martes, 12 de julio de 2011

55- Pollo fakir

Láminas de champiñón nadando a contracorriente en un mar de calabaza turca. Solomillo de caramelo preso en una celda de pencas ardientes. Merluza de boda, con pendientes de eneldo y zapatos rojo-remolacha. Estos eran algunos de los platos que Martín preparaba en el restaurante cada semana. Enamorado de la cocina y sus variantes más elaboradas, tenía un paladar privilegiado que acertaba a combinar cada alimento de manera precisa. Contrariamente a lo que su amigo Terno había pronosticado, el éxito laboral que había disfrutado desde que comenzara su aventura de chef, no se había visto acompañado de un éxito en lo social. Quizá esa mirada oculta tras unas gafas de dudoso gusto, o ese peinado años cincuenta acompañado de una torpeza natural para relacionarse con el sexo opuesto habían sido barreras demasiado fuertes. Terno todavía le recordaba el incidente que ocurrió hace unos seis meses. Después de que una hermosa clienta elogiara su singular asado de pato acariciándole la mano en el proceso, Martín había tenido que retirarse sin pronunciar palabra y correr a vomitar al baño como una exhalación, lamentándose por su escaso control de la fisiología corporal más básica. Retraído y antisocial, lo que más deseaba era, por supuesto lo que no tenía y nunca había tenido, amor. Su aislamiento le quemaba más que el aceite hirviendo de cualquiera de sus sartenes.

Con el tiempo su carácter empeoró. Si antes la soledad le encontraba desprevenido, en su casa, en noches ocasionales, ahora tenía la sensación de vivir en un mundo vacío. De la cocina de su casa a la del restaurante, de la cocina del restaurante a la de su casa. La vida culinaria pasó a ser su única vida. Se volvió más huraño, más pasivo. Todos los movimientos que realizaba a lo largo del día eran tan rutinarios como lavarse los dientes por la mañana o apagar la luz de la mesilla de noche antes de dormir. Poco a poco, se apartó del mundo, del mismo mundo que hace ya tiempo le había dado por perdido. Un día no aguantó más. Un día fue demasiado. Martín murió de soledad a los 37 años, en una camilla del hospital mientras los médicos intentaban una reanimación de emergencia. En su casa, en su cama, había devorado con rabia un bote de pastillas para dormir. Suicidarse fue la mejor decisión que Martín tomó en toda su vida.
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La chica abrió la puerta un tanto dubitativa. Tras una mirada aprobadora a su alrededor, se sentó en la mesa cuatro lista para degustar alguna de las especialidades de la casa. Se llamaba Marta y su sonrisa iluminaba una habitación más rápido que cualquier bombilla. Sencilla y supersticiosa, siempre llevaba una prenda de ropa del color de la estación en la que estaban porque, según decía, le traía buena suerte. Tenía un gato gris al que llamaba Napoleón y con el que mantenía largas conversaciones de sofá. Y a pesar de su aspecto desaliñado era una enamorada de todas las cocinas que cuidaran las texturas y los aromas tal y como ella cuidaba de las personas.

La decisión no fue difícil. Después de echar un rápido vistazo a la carta supo lo que iba a tomar, pollo faquir descansando sobre lecho de patata y puerro. Sus papilas gustativas nunca estuvieron más cerca del cielo que en ese momento. El suave toque de lima y las caricias que la salsa teriyaki le hacían en el paladar, trasladaban sus sentidos a un estado cercano a la realización personal. Su amiga tenía razón, el chef era maravilloso. Más que eso, era un artista del universo culinario. Impresionada por aquella demostración no pudo más que buscar al camarero para que le transmitiera a aquel singular cocinero su absoluta e incondicional admiración.

Quizá fue el pequeño sobresalto, el movimiento de la mano intentando llamar la atención del camarero o la mezcla de sabores que confundían su cerebro. Quizá solo fue mala suerte. El caso es que uno de los pedazos de patata crujiente que hacían las veces de cama de clavos para el humeante anacoreta aviar, se le atoró en la garganta impidiéndole emitir sonido alguno, convirtiéndola en un desconcertado mimo. Al principio no se alarmó. Intentó tragar, pero el pedazo raspó su garganta y empezó a quemarla como si estuviera devorando carbón incandescente. Buscó el vaso de agua y con los nervios crecientes se le resbaló de la mano y cayó al suelo. Los comensales de las mesas de al lado se giraron disimuladamente para ver qué pasaba y el camarero se acercó rápido a recoger los cristales que alfombraban el suelo del restaurante. Acostumbrada a no molestar, Marta trató de no hacer ningún gesto que alarmara a los curiosos de alrededor, pero el pánico a quedarse sin aire llegó en su auxilio y un par de golpes encima de la mesa y su mano alcanzando la garganta dejaron claro que le faltaba el oxígeno. Un hombre con camiseta de rayas rojas y blancas se levantó con decisión tirando su silla al suelo y se acercó a Marta, al tiempo que declaraba el ahogamiento de la joven con voz profunda. Trató de hacerle la maniobra Hemlich pero no tuvo éxito. Su experiencia en primeros auxilios era escasa y la del resto de comensales al parecer inexistente. El pánico comenzó a reflejarse en las caras de todos los presentes. Uno de los camareros llamó a la ambulancia y otro trató sin éxito de hacer que Marta bebiera un poco de agua. La pobre comenzó a tomar un tono azulado. Estaba bañada en un mar de sudor, y el hombre de la camiseta de rayas, remangándose por encima de los codos trató de desatascar la garganta de Marta una vez más con idéntico resultado que antes. El tiempo pasó y la idea de que iba a morir cruzó la mente de Marta sacudiendo todo su cuerpo.

La enorme tensión hizo difícil precisar el tiempo transcurrido desde que Marta se tomó la patata fatídica. Sin embargo, todos los presentes gravaron en su memoria el momento en el que, de la cocina, con impecable gorro blanco y delantal de flores, salió un hombre, decidido, seguro de sí mismo. Se acercó a Marta y de un certero abrazo hizo que escupiera el tubérculo maldito a tres metros de distancia de la mesa donde se encontraban. Marta, casi sin conocimiento, miró al hombre y consiguió dedicarle una suave sonrisa. De forma apenas audible, sólo separando los labios acertó a decir, gracias, me has salvado la vida. Todos necesitamos que nos salven de vez en cuando. Respondió la voz a su lado. Esta vez no hubo ninguna carrera al baño, y sus tripas y su estómago no dijeron nada fuera de lo normal. Esta vez, Martín se mantuvo en su sitio, sosteniendo la mano de Marta y mirándola como se mira a un ángel. Puede que sólo fuera la adrenalina por el susto mezclada con la preciosa sonrisa de aquella joven, pero lo que sintió en ese momento fue lo más parecido al amor que había sentido en toda su vida.
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A los 37 años, Martín murió de soledad en una camilla de hospital rodeado de desconocidos, sólo, tal y cómo había vivido hasta el momento. 37 segundos después de estar declarado muerto, el corazón de Martín volvió a latir gracias al intento desesperado que un nuevo enfermero de guardia había realizado con el desfibrilador, negando la evidencia de muerte que aseguraban el resto de médicos de Urgencias. Martín estuvo oficialmente muerto 37 segundos, uno por cada año de solitaria vida, pero gracias a aquel enfermero, aquel día volvió a nacer y así, dos semanas más tarde, un hombre nuevo cocinaba un delicioso pollo faquir para Marta.

4 comentarios:

Jacobino dijo...

Un buen relato, un tanto Austeriano en lo que se refiere a la fuerza del azar.

Suerte.

Anónimo dijo...

Gracias por el comentario.

Saludos

El autor

B. Menorca dijo...

Una buena historia que se lee con detenimiento hasta el final.
Enhorabuena.

Anónimo dijo...

Un gran relato. Me ha encantado, enhorabuena.