¿Cuánto
puede tardar el nuevo restaurante de la ciudad en convertirse en el más afamado
y con la mayor lista de espera inimaginable? Eso mismo se preguntaba el señor
Randolph, gerente de dicho restaurante. Apenas un año atrás, abría el local,
lleno de ilusión y a la vez aterrado ante la incertidumbre de cómo funcionaría
el negocio. Ahora se encontraba abrumado ante el enorme éxito del que
disfrutaba, que digería no sin cierta dificultad. Sabía que el éxito del
restaurante no provenía directamente de sus propias manos, sino de las del chef
que había contratado, por recomendación de su ex-mujer, a quien no supo retener
a su lado, pero cuya opinión aún tenía en alta estima. Ella, por su parte, aún
no había perdonado del todo las continuas infidelidades de su ex-marido, y la
recomendación de aquel chef no había sido del todo gratuita...
Al poco de su apertura, la fama del
restaurante comenzó a extenderse por la ciudad, y todo gracias a unos platos
extrañamente exquisitos, una sucesión de sabores y texturas no encontrados
anteriormente, unos aromas penetrantes e inusuales. Pronto, todo el mundo
quería disfrutar de unos platos tan magníficos, únicos y exclusivos. Pero
Randolph, a la vez que se frotaba las manos por la magnífica marcha del
negocio, no podía evitar sentir celos (y recelos) de su chef, un extraño
polinesio de edad indeterminada, cuya fama superaba ya incluso la del propio
del restaurante. De hecho, había rechazado ya varias suculentas ofertas de la
competencia, y no había día en el que el gerente del local no esperara que le
pidiera un aumento de sueldo, al que no podría negarse. Sin embargo, la única,
aunque inusual, petición del chef era que quería ser él mismo el encargado de
la provisión de carne para el restaurante. Una operación que, además, parecía
querer llevar con el mayor secretismo y discreción posible. A pesar de las
objeciones del gerente, el polinesio había puesto esa condición innegociable.
La carne que traía y preparaba el chef era tan suculenta como misteriosa,
aunque había conseguido superar sin problemas los diversos controles de calidad
a los que había sido sometida, y no suponía riesgo alguno para la salud de los
comensales.
Pero Randolph no se sentía cómodo
con el éxito de su chef, y mucho menos con el secretismo en su proceder. Lo que
al principio sólo supuso una inesperada aunque fructífera fuente de ingresos,
se había convertido, con el tiempo, en un enorme quebradero de cabeza para el
gerente del restaurante. El negocio no podía marchar mejor y, sin embargo, él
estaba intranquilo. Dispuesto a solucionar sus problemas, decidió averiguar,
por sus propios medios, el origen de la magnífica y extraña carne que cocinaba
su cocinero.
Todos los viernes por la mañana, el
cocinero polinesio traía al restaurante, en su furgoneta, varios cientos de
kilos de carne variada, ya troceada y lista para ir a la cocina. Los continuos
intentos por parte de Randolph para conocer su origen habían sido infructuosos,
al toparse con la enérgica negativa del chef. Éste, argumentando que ésa era la
base de su éxito, se empeñaba en mantener el secreto. Al gerente tan sólo le
quedaba una opción: seguir al polinesio un jueves por la noche, en secreto,
cuando saliera del restaurante al finalizar la jornada...
El cocinero condujo su furgoneta un
buen rato, hasta llegar a un viejo polígono industrial abandonado, a las
afueras de la ciudad. Tras él, Randolph conducía su automóvil a una distancia
prudencial, amparándose en la oscuridad y confiando en no ser descubierto. El
polinesio entró en uno de los pabellones, seguido por el gerente del
restaurante. Tal era su obsesión por desvelar el secreto que se cernía sobre el
misterioso origen de la carne, que ni siquiera se percató de que el chef había
dejado abierta la puerta del pabellón.
El interior estaba a oscuras, pero
un pequeño haz luminoso se escapaba por la rendija de una puerta cerrada, al
otro extremo de la estancia. Randolph se acercó a ella, lentamente y procurando
no hacer ruido. Cuando alcanzó la puerta, ésta se abrió. Al otro lado se
encontró una pequeña salita con varias estanterías repletas de cuadernos, blocs
de notas y diversos folios amarillentos llenos de garabatos y extraños
símbolos. También observó diversos libros, todos de apariencia misteriosa y
antigua, y tan ajados que algunos parecían estar a punto de deshacerse en
polvo. Sobre una mesa reposaba un desgastado ejemplar en cuyas sus páginas
abiertas mostraba símbolos incomprensibles y lo que Randolph dedujo que era una
especie de ritual. Apenas rozó sus hojas con la punta de los dedos, y un
desagradable cosquilleo le recorrió el cuerpo, haciéndole temblar. Asustado,
Randolph se alejó del libro.
En la sala había otra puerta,
entreabierta, y hacia ella se dirigió raudo el gerente, que empezaba a
arrepentirse de haber ido hasta allí. Con cautela, se asomó, y en la nueva
estancia, que parecía un sucio y destartalado matadero, salpicado por todas las
esquinas de sangre a medio coagular y vísceras chorreantes, Randolph pudo ver
al chef polinesio. Éste, que llevaba ropas viejas y sucias, y un enorme
delantal empapado en sangre fresca, se encontraba de espaldas a la puerta,
aparentemente ajeno a la presencia de su jefe, y parecía estar como en trance,
de rodillas en el suelo ante unos extraños símbolos y dibujos realizados con tiza
sobre el suelo de cemento. Estaba recitando una especie de cantinela monocorde
y apenas perceptible. En su mano derecha empuñaba un enorme machete de
carnicero, que brillaba afilado a pesar de la escasa luz de la sala, y en la
izquierda sujetaba un gigantesco medallón profusamente tallado, y que
balanceaba al ritmo del cántico.
Cuando cesó el conjuro, pues de eso
se trataba y así lo había comprendido también Randolph, un profundo silencio se
apoderó del lugar. Unos pocos segundos después, y tras un fuerte y sordo
fogonazo que les cegó, ante el chef polinesio, justo sobre los extraños
símbolos dibujados en tiza, apareció un ser amorfo y asqueroso, una masa
informe y biscosa de carne y tentáculos que se movía con cansina lentitud,
respirando profundamente y emitiendo pequeños gruñidos guturales. Randolph,
boquiabierto, tuvo que sujetarse al marco de la puerta para no desfallecer ante
tal monstruosa aberración. El chef, sin embargo, no pareció inmutarse lo más
mínimo ante aquella aparición. Se levantó rápidamente y alzó el machete.
Pronunció unas pocas palabras rituales y descargó con fuerza el instrumento,
abriendo en canal a aquel desdichado e inimaginable ser, que empezó a
convulsionarse violentamente, mientras se desangraba. El polinesio le
descerrajó otro machetazo, con el que lo remató definitivamente. Después, el
cocinero se giró, observando detenidamente a su jefe, que acababa de vomitar,
presa del pánico y el asco a partes iguales, y a duras penas se mantenía en
pie.
—Mañana prepararé unos platos exquisitos
‒dijo el chef,
sonriendo. En sus manos sujetaba un trozo de carne ensangrentada, mostrándosela
al pobre Randolph‒.
Para chuparse los dedos.
4 comentarios:
Un buen relato con ciertas reminiscencias de Lovecraft, aunque los preámbulos se hacen un poco largos.
Suerte.
¡Buen relato! Crea un clima muy misterioso y exótico. El final, muy acorde.
Parece una redacción de 2º de la E.S.O.
La idea del relato me gusta mucho, pero es demasiado evidente tanta repetición con lo misteriosa que es la carne. Creo que no hacía falta. Se podía haber llegado hasta el matadero sin haber mencionado antes el tema de la carne, y así el misterio sería mayor. Creo que es mejor explicar menos y augerir más.
UN saludo
Publicar un comentario