandas frías se mostraban espléndidas en la franja central. Una era de roast beef, más que sonrosado rojo vivo, con su costra exterior tostada y acompañado de langostinos caramelizados; otra era de carne de caza, codornices o perdices escabechadas, con un sutil adorno de huevo hilado; las tercera era de sashimi de maguro, cortado en gruesos filetes, de un tamaño adecuado para ser tomado de un bocado. Montículos de wasabi  rodeaban, en el centro de la fuente, un cuenco de porcelana con salsa de soja y su cucharita para servirla.
Debían de ser ya las 10 porque el timbre de la puerta sonó estruendoso en el salón y en la cocina.
–¡Qué barbaridad de bocina! –exclamó Manuel, el marido de Sandra –. Si llego a estar echando una cabezadita me quedo en el sitio del susto.
Rober ni se inmutó, siguió a lo suyo. Se acercaron para abrir la puerta Alicia y Pepe, como si fueran los dueños de la casa, recibiendo muy atentos al invitado principal y a su acompañante.
–Están todos por la cocina, ya sabéis, lo que se cuece allí les interesa bastante. ¿Qué queréis tomar de aperitivo?
Andrés y Paula, los recién llegados, se decidieron por lo mismo que todos, vino blanco.
Sin casi saludar y sólo asomando la cabeza por la puerta de la cocina, Rober invitó a los comensales a sentarse a la mesa, ya estaba todo listo.
La cena de despedida estaba dedicada a Andrés. Se iba al día siguiente a ocupar un nuevo puesto en un bufete de Milán. Un importante despacho  de abogados le había contratado, después de pasar una dura selección.
En cuanto tomaron asiento, como comienzo de la cena, levantaron sus copas para brindar por el homenajeado. ¡Qué seas muy feliz y qué triunfes! gritaron a coro. La cara de Andrés no era precisamente de felicidad, más bien estaba perplejo y una naúsea se iba apoderando de su estómago. ¡Dios! el menú le descomponía por completo. Mirara donde mirara en la mesa sólo veía animales muertos y algunos, incluso, sangrando.
–¡Esperad! –dijo Rober –. Empezaremos por el plato caliente, que ya debe estar en su punto. No tardo ni cinco minutos.
En el comedor se produjo un silencio tenso. ¿Es posible que nadie hubiera reparado en que el invitado de honor era vegetariano estricto? No, siempre que Andrés había comido con su grupo de amigos se le había preparado algo distinto o, por lo menos, se incluían verduras o arroz en el menú.
Hizo su aparición la cuarta fuente: solomillo de ternera, exudando sangre todo él, sobre un lecho de foie caliente. Andrés dio un brinco en a silla y corrió al baño tapándose la boca.
–Esto hay que tomarlo ya mismito, no puede enfriarse –dijo el auténtico hacedor de la cena trampa. Nadie hizo mención de levantarse para acudir en auxilio del enfermo. Ni siquiera su amiga se movió del sitio y comenzó también a cenar. Estaban impresionados en cuerpo y alma por los sabores y las texturas. El vino tinto, de una cosecha exclusiva, hizo el resto. De vez en cuando, Paula o cualquiera de ellos, lanzaba una voz al del baño preguntándole: “¿Cómo andas?”, a lo que él contestaba, falsamente animado: “Bien, bien, parece que ya se me está pasando”. Pero luego, no aparecía por el salón ni por asomo. Sólo cuando oyó movimiento y ruido de platos en dirección a la cocina se atrevió a personarse. Estaba nervioso y muy congestionado. Tanto tiempo solo en el baño le había dado para pensar, y mucho: la venganza se sirve en plato frío y a veces también caliente. Estaba claro, más de uno de los que hoy estaban allí debían haber optado, como él, al puesto del bufete o quizás, se habían enterado de sus malas artes para conseguirlo. Andrés cogió sus cosas y salió por la puerta sin hacer ruido, como un ladrón.

4 comentarios:

Jacobino dijo...

Una historia un tanto naif con demasiados preámbulos.

Suerte.

Anónimo dijo...

Cautiva por su sencillez en las descripciones. Muy buen la manera de introducir el argumento.

Calvin dijo...

LA idea de la cena trampa es original y divertida. Creo, sin embargo, que hay demasiados personajes. En un relato tan corto, utilizar seis u ocho nombres es muy arriesgado, y a mi, por lo menos me ha dejado sin saber quien era quien. Por otro lado, no se nos da en ningun momento pista alguna sobre la razón del odio de la gente hacia el vegetariano. Eso hace que al final te quedes un poco frio y que la explicacion que se da el personaje para si mismo quede, en mi opinión, un tanto forzada.

Un saludo

anónimo dijo...

"Iba con una camisa..." no me parece una expresión muy literaria. Hasta ahí he leido.Suerte