jueves, 25 de agosto de 2011

Votación del Público

Recordamos que la votación del público (estrellas) acaba el 15 de septiembre. Nuestro agredecimiento a todos los que votan.
El Mirador del Norte

viernes, 12 de agosto de 2011

Nuestro agradecimiento a todos los cometarios

Agradecemos a todos los que han dejado sus comentarios y los que seguirán comentando. Gracias a vosotros este concurso tiene vida propia.
Un cordial saludo.
El Mirador del Norte

jueves, 11 de agosto de 2011

Para María que vive en Los Angeles

Nuestro agradecimiento a María por su cariñoso entusiasmo.
Os dejamos un extracto de su comentario:

María dijo...
Soy española y actualmente vivo en Los Angeles, he encontrado esta página de casualidad.
Y he de deciros que he disfrutado muchísimo con los relatos!!!!.

Gracias por vuestro ingenio!!!!

miércoles, 10 de agosto de 2011

Carpe diem

Estimados e inquietos concursantes:

A despecho de lo que se afirma por aquí, sí hay forma de controlar las votaciones (es sorprendente lo que puede lograr la informática). 
Por supuesto que sigue siendo posible alguna forma de fraude: si se consigue defraudar a hacienda, con sus miles de inspectores y sus superordenadores, cómo no va a ser posible en cualquier otra faceta de la vida. En todo caso, antes de anunciar esta convocatoria, habíamos analizado la forma de operar de otros concursos similares y hemos elegido esta para la votación del público por estimarla la más simple y cómoda para permitir que usuarios con escasos conocimientos de informática puedan participar sin mayores problemas.

También hemos querido que existiera un premio de los concursantes, que consideramos especialmente meritorio por ser otorgado por tus colegas y compañeros de fatigas, y, por supuesto, el premio emitido por un jurado convencional.

En todo caso, no pierdan de vista que la literatura en sí debiera ser una materia lúdica, en especial el gozoso acto de escribir, asuntó nada baladí y que debiera bastar para que todos los participantes se sintieran orgullosos por haber sabido tejer un tapiz de sueños con sus palabras, y este concurso un inmenso (por la cantidad de participantes) juego.

Siempre quisimos que este certamen fuera participativo y que se enriqueciera con vuestras opiniones. Es cierto que hay algunas cuestionadas y algunas cuya intención puede ser dudosa, pero sabemos de la soledad del escritor y lo valioso que puede llegar a ser recibir opiniones de no allegados, aunque resulte doloroso en primera instancia. No obstante, lo que no podemos permitir es que se viertan insultos en esta página y nos veremos obligados a eliminar cualquier manifestación en este sentido.

Insistimos en que percibáis este concurso como una fiesta literaria y que gocéis de ella. Son muchos los sinsabores que depara la labor del escritor y muy pocas las ocasiones que brinda para disfrutar, salvo el propio acto creador, y deseamos que esta sea una de ellas. Os invitamos a que comentéis los relatos del resto con sinceridad y respeto, y asumáis sus comentarios con deportividad, aunque no se formulen con ella. Que animéis a familiares y amigos a que descubran el gran escritor que hay en vosotros, y, si de paso quieren votaros, eso ya es cuestión suya. 

En definitiva, que disfrutéis del momento.

martes, 9 de agosto de 2011

Las votaciones funcionan con Firefox y Chrome

Gracias al comentario uno de los amables internautas nos confirma que las votaciones funcionan en Firefox y Chrome. Os dejo su mensaje:

A mí me funciona con Firefox y Chrome, pero no con IE ni Ópera.
Saludos.
9 de agosto de 2011 11:19
 Muchas gracias anónimo útil.

El Mirador del Norte


sábado, 6 de agosto de 2011

Problemas con votaciones en navegador explorer/windows

Detectamos problemas con el navegador explorer de windows. Esperamos poder subsanar esta incidencia. En Firefox de mozilla va correctamente.
La dirección.

viernes, 5 de agosto de 2011

Comienza la votación del público


Podéis votar por vuestros relatos preferidos pulsando sobre las estrellas que aparecen al pie cada relato.

Cada usuario podrá votar a cuantos relatos desee, si bien una sola vez por cada relato.

A la hora de determinar el ganador, se contabilizarán el número total de votos, atendiendo a la valoración media sólo en caso de empate.

¡Suerte a todos!

115- El drama humano, por Alcor


Mi padre fundó aquel restaurante y, así como el delfín hereda la corona, él siempre estuvo seguro de que yo heredaría el negocio. Cuando para todos los niños la preparación de un huevo frito aún era un misterio, yo aprendía de mi padre a cortar en juliana fina, a sujetar la cebolla con la mano arqueada hacia dentro para que cualquier desliz del cuchillo lo bloquearan mis uñas; cuando la profesora me pedía que memorizara las tablas de multiplicar, mi padre me hacía recitar los ingredientes del ajoblanco; si a un chico de mi edad se le habría delegado la labor de batir los huevos, aquello no bastaba para mí: yo debía llevar las claras a punto de nieve. La cocina es peligrosa y el mejor cuchillo traicionero: aún tengo algunas de las cicatrices que me hice entonces, pero aprendí rápido y bien siguiendo la senda que se me había marcado.
¿Me revelé alguna vez contra mi destino prefijado? Puede ser, en algún arrebato infantil o adolescente. Pero estaba en mi naturaleza y en mi educación el obedecer, y haciéndolo me ganaba el amor de mi padre; esto es importante para un niño. De otra forma, intuía yo, mi padre habría quedado profundamente marcado por mi negativa, y en tal caso la decepción podría haber durado una vida.
Con dieciséis años me enviaron a Alemania a aprender de los mejores, como pinche en “Ecke”, un restaurante de alta cocina. Y es cierto que aprendí. No hablaba la lengua, pero poco a poco el idioma, la cocina y un primer amor vinieron a mí, como si sólo hubieran estado esperando un gesto por mi parte que les indicara que estaba preparado para ellos.
Cuando volví junto a mi padre fue como cocinero hecho y derecho, y él estuvo orgulloso de mí. Finalmente, años más tarde, me legó su restaurante y yo supe llevarlo a buenas guías culinarias y aunque, debo admitirlo, nunca estuvimos entre los mejores locales del mundo, sí que teníamos renombre en la ciudad.
"Lo llevaba en la sangre", decían todos ante mi aparente facilidad. Pero ¿puedo haceros una confesión? A decir verdad, yo siempre quise estudiar psicología.
Una vez un místico me dijo que cada aura tiene una forma que se moldea con el sentimiento de la persona: un círculo, un cuadrado, una estrella... pero no la mía. La mía, me dijo, adopta la forma de la que tiene más cerca, amplificándola: si alguien está enfadado, yo me veo contagiado por esta emoción. Sé que suena a locura de charlatán, pero siempre me pareció que, por extraño que parezca, tenía cierta razón.
Mi interés por la psicología provenía de esta sensación y del deseo de comprender qué motiva la mentalidad y las emociones humanas. Pero no creáis que al ser cocinero dejé de lado mi vocación. Un restaurante es, al mismo título que un teatro, escenario de pasiones, problemáticas y desenlaces.
En la mesa los sentimientos florecen ante la comida. Celebradas reuniones familiares; emotivos cumpleaños o aniversarios; tensión entre dos amantes en una mesa; el retazo de una conversación. "Desapareció y nadie volvió a verle"; "No, papá, no hables así de nuestra madre"; "¿Quiere que me ponga a llorar aquí delante o qué?"; "Ya hace un año... ¿te acuerdas?".
Toda clase de sentimientos que los clientes nos sirven cuando nosotros les servimos la comida; un justo intercambio. Esa es la verdadera paga y mi motivación más profunda.
Porque he comprobado que la satisfacción de una buena comida arrebata confesiones; quizás si hubiera estudiado psicología sabría por qué se produce este fenómeno, pero a cambio... A cambio de mi ignorancia puedo observar el alma de mil personas que pasan ante mí fugazmente, y maravillarme, como en el mejor de los teatros, ante el drama humano.

114- A dentelladas

Rabiábamos de  hambre: Los colmillos asomaban por los poros.
Primero tuviste que desvestir la achicoria temiendo encontrar un rastro agrio entre sus hojas, después, mucho después, notarías mi aderezo de cilantro.
Ambos degustamos el carpaccio vorazmente. Tenía ese toque de limón de las primeras veces.
Alzamos las copas y al brindar quedó reflejada en el cristal nuestra inquietud: Decantamos el miedo ayudándonos del vino.
Fue un banquete de carne mechada. Teníamos las lenguas escaldadas y los cuerpos flambeados.
En algún lugar al que dábamos la espalda, merendaba el tiempo antropófago.
Los fogones regurgitaban incesantes: turrones, potajes, buñuelos, gazpacho, y castañas asadas. Era un menú estacional como mis cambios de humor.
¡La cena está servida! exclamó nuestro hijo de cuatro años. Había plato único: menestra de rutina.
Ya era noviembre cuando te marchaste a Milán a por un antiácido; ensartada en la garganta se me quedó la brocheta de provola. Aún a veces carraspeo.
Por la espalda llegaron vaharadas de postre. Yo pedí chocolate fundido, tú un café solo, un café solo con mucho hielo. El chocolate balsámico lo conseguí en otra mesa de otra cocina en una casa ajena.
Nos miramos, habían traído la cuenta, dudamos, quizá hubiésemos hecho el gesto de pedirla; quizá, demasiadas veces. En estos casos siempre  se paga a escote, aunque el cincuenta por ciento aritmético implique más para uno que para otro. Las digestiones tampoco son matemáticas. Y así, como caníbales desdentados, nos despedimos en silencio limpiándonos con la servilleta.

113- El sabor justo


“El gazpacho de cereza, no muy sorprendente, ligero, con un punto de acidez suave que equilibra con el dulzor. Del bombón de bacalao ajoarriero con sopa castellana y pimiento asado cabe decir que la interpretación del ajoarriero era adecuada. De los escalopines de ternera con espinacas aromatizadas con chorizo y puré de patata lo único que me agradó fue el puré. Y qué decir del postre, profit de nueces semifrío con chocolate caliente, el profit estaba semi-caliente, y el chocolate también. El chef mejor haría en contener sus delirios deconstructivos y admitir la verdad irrefutable: Su pericia en las artes culinarias es inversamente proporcional a las ganas con las que sale su clientela de comerse una hamburguesa.”

    ¿Te ha gustado, Hipólito?

    No ha estado mal.

    Pero dime, ¿qué te parece el chef? Tardé dos meses en convencerle de que dejara su anterior restaurante para inaugurar aquí.

    Rafa, somos amigos hace muchos años, no me digas que ese era el motivo de nuestro almuerzo.

    Tú página web cada vez tiene más visitas y tus críticas salen en los mejores periódicos. Sabes que me vendría muy bien.

Pagué como todo hijo de vecino la cuenta - en mi opinión crítico invitado, crítico tocado - y publiqué la crítica que ustedes pudieron leer al principio de mi relato. No me tomen a mal, no soy un esnob de esos que sólo hacen críticas destructivas. No hay nada que más me deleite que la buena mesa y todos los contrastes de texturas, aromas y sabores que ésta me puede deparar. El sabor justo es el nombre mi web, y si algo me sabría mal es ser no ser fiel a mis principios.

Para cenar tenía que darme un desquite, así que fui a mi restaurante italiano preferido. El vino de la casa es excelente y de postre preparan una panna cotta que te tomas a cucharadas cada vez más pequeñas para que no acabe nunca. Cada vez intento probar un plato distinto y en esta ocasión me decidí por unos fetuccini en salsa de camarones. Al primer sorbo de vino apreté los dientes como un cocodrilo. Miré el vaso y el color era el habitual. Sin embargo el sabor era aguado, amargo y dulce a la vez y vagamente familiar. Pegué la nariz al vaso y tenía un olor bastante avinagrado. Pedí que me cambiaran la botella pero la segunda sabía igual. El camarero me miraba como si estuviera chalado. Olvidé el vino por un momento cuando llegó el humeante plato de fetuccini. Otra vez el extraño sabor mezcla de dulce y amargo. Intrigado, mastiqué despacio intentando dar con el ingrediente al que sabía todo en ese restaurante. Se hacía cada vez más y más evidente. Sabía a espárragos. Sí señor, espárragos blancos de toda la vida. Me marché derrotado y por las buenas. Siempre he pensado que no debes discutir con quien te pone la comida en la mesa.

Fui a casa directo al frigorífico y probé las pocas mandarinas que quedaban. Abrí la despensa y sólo encontré sopas de sobre y una lata de fabada. Todo me supo a espárragos a de lata. La horrible conclusión a la que llegué es que el fallo estaba en mí. Sonó el teléfono y, casi sin darme cuenta, lo cogí al instante.

    ¿Diga?

    ¿Hipólito Pesquera?

    Sí, soy yo. ¿Quién es?

    ¡Coño, qué alegría! Me ha costado conseguir tu número. Soy Ferrán Adriá.

    Ya, y yo la niña de los peines.

    Perdona Hipólito. Que no estoy de coña, soy Ferrán Adriá. Dejé un mensaje en tu web, pero como es cosa urgente y no contestabas he tenido que llamarte.

    ¿En serio? Disculpe señor Adriá, es que tengo un mal día. ¿Qué es eso que urge tanto?

    Pues verás, resumiendo y por favor tutéame. Me gustaría que vinieras mañana a cenar a El Bulli. Llevo un tiempo siguiéndote y me gusta lo que haces. Sé que te aviso con poco tiempo, pero es que uno que tenía mesa reservada mañana la ha palmado.

    Mira que lo siento.

    No te preocupes. Hace año y medio de ello pero nos hemos enterado ahora. Así que pensé: “Pues que venga el crítico ese que se pasa tres pueblos con todos.”

    La verdad, no sé qué decir. Es un gran honor.

    Pues todo dicho. Mañana a las ocho.

Tan pronto terminó la llamada dos reflexiones rehogaban en mi sesera: Una, tenía que ir a recoger el traje bueno de la tintorería la mañana siguiente. Y dos, ¿el médico del gusto es el otorrino? Daba igual no había tiempo.

Y ahí estuve yo a las ocho como un clavo. En ese restaurante con tres estrellas de la Guía Michelin, en el que esa noche también cenarían entre otros el primo del rey de Arabia Saudí, el ministro de economía francés, el presidente de una multinacional productora de profilácticos y el obispo de Calahorra. A la media hora aproximadamente, tras enseñarnos las instalaciones, estaba sentado en una bonita mesa. Me entregaron la lista de cuarenta platos que iba a degustar. Busqué entre los nombres la palabra espárrago y no la encontré. Eso sí, me hizo una especial gracia el que el último de todos fuese “PERA”. Sin duda Ferrán es un provocador.

Lo primero que trajeron fue un cactus margarita con una excelente presentación y un color rosa violáceo muy apetecible. Lo probé, y una única lágrima redonda y grande cayó por mi mejilla. Iba a probar espárragos con cuarenta apariencias distintas. Uno a uno, cada cinco minutos, fueron sirviendo los platos y hacían una breve exposición de sus ingredientes y elaboración. Con el cuarto postre y último plato de todos recibí la visita de Ferrán. Sonriente con gesto amigable estrechó mi mano con fuerza con sus dos manos a la vez. Se sentó a mi mesa.

    Te he dejado para el final. Un postre delicioso siempre es el final perfecto.

    ¿Lo dices por la pera?

    Vas a alucinar. Es sin duda el plato más original.

Presté atención al plato y allí estaba una verde, tersa y reluciente pera. Con rabillo y todo. Yo miraba la pera y miraba a Ferrán, miraba los cubiertos y miraba de nuevo a Ferrán. Cómo leches se comería aquella pera. Él me miraba sonriendo expectante mientras asentía lentamente. Cogí tenedor y cuchillo y corté un trozo pequeño.

    Prueba, prueba.

Una sensación dulce y amarga a la vez invadía mi espíritu. Una ácida explosión reconfortante. Una sabrosa impregnación de consciencia. Entendí el sabor justo que deben tener los ingredientes de la vida para encontrar la felicidad.

Este humilde crítico no es el mismo desde que tuvo el honor de cenar en El Bulli. No puedo más que alabar el colosal ingenio de este chef sin parangón y recomendaros encarecidamente que al menos una vez en la vida gocéis de una auténtica catarsis culinaria. Ferrán, sin duda alguna, ha elevado la cocina muy por encima de la categoría de arte para situarla en un modo de vida. Ah, y no se les ocurra pasar del postre.”

112- Los ñoquis caseros por Maravicentero

Calculá una papa por persona, una papa mediana, ni muy grande ni muy chica. Conviene hervirlas con cáscara para que no absorban mucho el agua, primero las lavás, aunque a veces ya vienen lavadas, tienen que quedar blanditas pero que no se desarmen. Una vez que están las papas hacés el puré, si no tenés pisa papas podés usar un tenedor, pero esto no es recomendable, porque te quedan pedazos de papa muy grandes y además te duele mucho el dedo índice. Al puré le agregás sal, pimienta, nuez moscada (fundamental), un trocito de manteca y huevos. Para tener una idea 1 o 2 huevos para 5 – 6 papas. Cuando el puré está listo empezás a agregar harina en forma de lluvia, acá trabajás con las manos y vas amasando hasta que ya no se pegue tanto esa bola informe a tus manos.
El punto de la masa depende de varios factores: de la calidad de la papa que puede ser mala, buena o superior; de la destreza del amasador, esto es cuestión de práctica; de las condiciones ambientales, si el día está lluvioso no intentes hacer ñoquis porque te quedará un engrudo. Si donde vivís llueve siempre, mejor andá a la rotisería porque podrías experimentar un sentimiento de derrota que nada tiene que ver con tu habilidad, es sólo una influencia externa.
Una vez que la masa te parece maleable hacés choricitos que deben quedar uniformes en cuanto a grosor, luego los cortás en rectangulitos, tamaño ñoquis, claro, y así pueden quedar o pasás al último paso. Es importante seguir incorporando harina para que no se peguen. Para el último paso necesitás un utensilio de cocina que es como una cuchara larga con líneas paralelas, puede ser de madera o de plástico (más moderno) pero ya casi no existen en las casas y menos en los departamentos, es por esto que este paso puede ser omitido, es sólo para marcar los ñoquis y que queden ralladitos, y con forma de ñoquis.
Una vez listos se cocinan en agua hirviendo con sal y unas gotas de aceite, cuando flotan están listos para servir y por supuesto que la salsa ya debe estar preparada de antemano. Esa es otra receta.
En mi tierra existe la tradición de que los días 29 de cada mes hay que comer ñoquis y se debe colocar un billete debajo del plato, esto es para que la buena fortuna nunca falte. No tengo ni idea de dónde viene esta tradición pero es una muy buena excusa para hacer ñoquis y degustarlos en familia y/o con amigos.
Los ñoquis son típicos de la cocina italiana por ser un plato de pasta básica. En mi país los adoptamos probablemente porque la mitad de la gente tiene algún pariente “tano” en la familia.
Lo extraño del caso es que la papa es originaria de América del Sur, se dice que su centro de domesticación ha sido en el Perú o en la isla de Chiloé, o en ambos lugares a la vez, lo que no sería nada raro. En América del Sur existen infinidad de tipos de papas adaptadas a distintas condiciones ambientales, hay papas de altura, de llanos, de selvas, de zonas áridas, de frío, de calor, etc. La papa la llevaron a Europa los conquistadores que vinieron a América para llevarse todo a Europa, al principio no fue bien recibida en el Viejo Continente, porque la papa pertenece a la familia de las Solanáceas y estas plantas en Europa estaban asociadas a la brujería. Así es que el rey de Francia, en su momento no recuerdo bien quién era, mandó a plantar papas en los jardines reales, fue entonces que las personas fueron persuadidas de que las papas eran buenas.
Una historia similar tiene el tomate, que se usa para hacer las salsas que acompañan a las pastas, resulta que también es de América del Sur y no voy a seguir con la lista de alimentos que nuestro continente le donó al mundo porque sería interminable.
La idea es que pruebes hacer unos ricos ñoquis y los disfrutes con tus seres queridos.

jueves, 4 de agosto de 2011

111 Triste bocadillo a mediodía por Leopoldo Portugués

Aquella mañana, Fernando de Castro y Salamandra, hijo tercero de Julián de Castro y Martina Salamandra, se escondió en los aseos del colegio y retiró el papel de plata hasta desnudar el bocadillo, cuya carne, superviviente del congelador, adolecía la textura correosa de un espárrago. Fernando destapó el contenido del pan mientras oraba a sus dioses infantiles, quienes no le agraciaron con chorizo ni panceta, ni queso ni salami, sino que lo condenaron – ¡Oh, míseros dioses infantiles! – a la agonía de un chorreón de aceite de girasol, que destelló amarillo bajo el foco halógeno del cuarto de baño.
¡Vida miserable!, se lamentó Fernandito, temeroso de las burlas de sus amigos, que espiaban el corazón de los almuerzos ajenos, que olfateaban los envoltorios, y que reían la ausencia de fiambre, o la abundancia, o las extrañas mixturas con las que algunos padres descuidados rellenaban el pan de sus hijos. Él mismo había acogotado a Paco El Mantecas por demérito materno en una aberración de queso gouda, paté de hígado de cerdo y mantequilla. Igualmente hirientes las carcajadas que estremecieron a la pobre Julia por un goteante sándwich de sardinas, pródigo en tomate artificial y aceites, que se desmoronó al primer bocado, impregnándole el vestido de un lodo apestoso que la acompañó hasta el final de la jornada.
Aceite – ¡de girasol! – en pan descongelado era una pifia amarga, un placebo alimentario, motivo de escarnio colectivo, más aún cuando ocurría por tercera vez en la semana, como si los astros, o los dioses infantiles, hubieran señalado con óleo lunes, miércoles y viernes. Por suerte, Fernandito se había precavido de sus compañeros, y en la soledad del retrete, mordisqueó los flancos del condumio, empachándose de esas migas esponjadas, luminiscentes, que tragaba con esfuerzo, salivando mucho; hasta que escuchó un lamento, una suerte de llantina silenciosa, entrecortada de hipidos. Acercó la oreja a la mampara divisoria. En el váter contiguo gimoteaba un niño; pronunciaba algunas palabras, que repetía entre dientes, con la boca llena. Al rato descifró la letanía: Otra vez no, otra vez no. No más mortadela con aceitunas.
En casa, Fernandito observó como su padre deglutía los macarrones con atún y tomate – rito de iniciación al fin de semana, plato de índole cuaresmal – mientras miraba la televisión, donde un hombre señalaba una gráfica cuyos valores se despeñaban en picado. Julián, como todo padre benévolo, le devolvió la mirada, y aún masticando la pasta, le preguntó: ¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras tanto? A lo que el niño no respondió, sino que viró su cabeza hacia la madre, ojerosa Martina: Mamá, ¿por qué ahora solo pones aceite en los bocatas? Tanto Julián como Martina, esforzados trabajadores de clase media baja, agacharon la cabeza, como si cedieran la respuesta al otro; suerte que el hombre de la televisión, cuya relevancia, hasta el momento, era análoga a la de cualquier busto parlante, sentenció su reportaje sentenciando que Es culpa de la crisis; la crisis que todos sufrimos. Así, Fernandito de Castro y Salamandra, inició su cruzada contra los mediodías insípidos.
Empleó el fin de semana en el estudio de los alimentos. En la biblioteca municipal, halló un libro sobre trofología, esto es, sobre la combinación de proteínas, hidratos de carbono, lípidos y constelaciones; y también se ilustró con El Pentateuco Gastronómico Sobre La Compatibilidad de  Sabores. Elaboró un catálogo donde especificaba la tipología de panes disponibles, desde la baguette hasta el integral, y las ventajas e inconvenientes de cada clase. En otro inventario, recogió las preferencias de sus amigos, el bocadillo más común: salami, y el más raro: jamón con tomate. Incluso convenció a Marcos y a Inés para que se enrolaran en su proyecto. El lunes siguiente, en clase de matemáticas, Fernando de Castro y Salamandra observó a sus compañeros, todos ellos entretenidos con los surcos del compás, con la fisionomía galáctica de la escuadra y el cartabón. Calculó los posibles gramos de jamón por niño, los kilos de pan, las decenas de cortezas restadas a los moldes, los litros de zumo y, en un ejercicio de genialidad, hasta la media de calorías necesarias según sexo, talla y peso. No obstante, el profesor le arrancó de las manos sus esquemas y los rompió en mil pedazos: ¡Lo de pintar muñequitos en tu casa!
Cuando el timbre instó a los escolares a disfrutar del recreo, Fernandito trepó su pupitre, y esgrimiendo su porción de baguette disfrazada de plata, se dirigió a la clase con pose cesárea: Os ofrezco la posibilidad de un almuerzo mejor, un almuerzo sin  rutina; un almuerzo imaginativo, de todos y para todos; un almuerzo libre, donde cada uno escoja los ingredientes según sus apetencias. Seguidme y triunfaremos.  Y así, tras la arenga, como si hubieran aguardado ese momento durante toda su infancia, le siguieron, le siguieron todos y cada uno de sus compañeros, y al pasar las otras aulas, muchos niños curiosos preguntaron, y como respuesta recibieron la buena nueva de un líder mesiánico, capaz de desafiar la mezquindad y astenia de los bocatas modernos. Le siguió la multitud triunfal: chavales gordos, flacos, altos y bajos, rubicundos, granujientos, chavales de todas las edades que desembocaron en el patio, en un banco donde Fernando dispuso unos platos de plástico. Confluyeron sobre ellos embutidos y mantecas, y frutas, y quesos y hortalizas; toda suerte de quintaesencias para las papilas gustativas que Inés y Marcos desmarañaban mientras el chef, el de Castro y Salamandra, combinaba según había leído en los manuales de la biblioteca. Comenzó el reparto con un bocadillo de melva, requesón viejo y chorizo, que desató el furor de Mariano, el beneficiario. Luego, continuó con uno de lomo, jamón y pimiento. Le siguió una serie de bocadillos de aceitunas – extirpadas de la mortadela – y queso que animaron a los mellizos y a Carlitos Estepa. Conforme se arrimaban nuevos clientes, surgían obras de diseño, a cada cual más original y suculenta. El malo de Isidoro y Ginés el Ganso, dos abusones de muy mala baba, contribuyeron a la causa estableciendo a mamporros dos hileras de niños hambrientos. Los profesores oteaban desde la lejanía el tumulto sin atreverse a participar, como temerosos de una revolución infantil, hasta que García, el de gimnasia, reconoció que su rebanada de pan cubierta de chóped no le saciaría el hambre, por lo que animó a sus colegas del claustro. Pronto el banco congregó a todo el colegio. Repartieron las funciones según habilidades, y hasta la vieja cocinera plasmó su sabiduría en los nuevos emparedados; por orden del director, conserjería aportó algunas materias primas del comedor para sazonar los panes, y el recreo abarcó las horas lectivas de lengua e historia.
De esta manera, Fernando de Castro y Salamandra inauguró la Fiesta Gastronómica Anual del Colegio Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que se ha convertido en un referente de la cocina infantil. Hasta allí se han desplazado en las tres primeras ediciones afamados cocineros de todo el país, personalidades del mundo de la hostelería e incluso nutricionistas y expertos en pediatría. Cuando los periodistas preguntaron al niño qué había motivado esta idea contestó: Odio el aceite de girasol.

110- Ají de gallina en Castilla-León por Yara

Me invitó a cenar a su casa que compartía con otros compatriotas, por eso esperaba que hubiera más gente. Cuando me abrió la puerta me encontré un piso iluminado con velas, una fila de velas pequeñas recorrían el pasillo hacia el salón donde estaba preparada una mesa para dos con un centro de mesa adornado con una cala natural. Yo me quede extasiada y no sabia que pensar, había estado tan enfrascada en la tesis, que no me había dado cuenta que había sido invitada a una cita propiamente dicha.
Le había conocido el día anterior en un congreso, estuvimos hablando durante dos horas delante de un café sobre el indigenismo amazónico. Pensé que hoy continuaríamos discutiendo y compartiendo experiencia y sabiduría. Le pregunté por el cuarto de baño, quería mirarme al espejo y ver si estaba lo suficientemente aceptable para una cita, saqué una barra de labios del bolso, me quite una cana rebelde y me alise el pelo como pude. Salí con una de mis mejores sonrisas, intentando estar a la altura de las circunstancias. A la vez que acusaba para mis adentros al Universo de caprichoso.
Él ya estaba ultimando los preparativos en la cocina, su camiseta azul se había manchado de crema, sudaba y no sabia si era por el calor de la vitrocerámica o porque yo le estaba contemplando como corría de la nevera a la mesa. Abrió una botella de vino como si lo hiciera todos los días y brindamos por la amistad. De primero, había preparado un salpicón solo de mejillones que eran enormes, frescos y deliciosos. Los disfrute mirándole a sus ojos grises enormes, fijándome que tenía un atractivo peculiar, más que belleza, encanto y una pizca de arrogancia. Su acento peruano endulzaba la salsa avinagrada del salpicón.
Mientras que la conversación giraba en torno a los problemas sociales del mundo causados por la desigualdad económica. Bruscamente se levantó y trajo el segundo plato, ají de gallina.  Me explicó que era un típico plato peruano y que lo había hecho como su madre le enseñó y que incluso la había llamado por la mañana para estar seguro de que no se le olvidaba ningún detalle.
Me sirvió el arroz y el ají de gallina con nerviosismo y confianza al mismo tiempo, yo me sentía halagada y tratada como una reina, nada que ver con la pasta insulsa que me preparaba yo misma todos los días. Cuando lo probé me sentí transportada al mundo divino de Dioniso, de Eros…lo fui saboreando lentamente y esperando utópicamente que no se terminara nunca.
Ya no le oía a él, solo quería disfrutar del ají de gallina, de vez en cuando le reiteraba lo delicioso que estaba, él sólo se reía. Como me quedé embriagada con el placer de comer este plato, me quedé sin conversación, sin palabras, ni adjetivos… para romper el hielo, le tuve que preguntar por la receta. Esto me permitió tenerlo ocupado, mientras yo seguía deleitando el ají de gallina, pretendiendo estar de lo más atenta, de vez en cuando le oía decir: leche descremada, licuadora, madre, abuela, desmenuzar, pan…En el momento que terminó de explicar todo el proceso, yo había terminado mi plato y sentí que mis pupilas se dilataban y que no podía evitar mirarle intensamente embriagada, embelesada, arrebatada e incapaz de terminar una frase. Él suavemente me preguntó si quería comer más ají, solo pude balbucear: “Quiero…”, “Me gustaría…” Se levantó despacito, se acercó a mí y me besó. Después, hubo postre: brownie y pisco.

109- Un empleo de riesgo por Paul Bocuse

Apenas llevaba un par de meses trabajando en este restaurante y ya estaba pensando en dejarlo. Al principio todo discurría como en cualquier otro lugar en el que hubiese cocinado antes, pero últimamente las cosas se habían torcido. Situado en el mismo paseo marítimo, tenía cierto encanto, pero el ambiente laboral se encontraba enrarecido y, por momentos, rozaba el disparate. De acuerdo, yo no había ayudado a mejorarlo liándome con la novia de mi pinche, que para colmo era la camarera, pero esta no era mi principal preocupación. Tener que soportar los continuos comentarios a mi modo de elaborar los platos, por parte del dueño, cuando demostraba a cada instante que no tenía ni idea de cocina italiana, sí que me sacaba de mis casillas. Además, el palurdo ponía continuamente en el tocadiscos esa maldita tarantela que martilleaba en mis oídos. ¡Por Dios! Si lo más italiano que había en el local era su americana Armani falsa, fabricada en Pakistán. Con decir que hasta me obligaba a echarle nata a la pasta carbonara. Era un completo inepto, y así iba el negocio.
Aquella tarde comenzó como tantas otras, un par de mesas en el salón y algún que otro pedido a domicilio. Don Gregorio estaba sentado viendo los toros y vociferando con un ole cada pase de muleta. En la cocina, Javito y yo nos afanábamos en preparar los escasos ingredientes que utilizaríamos esa noche. En teoría, el joven pinche no sabía nada de lo sucedido con la caliente y voluptuosa Conchi, pero reconozco que cuando lo veía aparecer por el rabillo del ojo, armado del cuchillo grande, un escalofrío recorría mi cuerpo. Ella, mientras tanto, servía las mesas y cada vez que se acercaba me ponía ojitos. La noche avanzó con mayor pena que gloria, el cansino de Don Gregorio se asomó en un par de ocasiones con estúpidos consejos: "No estires tanto la masa, que las pizzas se quedan muy finas”, “Dale más fuego a la polenta, que si no tarda mucho". Cada vez que abría la boca demostraba su incultura. Tuve que bajar una vez al almacén, momento que aprovechó Conchi para apestillarme en las escaleras y ponerme precisado. Y llegó la hora del cierre. La chica cerró las puertas y bajó la persiana a medias, Don Gregorio carcajeaba los improperios de los "Supervivientes" en la maldita caja tonta y a Javi le tenía perdida la pista. Yo descendí al almacén para guardar algunos ingredientes, aquel sitio era tétrico, pero al menos parecía limpio. De repente, la tarantela que ya solo se oía de fondo, atronó a todo volumen. Desde el sótano, pregunté qué era lo que pasaba, pero no obtuve respuesta. Dándolos por locos perdidos continué con mi labor para irme de allí cuanto antes, cuando algo golpeo mis pies por atrás. Me giré, y lo que vi provocó una arcada que apenas pude contener; la cabeza de Don Gregorio me observaba, separada del cuerpo, desde el suelo; seguía teniendo esa expresión bobalicona como si fuese a decir alguna sinrazón. Mis piernas temblaron y casi me desmayo, pero una inyección de adrenalina me recompuso al observar, en lo alto de las escaleras, el forcejeo entre Javito y Conchi. Antes de poder hacer un solo movimiento, el cuchillo grande que portaba el pinche atravesó el pecho de la joven desdichada. La tarantela sonaba a un ritmo incluso más rápido que el latir de mi corazón, lo que dotaba a la escena de un aura casi absurda, cuando el cuerpo de la ardiente chica se desplomó sin vida. Y finalmente, el cornudo homicida centró su mirada en el que desde el principio era su objetivo, yo. Estado de pánico se quedaba corto para definirme en el instante en que el endemoniado descendió los escalones de tres en tres. Se inició entonces una trepidante y ridícula carrera por el diminuto almacén al ritmo de la música sureña, las cuchilladas alcanzaban los enseres, las tuberías (que manaban agua) e incluso a mí. La paranoia llegó a su cúspide cuando me encontré forcejeando con el desquiciado y el afilado acero se aproximó peligrosamente a mi cuello. Tropezamos y caímos aparatosamente al suelo, ambos abrimos los ojos desorbitadamente. Nos separamos y quedamos acostados uno junto al otro con las espaldas contra el firme, con la diferencia de que él tenía el cuchillo hincado en su vientre. Herido me arrastre como pude por las escaleras, mientras el demente estiraba el brazo aún con vida para intentar retenerme. Una vez fuera del infernal local, y cuando creía que toda aquella locura a ritmo de tarantela había finalizado, el restaurante reventó con una enorme deflagración que me arrojó, inconsciente, a varios metros.
Casi una semana después desperté en el hospital, la policía me esperaba y me interrogó durante horas. Finalmente creyeron la inverosímil versión que les relaté, ellos me comunicaron que no hubo supervivientes (cosa que ya imaginaba), y que la explosión se produjo debido a que el enajenado debió romper la tubería del gas en una de sus abatidas. La ciudad ganó un nuevo suceso trágico y perdió un pésimo restaurante italiano. ¿Quién sabe? Quizás el cambio fue bueno. Yo por mi parte, decidí hacerme albañil, el de cocinero es un empleo de alto riesgo.

108- Sueños y fogones por Diego de coletitas

De repente Eduardo se iba. Se marchaba atraído por una jugosa oferta de un importante restaurante de San Sebastián. Uno que se había estrellado en numerosas ocasiones, para regocijo de sus dueños y de los editores de la prestigiosa guía.
En el ilustre establecimiento vasco se produjo una deserción. Por un insignificante motivo, unos cientos de euros, habían abandonado el restaurante varios cocineros y ahora fichaban a colegas que pertenecían a otros locales. Todo ello sin respetar las más elementales normas de cortesía culinaria.
Eduardo se marchó. Iba encantado a una cocina de las más importantes del planeta, de ésas que marcan tendencias y modas en el apasionante mundo de la restauración. Había sido adjunto a la jefa de cocina, que era mi pareja y también propietaria. Nos encontrábamos, así, de repente, con un serio problema. Una pieza esencial de nuestro engranaje volvía a perderse por el camino, justo a unos días de empezar con la carta de invierno, a principios del año.
Despedimos a Eduardo con una copa. Era viernes por la tarde. Cerrábamos el local hasta el lunes. Después de terminar el trabajo nos sentamos a una mesa y le deseamos, perfumados por el aroma de jengibre de una deliciosa ginebra, buena suerte en su nuevo periplo profesional.
Mientras buscábamos a un sustituto, me tocó volver a los fogones. Llevaba varios años sin ponerme el delantal, al menos de una manera profesional. Después de varias temporadas me había ido apartando hacia el lado administrativo del negocio, dejando el más creativo en manos de Rocío, ocupándose ella de la parte más experimental,  que era mi favorita. La posibilidad de combinar, de crear, de jugar, de equivocarse o acertar con olores, sabores, texturas, procedimientos… siempre me pareció muy lejana de la inevitable rutina en la que suelen caer los restaurantes ya asentados. En la cocina había una encantadora anarquía controlada, si vale la contradicción. Era más un juego que una ocupación, a veces. Otras la rutina y el ritmo de trabajo también acababan imponiéndose. De ese modo volví, aunque fuera por unos meses, de manera provisional, a los ardientes fogones.
Pasaron la carta de invierno y la de primavera. Encontramos a final de la última a Natalia, que sería la sustituta de Eduardo a partir de Septiembre.
Como siempre, en Mayo, cerrábamos la temporada. Era hora de descansar, de viajar, de aprender de otros como enfrentarse al acto creativo de convertir unos alimentos en una delicia, en un placer que no podíamos olvidar por mucho tiempo que pasara. En ese pequeño milagro de alquimia que suele comenzar con fuego y aceite.
A principios de Septiembre, antes de empezar la temporada, Eduardo, como sombra inesperada, apareció por la cocina. Nos contó su  malograda experiencia en el restaurante vasco. No pudo integrarse en un engranaje casi perfecto, donde se anulaba su capacidad creativa, su ingenio, su inmenso talento. Logró sobrevivir varios meses, pero la rutina lo ahogó de un modo siniestro, sin piedad hacia su capacidad de improvisar, de sorprender. Estaba muy delgado, con una palidez amarillenta poco atractiva. A veces uno no encaja en determinados lugares. No pasa nada. A todos nos ha ocurrido a lo largo de nuestras experiencias laborales. Nos solicitó su reincorporación. Le pedimos unos días para pensarlo. La verdad era que Eduardo tenía mucho talento. Regresó a su puesto y yo retomé la parte administrativa. Ahora me conformo con cocinar para mis padres y mis suegros. Lo curioso es que de vez en cuando sueño con platos, con variaciones de conocidas recetas, con mezclas, con salsas, con posibles o imposibles combinaciones, que normalmente se pierden al despertar.
Muy de vez en cuando, tomándome un oloroso café, consigo recordar algún detalle. Se lo comento a Rocío, perdida a esa hora entre los pliegues del duermevela y que normalmente no suele tomar nota de mis atinados comentarios. Para esas ocasiones tendré que regalarle una libretita.
En fin, a ella le corresponde la parte creativa. También deberá decidir que sucede con Natalia. Yo me conformo con mis sueños entre fogones. Además así no me mancho.

107- Banquete de Sabios por Imán

Egis de Rodas se afanaba en alcanzar la temperatura adecuada para que la cocción del pescado quedara perfecta, sin más ayuda que el fuego y unas hojas de parra, y ponía tanto empeño porque en aquella época el cocinero que inventaba un plato gozaba de los derechos de autor durante todo un año. Con un abanico que movía rítmicamente provocaba que las llamas calentaran tan ansiado manjar.
Cuando el pescado, estuvo en su punto echó las especias que tenía a mano y que nunca faltaban en su cocina: laurel, tomillo, orégano, retama, salvia, cilantro y malva y como no podía faltar un chorreón de aceite de oliva de primer prensado que le suministraba su amigo Demetrius que tenía un gran campo de olivos fuera de la ciudad.
Observó el resultado. A la vista se advertía el contraste entre el blanco de la  carne y el colorido de las hierbas de su adobo. Acercó  al plato su pequeña nariz, motivo de burla en su niñez por creer sus amigos que con tan chico apéndice no era capaz de oler ni una flor que estuviera pegada a su cara, y…umm… el aroma borró el olor fresco del mar que entraba por su amplia terraza. Decidió que tan tremendo plato era digno de ofrecer a la mismísima Diosa Deméter, así que para celebrarlo se sirvió  vino y con la vasija en la mano su mirada se perdió en la lejanía donde se unía el cielo con el mar en una línea imperceptible.
Al día siguiente lo tenía decidido, llamaría a sus amigos cocineros para contarles sus investigaciones, así que después de encomendarle a su criado Eudor que fuera a las casas de aquellos y que les dijera que su amo los invitaba a un almuerzo y a disfrutar de un buen vino.
Cuando el sol estaba en lo más alto de cielo de un  magnífico día de verano,  fueron llegando los artesanos: Apctonete de Atenas conocido por la invención de la morcilla, Nereo de Quíos inventor del caldo de congrio y autor de recetas para la preparación de este, Euthymio creador de un recetario para cocinar lentejas, Aristión de Corinto maestro cocinero y creador de banquetes especiales con guisos exóticos, Lanibrias inventor de la salsa negra con sangre, Aristión, inventor de infinidad de platos entre ellos de la cocina de la evaporación, Apetonete inventor del embutido,  Zimites el pastelero Maestro de Repostería, Cigofilo el Maestro de los huevos llamado así por su invención del huevo pasado por agua, el huevo duro, y la tortilla siendo famosa la de sangre de liebre, su amigo Lambrias y su compañero Chariades a quien nadie sobrepujó en ciencia culinaria.
 El aire olía a deliciosa sopa de mar mezclado con el de la brisa marina y el de los árboles del jardín, jazmines, olivos, y flores de todos los colores y formas. En el centro del patio y junto a la fuente que daba frescor se encontraban mesas alargadas llenas de bandejas con infinitos manjares: liebre cazada con arco y flecha, caldo negro que consistía en mezcla de carne picada, grasa de cerdo, vinagre, sal  e hierbas aromáticas regadas  con sangre,  congrios de Sicione, anguilas del lago Copays, sardinas de Phalerio, pecho de atún, lomos de la raya, deliciosa tajada de Deméter que era carne asada acompañada de pan, rodaballo, dorada, salmón, pulpo, pez espada y esturión, piezas de pan cocidas en planchas de hierro y a fuego de leña y  para regar todo ello el mejor vino de la isla, el que daban sus vides en su vertiente occidental bajo el pico montañoso de Ataviros, a 490 kilómetros de Atenas.
Después de saludarse todos y de dedicarles tan fastuoso banquete a la Diosa Adefaguía, la del Buen Comer, se instalaron tendidos en lechos como era costumbre, es decir con el codo izquierdo apoyado en una almohada utilizando únicamente los dedos de la mano derecha para tomar alimentos.
 Cuando llevaban poco tiempo comiendo entró por el arco del patio el gran poeta Arquestrato, llamado por el sobrenombre de “Hesiodo de los Gourmets”, de aspecto tan delgado a pesar de ser tan docto en el arte del bien comer e incansable viajero  ante el  que todos se inclinaron saludándolo después con vítores y aplausos. Este siempre suponía una gran animación en las comidas entre los sabios cocineros, porque siempre que volvía de algunos de sus viajes, recorriendo tierra y mares les narraba a sus amigos que había despertado su apetito y donde se encontraba lo mejor y lo más suculento a lo que los maestros cocineros le animaban a que todos esos conocimientos los reflejara por escrito en algún tratado de cocina o libro, donde reflejara las diferentes formas del arte coquinario y cada uno fue apuntando cómo debía de llamarse. Unos que si “Gastronomía”, otros que si “Gastrología” y otros “Hedipathia”. En su animada charla también hablaron de compañeros que se habían marchado a Roma, junto con literatos, gramáticos y profesores  para propagar sus conocimientos,  y de  la belleza de sus mujeres.
Cuando más animada estaba la reunión escucharon como los perros comenzaban a aullar, a ladrar de forma nerviosa y a correr en círculos y cómo  bandadas de pájaros se alejaban de la costa hacia las montañas del interior de la isla, los gatos corrían a esconderse y las nubes adoptaban colores extraños y formas de plumas.
 Al poco tiempo  el suelo comenzó a moverse. Fueron varias sacudidas bruscas. El agua de una jarra empezó a burbujear y todos callaron.
La Tierra tembló durante unos interminables segundos durante los cuales los amigos callaron y se agarraron a sus lechos.
Pasados unos minutos, el cielo se despejó, y los animales volvieron a salir de sus escondrijos y todo volvió a la normalidad.
 Después de comprobar los amigos que ninguno había sufrido daños, revisaron  que la comida tampoco se hubiere deteriorado, pero… ¡¡Oh!! cual fue la sorpresa de Egis, al comprobar que en un recipiente en el que había hierba de albahaca se había volcado el aceite de una vasija que se encontraba justo al lado y con el movimiento sísmico se había realizado una  olorosa emulsión de  aceite perfumado que Egis no tardó en verter sobre una fuente donde reposaba una preciosa y fresca dorada y con el corazón latiéndole con fuerza pudo comprobar cómo tras dárselo a probar a sus amigos estos alabaron su hallazgo y  todos declararon que dicha exquisitez  sería a partir de ese día y durante un año el plato por el que Egis de Rodas podría  gozar de los derechos de autor.
 Así que Egis, tan contento como estaba, decidió regalar a cada comensal con una ánfora con aceite de oliva de primera, de los olivos que tardan dieciséis años en dar frutos, mientras en su interior daba gracias y a la vez pedía perdón por pensar así, a la Diosa Deméter, por tan oportuno temblor de tierra…

106- Las dos ventanas de la comida

Hacía mucho frío, tanto, que me quedé echa un cubito de hielo; metafóricamente hablando.  Me decidí ir a ver si entraba en calor, pero una barrera endemoniada me cortaba el paso, era una especie de plástico, pataleé con todas mis fuerzas, pero por más que lo intentaba mi esfuerzo era en vano. Todo estaba oscuro y eso me asustaba. Había mas como yo, pataleando sin rumbo alguno, gritando socorro y completamente desesperadas. De repente una puerta delante de nosotras se abre y una lucecita amarilla se encendió sobre nuestras cabezas. Podíamos ver a un hombre enorme, gordo, feo y calvo. Llevaba la barba muy larga; ya casi se empezaba a parecer al mago de Merlín. Se relamía con la lengua; era desagradable.
-         Comida, comida, comida, dijo relamiéndose de nuevo.
Podía ver sus dientes, asquerosos y casi con sarro, se los podía lavar de vez en cuando pensé yo... A mi lado había muchos más alimentos, pero no los conocía  a todos. Había pizzas, hamburguesas, una montaña de chocolate y comidas precalentadas por todas partes. El hombre rebuscaba de arriba abajo algo para comer; susurraba y babeaba diciendo:
-         Dulce, dulce, dulce,… no sabía quién era el que hablaba; él, o su enorme estomago.
Me llamó mucho la atención la camiseta que llevaba, era la típica vieja, blanca y algo arrugada; llevaba un hombrecillo impreso que vestía una gorra  y un peto verde, era  Luigi, el famoso compañero de Mario Bros. Nuestro amigo el calvito necesitaba un mote y Gordilui me parecía de lo más original.
Esperaba con ansia que me sacara de allí; de todas formas no tardaría en hacerlo ya que llevaba allí más de tres días y ya me iba aponer mala. Cuando Gordilui me compró en el supermercado dijo que ya era hora de ponerse a hacer una dieta equilibrada y yo nada más verle aquel día compartía su misma opinión.
-         ¿Harás  el coctel de frutas? – Dijo una voz femenina.
-         No creo; las frutas ya están pochas; las tiraré y empezaré la dieta otro año – añadió Gordilui.
-         ¿pocha? ¡¿POCHA?!, yo no estoy pocha… - le dije muy enfadada.
Cerró la puerta de la nevera, y decidí que tenía que salir de allí; a duras penas, conseguí; tras mucho esfuerzo, hacer una ranura en aquel plástico, gracias a mi puntiagudo pelo. Conseguí salir de aquel infierno; y con una sonrisa en la boca y lo brazos bien altos dije: LIBERTAD  
Baje el primer escalón de la nevera, e intenté abrir la puerta con todas mis fuerzas, Pero no lo conseguí. Me ayudaron muchos alimentos, me advirtieron que no sería nada bueno salir de allí, pero estaba congelada y aburrida, me gustaba ver mundo y vivir aventuras. 
Abrimos la puerta de la nevera y me dispuse a salir. La cocina estaba echa un asco, suponía que en esa casa; por no decir pocilga, la palabra escoba no estaba reconocida. Había tozos de nueces tirados por el suelo, cacahuetes, otros frutos secos; pero sobre todo había tomate y trozos de lechuga.
Cogí una cascara de nuez, y me la puse en la cabeza como casco, me quedaba preciosa con mi pelo verde,  atrapé un trocito de lechuga, me la até al cuello y ya estaba lista para todos los obstáculos que me pusiera la vida. Crucé la cocina, y entré en el salón, Gordilui estaba sentado en el sofá. Tenía un bol de palomitas XXL encima de la mesa. A su lado, estaba una mujer sentada, a los dos les absorbía la pantalla de la tele, seguramente, sus dos gordos culos estarían cuadrados al igual que el sofá. Vi una ventana abierta al fondo del salón, lo crucé con suma delicadeza y no se percataron de mi presencia.
Cuando estaba justo al lado de la ventana me pregunté si merecía la pena saltar desde allí, exactamente, desde un cuarto. Miré hacia abajo, había un contenedor repleto de panes de hamburguesa; mi salvación, pensé. Me tiré sin pensármelo dos veces, una oportunidad como esta sólo se tenía una vez. Caí sobre blando aunque me destrocé un poco el trasero. Me levanté como pude, me puse de pié y fui botando sobre los panes para salir de allí. Encima del contenedor había dos ventanas, me  aproxime a una de ellas para observar otras formas de vida, mejores que las de Gordilui; (o eso esperaba) pero sólo vi multitud de grandes personas que se metían para el cuerpo miles y millones de calorías, comiendo hamburguesas, triples y dobles. Sólo se veía la cocina de aquella tienda y lo que vieron mis ojos era el caos. Había patatas fritas aceitosas, miles y miles de grasas animales, acompañadas con algo de verdura, como tomates, cebolla o lechuga que sólo estaba allí para aparentar un mejor aspecto saludable a aquella sebosa comida. Yo no discutía con nadie en absoluto que aquellos alimentos no estuviera de lujo pero afectaba gravemente a la salud, no podían alimentarse de aquella comida; si hubieran estado en el huerto donde me crié habrían aprendido las funciones y los objetivos de cada una. La mía como buena vitamina, era dar al cuerpo humano hidratos de carbono, mucha vitamina C y ácido orgánico, que ayuda al funcionamiento del aparato digestivo de los humanos.
Volvía sobre mis pasos a sentarme justo donde había caído. ¿Y si tenía razón Gordilui? ¿Y si ya estaba pocha y ya no había esperanza? Recordé las lecciones que me habían dado en el huerto, nunca des nada por perdido; asique me acerqué a la otra ventana ya sin esperanza para ver mis últimas imágenes antes de que me echara a llorar.
Levanté la cabeza y leí un cartel: comida sana, vida sana; todo vegetal nada animal. Me alegré tanto de ver que alguien compartía los mismos pensamientos que yo... La ventana tenía una pequeña ranura abierta, intenté levantarla. Esperaba ver comida sana, verdura… Era como yo lo imaginaba, ya podía morir en paz. Entré en la cocina, estaban preparando un delicioso plato con frutas del bosque, algo de nata montada y un poco de canela, el cocinero se despistó, y pensé que ese era mi momento de gloria. Me quite el casco y la capa; ya no los iba a necesitar. Corrí hasta el postre, trepé por la copa hasta llegar a la cima, no podía estar más cansada, por lo que me dejé caer sobre una dulce, blanca y blandita amiga, que seguro, me conduciría hasta mi objetivo. Había aprendido una gran lección, hay gente de todos los tipos, grandes, pequeños… todos podemos elegir a dónde queremos ir y que queremos hacer con nuestra vida, cada uno hace lo que cree que es más correcto algunos se equivocan de camino; hay gente que intentan cambiar el mundo y hacen que el universo sea un poquito más humano; porque cada uno tiene sus sitio. Y el mío estaba allí. Porque… ¿Dónde iba a estar mejor; una fresita llamada Merengue que la encanta vivir y que sin motivo alguno es capaz de SONREIR?