lunes, 25 de julio de 2011

86- El zampajudías por El caballero del verde gabán

Sin duda, la apuesta más famosa de toda La Mancha fue la que hizo el Bolilla aquel famoso día, camino de Bolarque. Aunque en realidad se llamaba Cesáreo, si preguntabas en su pueblo por ese nombre lo más seguro es que no supieran darte sus señas, pero si decías que querías ver al tío Bolilla enseguida te decían: «La casa que está junto al bar del Remigio, ahí mismico es». Y es que, en muchos pueblos manchegos, los nombres de pila valen sólo para firmar los papeles.
Su mote tan redondillo le abandonó para siempre a Cesáreo aquel día que se apostó con un paisano una cazuela de judías a que era capaz de tirarse cien pedos y medio desde donde tenía su finca hasta Bolarque. Como era esa mucha ventosidad anal para tan corta distancia, el otro aceptó el envite enseguida. El caso es que cuando el Bolilla iba por la mitad del camino y ya había perfumado el aire con sus buenos treinta petardos, de repente, como si tuviera una metralleta en el culo, comenzó a expeler una retahíla larga y, con la cachaza que le caracterizaba, dijo aquello que pasaría a los anales manchegos como una de las contestaciones más sonadas que se recuerdan: «Corta por donde quieras». El otro, medio mareado, no se lo pensó dos veces y con un “Ya” seco detuvo de golpe el maloliente monólogo que Cesáreo mantenía con su trasero. Pero la cosa no acaba aquí, que si así fuera, no cuadrarían del todo las cuentas; y es que al llegar a Bolarque, el tío Bolilla —que a partir de aquel día, pasaría a ser conocido como el tío Metralleta— se detuvo en seco, extrajo un pañuelo del bolsillo con toda parsimonia y, apretándose las narices con él, le dijo al otro: “Ahora que me acuerdo, ahí te regalo el medio que me se quedaba olvidao”.Y, nada más decir esto, un sonido a trompetilla, acompañado de un hedor nauseabundo, llegó enseguida hasta el apostante, atufándole al instante. Y éste, sin esperar más metralla y aguantando la respiración, salió escopetado sin poder evitar escuchar las palabras que le gritaba la metralleta humana:
—¡¡Pero, ¿dónde vas tan aprisa, muchaaaaacho!! ¿No ves que ese sólo era el aviso?
La culpa de semejante ametrallamiento la tenía, sin ninguna duda, algún plato de judías que ese día se había embaulado en su redondo estómago el tío Bolilla porque, como todo el mundo sabía en el pueblo, Cesáreo era experto en comerlas a todas horas. Aunque su récord lo consiguió aquel día que entró en un mesón de la capital con unos cuantos amigos cuando la gusa llevaba ya más de una hora arañándole su vacío estómago. La suerte quiso que ese día el cocinero hubiera preparado unas judías de primer plato, por lo que todos, para empezar, se enjudiaron muy bonitamente sus huérfanos estómagos. Pero cuando llegó el turno al segundo, mientras los demás pedían a su antojo, Cesáreo demandó otro plato de lo mismo, zampándose las judías como si tal cosa. Pero el cuento no acaba aquí; que si así fuese, maldita la gracia; el caso es que, cuando llegó la hora del postre, nuestro pantagruélico amigo le dijo al camarero: «Casi me atrevía yo con otro plato, porque mira que están buenas las jodías judías». Al oír la extraña demanda, el camarero observó a Cesáreo con cara de pocos amigos y, creyendo que el pueblerino le estaba tomando el pelo, en tono de guasa le dijo: «Y el señor, ¿el café lo va a tomar sólo o también con judías?». Dicen los que estaban aquel día presentes —que alguno anda todavía por ahí jugando al escondite con la muerte— que Cesáreo miró a la cazuela, a continuación observó al camarero guasón, volvió a contemplar a la cazuela y, cuando ya estaba a punto de estamparla en el rostro del gracioso, alguien agarró su muñeca a tiempo aunque, afortunadamente para nosotros, nadie tapó su boca ya que de ella salieron las célebres palabras que el acongojado camarero tuvo que escuchar a su pesar: «No, el café lo prefiero cortado, pero si no le importa, cuando me lo traiga, lo cortaré yo a mi gusto con esto», dijo un furioso Cesáreo mientras enseñaba al guasón una navaja toledana de medio metro de hoja … No sé yo si el tiempo habrá puesto más judías de las necesarias en el insaciable estómago de Cesáreo pero el caso es que, desde aquel día, el Zampajudías le quedó adosado a su nombre por siempre jamás como vagón de cola; en cuyo tren, el Metralleta, era la máquina ruidosa, y el Bolilla, su simpático maquinista.
Cuando me enteré de su muerte, fui a visitarle al cementerio con una buena cazuela de judías de regalo. Después de tres oraciones por su alma, tal vez por la llamada de los muchos anélidos que por allí estaban, el gusano de mi estómago se despertó de su siesta y quise echarle la cuchara a la cazuela para, si no matarlo del todo, al menos apuntillarlo.
—¡¿No te las comerás todas!? —me dijo al instante Cesáreo desde su tumba.
Yo, con el espanto atropellando al hambre, salí pitando, dejando las judías a buen recaudo. Al poco, un redoble de tambores —que, si no fuera porque estábamos en agosto, hubiese creído que anunciaba una saeta sevillana—, me detuvo en seco. Miré al cielo creyendo que había tormenta, pero mi asombro fue mayúsculo cuando comprobé que estaba tan limpio como el rostro sereno de la Virgen de la Luz… Al poco, un tufillo me alcanzó por mi retaguardia y, persiguiendo a mi asustada nariz —que ya llevaba unos metros de adelanto—, mis piernas no tuvieron más remedio que espabilar de nuevo, como hicieron aquel lejano día en que, camino de Bolarque, fueron testigo de la más sonada apuesta de toda La Mancha.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Anécdota bien escrita pero guareta.

Jacobino dijo...

Tres anécdotas con débil conexión y algún error re puntuación.

Suerte.

Calvin dijo...

No está mal, pero el tema es bastante poco sugerente.


Un saludo