¿Dónde podría
conseguir nabizas? Había entrado en demasiadas verdulerías sin
conseguirlas.
Tras recorrer el
barrio y un poco más, el margen de su esperanza se había reducido. No había
llevado la cuenta, pero estaba seguro de haber preguntado en más treinta
locales, sin éxito. Nabos le ofrecían. Pero Abel buscaba nabizas.
Treinta años atrás,
era tan fácil. Él era un niño y su madre o su abuela se ocupaban de esas cosas. Una costumbre sin
sentido, una amarga costumbre, pensaba
en aquellos días.
¿De dónde nacía
ahora este irrefrenable deseo de recuperar el sabor de una sopa que, según su
abuelo, era buena para la memoria?
Joao Lópes, el
portugués, el padre de su madre, había instalado en la familia,
el hábito de recordar el día de su llegada a Argentina, reuniendo a la familia y sirviendo un único
plato: sopa de nabizas.
Los más chicos siempre
protestaban. Los más grandes accedían complacientes, por darle el gusto al
viejo. En ocasiones, Abelito llegó a beberse todo el verde caldo, tomándose la
nariz con una mano. Todavía recuerda la firme voz del inmigrante diciendo: “No
importa, pero la tomas. La nabiza es buena para la memoria”.
Mitad molesto,
mitad iluminado por la ocurrente idea, Abel pensó entonces que, tal vez, podría
conseguir nabizas en el Mercado Central.
El niño Abel era
puro entusiasmo cuando llegaba a la quinta de sus abuelos. Sólo había dos cosas
que podían igualar aquel estado de libertad: jugar con amigos y faltar a
clases.
Sin embargo, todos
los años, ese día, debía someterse a una ceremonia insoportable, reservada al
recuerdo y a una comida que siempre lo dejaba con hambre y, más de una vez,
resultaba la causa de fuertes dolores estomacales. El día de la nabiza, como
sabían llamarlo en su casa, era una fecha difícil para Abelito.
Sentado en el
micro, ya camino al Mercado, se daba para sí el detalle de aquellos almuerzos.
Su padre sentado al lado de su abuelo, y todos los demás en un orden que
siempre se respetaba. Todos sentados alrededor de esa mesa de raro estilo, que
siempre olía a un árbol desconocido pero muy agradable.
Junto al perfume de
las nabizas, ese perfume que venía acosándolo como una necesidad urgente desde
hace días, junto al aroma pesado de esa sopa que ansiaba volver a probar, le
llegaban ahora el silencio y el ruido de las cucharas ahogadas en el agua verde
y espesa; los sorbos exagerados y los ojos entrecerrados de Joao Lópes; las
bocas tensas de sus primos, impacientes partidarios de abandonar la mesa; la
atenta mirada de la abuela, que a veces imitaba a los niños, con un cómplice
gesto de ‘qué fea sopa’.
Abel bajó del
micro, inmerso aún en el recuerdo de la escena. Su abuelo, inclinándose sobre
el plato hondo, repetía los movimientos como una marioneta. Todos parecían
marionetas, y ahora recordaba que una vez lo había dicho: “Parecemos muñecos”.
Fue un día que
llovía. Ese día habían llegado con bastante dificultad a la quinta. La
camioneta iba a los barquinazos por la huella fofa y el padre de Abel manoteaba
el volante de aquí para allá, insultando entre dientes. Abelito, lógicamente
sentía, al oírlo, que ya no estaba solo en la cruzada contra la sopa. Fue el
día de la nabiza más raro de todos, porque a causa de la lluvia, ni él ni sus
primos estaban tan apurados para salir a jugar, y tomaron la sopa relajados y
ninguno se quejó. Ese mismo día, fue que dijo “parecemos muñecos”. Ahora lo ve
muy claramente. Mientras, el despachante le guarda un atado de nabizas en una
bolsa naranja. Ha conseguido lo que hace días parecía imposible pero al final,
sólo parece importarle el recuerdo, que lo ha ganado con excesiva
transparencia.
Su abuelo se ha
servido el segundo plato de sopa mientras los otros no han terminado el
primero. También ha llenado de vino su vaso, por tercera o cuarta vez, y
Abelito ha dicho, ‘parecemos muñecos’. Pero parece que nadie lo ha oído. Sólo
el abuelo, que ha detenido su trago y lo ha mirado seriamente, y ha comenzado a
elogiar a esa planta milagrosa que da nabizas, nabos y grelos. El portugués
está gritando pero no está enojado: sólo intenta llegar al corazón de su
familia. Abel recuerda y comprende hoy que aquel hombre, ese día, se emborrachaba,
a su manera, imperceptiblemente.
Nabizas, nabos y
grelos. Tres alimentos en una sola planta. Don Joao decía que era milagrosa. En la guerra, en la pobrísima vida
de la guerra, que no había alcanzado a Portugal con sus combates pero sí con
una extrema miseria que acompañaría al acotado país más allá del año 45; en la
guerra, la nabiza era plato de todos los días, continuaba el viejo.
El micro frenó y la
animada imagen se desdibujó solamente por un instante. El aroma incipiente de
las frescas verduras manaba por entre sus piernas y alguien, sentado a su lado,
miraba la bolsa, curioso, pero Abel le
restó importancia y buscó en la ventanilla del micro a Joao Lópes.
El padre de
Abel acompañaba el relato de su suegro,
y se burlaba del hambre, cuando niño: “Había nabiza al desayuno, nabiza al
mediodía, nabiza sin leche a la tarde, y por la noche… ¡sopa de nabizas!”
Cuando llegó al
departamento, sus remembranzas habían cesado. Desparramó las hojas sobre la
mesada, las lavó y las echó al agua de la olla. Un olor maravilloso se apoderó
del aire, de a poco.
Abel permaneció
sentado en la cocina solitaria, con los ojos cerrados, envuelto en el delicado
vapor del recuerdo.
Entonces, alcanzó a
entender por qué Joao Lópes cerraba los ojos sobre el plato de sopa. “Parecemos
muñecos”, dijo y sonrió, alzando la cuchara.
Sin dudas la nabiza
era buena para la memoria.
2 comentarios:
Elaborada con maestría, pero una anécdota.
Suerte.
Me gusta la idea de que la nabiza es buena para la memoria y la historia sea toda un recuerdo de lo vivido anteriormente con la propia sopa. Crea un círculo interesante. Ahora bien, un poco más de tensión, algo más de conflicto, ayudaría al relato a mi modo de ver.
UN saludo
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