viernes, 15 de julio de 2011

72- El día de la nabiza por Jorge Des


¿Dónde podría conseguir nabizas? Había entrado en demasiadas verdulerías sin conseguirlas. 
Tras recorrer el barrio y un poco más, el margen de su esperanza se había reducido. No había llevado la cuenta, pero estaba seguro de haber preguntado en más treinta locales, sin éxito. Nabos le ofrecían. Pero Abel buscaba nabizas.

Treinta años atrás, era tan fácil. Él era un niño y su madre o su abuela  se ocupaban de esas cosas. Una costumbre sin sentido, una amarga costumbre,  pensaba en aquellos días.
¿De dónde nacía ahora este irrefrenable deseo de recuperar el sabor de una sopa que, según su abuelo, era buena para la memoria?

Joao Lópes, el portugués,  el padre  de su madre, había instalado en la familia, el hábito de recordar el día de su llegada a Argentina,  reuniendo a la familia y sirviendo un único plato: sopa de nabizas.
Los más chicos siempre protestaban. Los más grandes accedían complacientes, por darle el gusto al viejo. En ocasiones, Abelito llegó a beberse todo el verde caldo, tomándose la nariz con una mano. Todavía recuerda la firme voz del inmigrante diciendo: “No importa, pero la tomas. La nabiza es buena para la memoria”.

Mitad molesto, mitad iluminado por la ocurrente idea, Abel pensó entonces que, tal vez, podría conseguir nabizas en el Mercado Central.

El niño Abel era puro entusiasmo cuando llegaba a la quinta de sus abuelos. Sólo había dos cosas que podían igualar aquel estado de libertad: jugar con amigos y faltar a clases.
Sin embargo, todos los años, ese día, debía someterse a una ceremonia insoportable, reservada al recuerdo y a una comida que siempre lo dejaba con hambre y, más de una vez, resultaba la causa de fuertes dolores estomacales. El día de la nabiza, como sabían llamarlo en su casa, era una fecha difícil para Abelito.

Sentado en el micro, ya camino al Mercado, se daba para sí el detalle de aquellos almuerzos. Su padre sentado al lado de su abuelo, y todos los demás en un orden que siempre se respetaba. Todos sentados alrededor de esa mesa de raro estilo, que siempre olía a un árbol desconocido pero muy agradable.
Junto al perfume de las nabizas, ese perfume que venía acosándolo como una necesidad urgente desde hace días, junto al aroma pesado de esa sopa que ansiaba volver a probar, le llegaban ahora el silencio y el ruido de las cucharas ahogadas en el agua verde y espesa; los sorbos exagerados y los ojos entrecerrados de Joao Lópes; las bocas tensas de sus primos, impacientes partidarios de abandonar la mesa; la atenta mirada de la abuela, que a veces imitaba a los niños, con un cómplice gesto de ‘qué fea sopa’.

Abel bajó del micro, inmerso aún en el recuerdo de la escena. Su abuelo, inclinándose sobre el plato hondo, repetía los movimientos como una marioneta. Todos parecían marionetas, y ahora recordaba que una vez lo había dicho: “Parecemos muñecos”.
Fue un día que llovía. Ese día habían llegado con bastante dificultad a la quinta. La camioneta iba a los barquinazos por la huella fofa y el padre de Abel manoteaba el volante de aquí para allá, insultando entre dientes. Abelito, lógicamente sentía, al oírlo, que ya no estaba solo en la cruzada contra la sopa. Fue el día de la nabiza más raro de todos, porque a causa de la lluvia, ni él ni sus primos estaban tan apurados para salir a jugar, y tomaron la sopa relajados y ninguno se quejó. Ese mismo día, fue que dijo “parecemos muñecos”. Ahora lo ve muy claramente. Mientras, el despachante le guarda un atado de nabizas en una bolsa naranja. Ha conseguido lo que hace días parecía imposible pero al final, sólo parece importarle el recuerdo, que lo ha ganado con excesiva transparencia.
Su abuelo se ha servido el segundo plato de sopa mientras los otros no han terminado el primero. También ha llenado de vino su vaso, por tercera o cuarta vez, y Abelito ha dicho, ‘parecemos muñecos’. Pero parece que nadie lo ha oído. Sólo el abuelo, que ha detenido su trago y lo ha mirado seriamente, y ha comenzado a elogiar a esa planta milagrosa que da nabizas, nabos y grelos. El portugués está gritando pero no está enojado: sólo intenta llegar al corazón de su familia. Abel recuerda y comprende hoy que aquel hombre, ese día, se emborrachaba, a su manera, imperceptiblemente.
Nabizas, nabos y grelos. Tres alimentos en una sola planta. Don Joao decía que era  milagrosa. En la guerra, en la pobrísima vida de la guerra, que no había alcanzado a Portugal con sus combates pero sí con una extrema miseria que acompañaría al acotado país más allá del año 45; en la guerra, la nabiza era plato de todos los días, continuaba el viejo.

El micro frenó y la animada imagen se desdibujó solamente por un instante. El aroma incipiente de las frescas verduras manaba por entre sus piernas y alguien, sentado a su lado, miraba la bolsa, curioso, pero Abel  le restó importancia y buscó en la ventanilla del micro a Joao Lópes.
El padre de Abel  acompañaba el relato de su suegro, y se burlaba del hambre, cuando niño: “Había nabiza al desayuno, nabiza al mediodía, nabiza sin leche a la tarde, y por la noche… ¡sopa de nabizas!”

Cuando llegó al departamento, sus remembranzas habían cesado. Desparramó las hojas sobre la mesada, las lavó y las echó al agua de la olla. Un olor maravilloso se apoderó del aire, de a poco.
Abel permaneció sentado en la cocina solitaria, con los ojos cerrados, envuelto en el delicado vapor del recuerdo.
Entonces, alcanzó a entender por qué Joao Lópes cerraba los ojos sobre el plato de sopa. “Parecemos muñecos”, dijo y sonrió, alzando la cuchara.
Sin dudas la nabiza era buena para la memoria.

2 comentarios:

Jacobino dijo...

Elaborada con maestría, pero una anécdota.

Suerte.

Calvin dijo...

Me gusta la idea de que la nabiza es buena para la memoria y la historia sea toda un recuerdo de lo vivido anteriormente con la propia sopa. Crea un círculo interesante. Ahora bien, un poco más de tensión, algo más de conflicto, ayudaría al relato a mi modo de ver.

UN saludo