jueves, 16 de junio de 2011

13- O Pazo de Pachacutec por Mimartina

    Cuando a mi padre le comunicaron su traslado a Madrid yo quise morirme. Recién acababa de apagar nueve velas, y, aunque nacida en la capital española, llevaba toda mi vida residiendo en Lima. Lloré, grité y juré quedarme sola en nuestra casa, al cuidado de Aymara y de Inka. No podía imaginar la vida lejos de Adda y Graciela, mis dos mejores amigas, de doña Imperio, mi profesora…, lejos de todo lo que hasta entonces conformaba mi mundo. Mi hermanita, Fabiola, a sus cándidos y leales cuatro años, se puso de mi parte y prometió quedarse conmigo para siempre; pero cuando mamá le dijo que ella ya no estaría para cuidarla, leerle un cuento o sacarla al parque, enseguida se rindió y se pasó al bando enemigo. Llorando a mares corrí a refugiarme en la cocina bajo el delantal de Aymara, nuestra cocinera, aunque para mí representaba mucho más que eso: era mi cómplice, mi hada madrina, mi ángel de la guarda, mi confesora, mi conciencia.
-         ¿Pero por qué me llora, mi cholita?; ¿qué le sucedió pues?
Entre hipos y sollozos le conté a Aymara cuál era el manantial de tanta lágrima mientras me estrechaba entre sus regordetes brazos remangados hasta los codos. Tenía las manos embadurnadas de harina de camote y me preguntó si quería ayudarle a cocinar unos picarones. De sobra sabía que me moría por meter las manos en la masa, por construir los aritos que después burbujearían en el aceite hirviendo y que, una vez dorados y crujientes, cubriríamos con una generosa capa de miel de chancaca. Cocinar me apaciguaba.
Desde muy chica me aficioné a merendar en la cocina tras volver del colegio en vez de hacerlo en el salón principal como me aconsejaba mamá. A esas horas la casa solía estar vacía y la presencia de aquel gran piano de cola me intimidaba. Así que prefería encaramarme a uno de los taburetes junto al gran mesado de piedra sobre el que Aymara trabajaba las viandas mientras Inka planchaba en una esquina o lustraba la plata. Ante mi incipiente curiosidad y mi perseverante insistencia, Aymara comenzó a dejarme trabajar algunos de los ingredientes que utilizaba mientras me recitaba la preparación del plato. Aymara cocinaba de maravilla. Normalmente nos alimentaba con una exquisita gastronomía limeña, pero a veces, y para saciar la morriña y el paladar de mamá, preparaba comida española: paella, tortilla de patata, pulpo a la gallega,… Sin duda, yo prefería los platos típicos de Lima, con su riqueza de sabores y su gama de vistosos colores. Mi favorito era la causa rellena de pollo, que Aymara decoraba con huevos sancochados y con pedacitos de aceituna.
Aquella tarde en la que mi apenas recién estrenada vida comenzaba a agonizar, Aymara creó el menú perfecto para emblanquecer un poco la oscuridad de mi futuro, y que yo decidí no probar como testimonio de mi malestar: tamales en pancas de choclo rellenos de cerdo y maní tostado, un lomo saltado con papas fritas, los picarones ya reposados y una gran jarra de chicha morada. Durante la cena papá nos recordó que debíamos empacar nuestras maletas cuanto antes, que en tan sólo unos días acabaríamos el curso y pondríamos rumbo a España. Volví a  protestar contra tamaña injusticia esgrimiendo dos o tres argumentos que, a fuerza de repetirlos, parecían conformar una lista interminable. Mamá intentaba apaciguarme diciéndome que en Madrid se vivía muy bien, que pronto haría nuevas amigas y otra serie de sobornos que no conseguían aplacar mi ira. La pobre Fabiola no sabía de qué parte ponerse, dirigiendo sus grandes ojos azules a un lado u otro de la mesa según le correspondiese a mamá o a mí presentar nuestros alegatos. Finalmente fue papá quien, con una contundente sentencia, puso fin a la contienda: en diez días dejaríamos Perú y nos instalaríamos en Madrid.
De madrugada me escabullí sigilosamente en la habitación de Aymara y de Inka. Esta última dormía emitiendo sonoros ronquidos parejos al tamaño de sus pechos mientras Aymara yacía callada sobre un costado. Le toqué el hombro y en seguida se giró y me miró con aquellos pequeños ojillos zainos enmarcados por finas arrugas. Se sentó en la cama y, meciéndome entre sus brazos, intentó consolarme:
-         No debe enojarse, mi niña. Ya verá que todo va a salir rebien. Allá en Madrid habrá otras muchachitas como usted y ya verá qué prontito se hacen amigas nomás.
-         Pero yo no quiero irme. Quiero quedarme contigo y hacer cebiche, y choros, y…
-         Ya está bueno, mi cholita. Debe obedecer a sus papás. Y yo me iré para allá con ustedes en cuantito consiga arreglar mis papeles.
-         ¿De verdad que vendrás, Aymara, seguro?
-         Claro que sí, mi hijita. Después del verano, pues ya yo me marcho para allá.
La  residencia que para nosotros había reservado la embajada se escondía entre altas encinas en una zona residencial a las afueras del bullicio y el tráfico de la urbe. No era tan grande como nuestra antigua casa de Lima, pero disponía de una piscina en forma de alubia celeste. En septiembre comenzamos el curso en un colegio de religiosas. No tardé en relacionarme con mis compañeras y, al poco, mis idolatradas Adda y Graciela fueron reemplazadas por Carolina, María y Teresa. Particularmente esta última se convirtió en una aliada inseparable. Teresa era parte de la casa porque su mamá hacía las labores de cocinera para la familia. Al principio miraba a Herminia con enojo ya que para mí la única persona válida para reinar sobre los fogones era Aymara, y cualquier otra dispuesta a usurpar ese trono no era sino una farsante. Me llevó algún tiempo volver a adentrarme en aquella estancia que tanto había significado para mí en Perú y que en Madrid se me antojaba fría y vulgar. Pero Teresa pasaba gran parte de su tiempo allí, así que si quería estar con ella, no me quedaba otra que traicionar a Aymara y entrar en los dominios de Herminia. Confieso que Herminia era una gran cocinera. Gracias a los años que llevaba viviendo en la capital, había aprendido a cocinar unos ricos cocidos madrileños, un exquisito besugo y unas deliciosas torrijas. No obstante Herminia, gallega de nacimiento y vocación, prefería degustarnos con la gastronomía típica de su tierra: caldeirada de merluza, lacón con grelos y cachelos, pulpo a feira, filloas de leche, garbanzos con callos, nabos con bandullo.

Una lluviosa tarde en la que nada se podía hacer salvo deambular por la casa, Teresa me llamó y me invitó a ayudar a su madre a preparar la masa para una empanada de xoubas. Reticente al principio, enseguida sentí unas ganas irrefrenables de hundir mis dedos en aquella masa templada y elástica que vi amasar a Teresa. Fue sin duda el comienzo de una estrecha colaboración que, a día de hoy, sigue dando buenos frutos. Mi intimidad con Herminia fue aumentando a medida que, superado su natural y gallego recelo, me dejó preparar con ella la comida. No obstante, seguía extrañando los sabores que la cocina limeña habían dejado en mi paladar y mi cerebro. Recordaba con nitidez las recetas que Aymara me recitaba, y llevaba algún tiempo pasándolas a papel. Un día le sugerí a Herminia que podíamos preparar un ceviche de halibut, o fletán, según supe que le llamaban aquí. No nos resultó difícil encontrar los ingredientes básicos o sustituir alguno de ellos por versiones mediterráneas. A raíz de ese primer experimento, Herminia y yo continuamos elaborando una vez a la semana algún suculento platillo peruano: parihuelas, pescado a la chorrillana o a lo macho, turrones de doña Pepa…
Seguí los pasos de mi padre y me decanté por la carrera diplomática. Durante seis años salté con frecuencia de un continente a otro. Supe por conocidos que Aymara había fallecido hacía algún tiempo y nunca dejé de depositar sobre su tumba una ramita de cantuta cada vez que viajaba al país de mi niñez. Mi maternidad me hizo replantearme los cimientos de mi vida y decidí aparcar mi carrera. Aún no sé muy bien cómo, Teresa y yo, con la inestimable contribución de su madre, decidimos abrir este restaurante de comida fusión en pleno corazón madrileño.

8 comentarios:

Jacobino dijo...

Escrito con corrección, pero, a mi gusto, le sobra comida y le falta argumento.
Suerte.

Anónimo dijo...

Bonita historia, pero parece más propia de un certamen de anécdotas que de un certamen de relatos. Como bien dice Jacobino, le falta argumento.

Sonia dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Sonia dijo...

Gracias por los comentarios, a pesar de lo anecdótico de la historia. Dejo, sencillamente, una guía que a mí me ha servido a la hora de escribir. Saludos y suerte al mejor.

Relato
• Una historia sin tensión.
• La prioridad es la descripción.
• Detalles generales de tiempo, espacio, personajes.
Cuento
• Persigue contar una historia donde los elementos se resuelven.
• La prioridad es la narración.
• Enumeración de acciones.

En general un relato es resultado de la inspiración inmediata (en este sentido comparte su génesis con la poesía), a diferencia del cuento en donde todos los indicios deben llevar indefectiblemente al nudo y luego al desenlace y por ende requiere un trabajo previo del autor.
De todas maneras, el término relato es en general poco preciso y la mayoría de los analistas y escritores no hacen ninguna diferencia entre ambos términos (cuento y relato)
Algunos autores utilizan el término relato para describir aquellos textos breves en donde no hay una línea argumental precisa o no lleva necesariamente a un punto de tensión como en el cuento.

Calvin dijo...

A mi entender el argumento está. Es la historia de la protagonista, su rechazo a dejar su tierra y su comida y su adaptación una vez superado el trauma inicial. Lo que sí que me parece es uqe es muy lineal. LA historia empieza en su niñez, luego juventud y termina con que ha abierto un restaurante. Creo que si se mezcla un poco todo ganaría mucho en frescura y superaría las barreras que ponen los primeros comentarios. Por ejemplo, la acción empieza en el restaurante de comida fusión y a partir de algo que pasa surgen esos recuerdos de su niñez, de su comida, de la cocinera que tanto le enseña, etc...

Un saludo

Sonia dijo...

Gracias Calvin por el comentario y la sugerencia. De todos modos, a mí me gusta como está.

Anónimo dijo...

Yo lo veo como una redacción de colegio. Tal vez si se hubiese hecho como dice Calvin, por ejemplo un recuerdo que acude a la memoria en el restaurante de fusión hace que evoque esos tiempos pasados, pero tal como lo presenta me recuerda a las redacciones de;yo fui al parque y luego fui a un bar y luego fui a casa... de los niños pequeños. Suerte.

Sonia dijo...

¡Jo, ojalá hubiese podido redactar redacciones así en el cole...! Mi profesora, la señorita Marivi, se hubiese puesto la mar de contenta. Y yo, ni te imaginas...
Gracias por el comentario