Estoy tan
nerviosa que podría gritar. Llevo meses lejos de los fogones, y por fin, ha
llegado el primer día de una temporada llena de trabajo.
Todos los años tengo la preocupación
de que pueda ser el último. No me engaño, sé que tarde o temprano me
sustituirán. Pero en esta ocasión, como cada verano, desde hace más de diez
años, van a contar conmigo. Estoy feliz; en mi trabajo se fusionan vocación y devoción.
Para esto he sido creada y es lo que mejor sé hacer.
Muchas personas no son conscientes
de lo importante que soy; la mayoría piensan que el éxito de una paella está en
el cocinero, o en los ingredientes. Los más críticos hablan del agua empleada
en la preparación, del tiempo que ha de reposar antes de consumirse... Pero pocos,
muy pocos, tienen en cuenta el recipiente en el que todos esos factores se
concentran. En realidad, disfruto tanto con mi trabajo, que me es indiferente
esa falta de consideración. Mi reconocimiento es, únicamente, el exquisito
plato que soy capaz de cocinar.
Soy una paellera; una muy buena, por
cierto. No es falta de modestia; y es que yo mimo cada una de mis creaciones
como un artista a sus obras. ¿Alguien duda que cocinar sea el octavo arte? Yo,
desde luego, no.
Oigo los ruidos
que presagian mi puesta en escena. Dentro de unos momentos estaré sobre el
fuego; una vez más, y como siempre, siento una mezcla de emoción e impaciencia,
ante lo que va a suceder. El calor, el olor, la mezcla de sabores…, no hay nada
que pueda compararse.
El fuego comienza a calentar mi
cuerpo, y es entonces cuando el frío aceite es deslizado sobre mi base. Lo
acojo, le transmito el calor que ya poseo; y en ese instante, en el que llego al
punto de no retorno, aparecen los primeros ingredientes. Esta vez, pollo y conejo.
Me encargo de
sofreír la carne; primero un lado, despacio; luego el otro, muy lentamente…,
hasta que queda perfectamente dorada. El cocinero me mira, me deja hacer y
cuando llega el momento adecuado, me regala las verduras; esa judía verde que
no puede faltar.
Tiempo, calor
y mimo, sólo interrumpidos por el ajo, el pimentón y el tomate.
Bendita agua que me refresca ―por poco tiempo―, y que
tengo que llevar a cocer. Toda yo estoy hirviendo, y es en este preciso
momento, cuando comienza la mezcla de sabores, que se demuestra en los aromas desprendidos
por mi buen hacer.
Silencio, llega el momento crucial: unas hebras de
azafrán, un puñado de sal y, mi compañero inseparable, el arroz. Lo abrazo, lo
arropo y lo cocino. Ya nada puede pararme, estoy creando.
Me siento
viva mientras cocino; ya no soy hierro fundido, soy arte y parte de mi creación.
Unos minutos
más, un poco más… El fuego acaba de extinguirse y me hago consciente de los
sabores que albergo, son tantos como ingredientes y tan únicos como la fusión
de todos ellos. Exquisito, así es mi plato.
Ansío el
momento de compartir esta obra; mi orgullo de artista sólo se verá satisfecho
cuando oiga los elogios de mi cocina. Por fin, podré descansar… hasta la
próxima paella.
La paella es
la razón de mi existencia, sin ella no soy nada y sin mí, ella no existe.
3 comentarios:
El punto de vista es original, pero al argumento le falta enjundia. Debería revisar la puntuación.
Suerte.
Buen punto de vista pero previsible, puntuación deficiente.
Coincido con los anteriores, el punto de partida es original, pero debería pasar algo más, no sólo que se cocine la paella y ya.
Un saludo
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