jueves, 4 de agosto de 2011

105- Sabor a mar por Sigfrido

Le puso un hilito de aceite de ajonjolí a la sartén y no bien hubo salteado las láminas de raíz de loto y las setas se fue a sentar en el taburete que tenían en la entrada para bloquear la puerta de la cocina. Llevaba así varias semanas. Los mareos no le dejaban terminar los platos y desde hacía algún tiempo ni siquiera empezarlos.
Su mujer había tenido que convercerle para que se hiciera las pruebas. Como no quiso cerrar el restaurante fue un martes, el día de descanso semanal a la consulta de Daniel, médico y su mejor amigo desde la infancia. Le daba pavor pensar que  pasara un crítico gastronómico y no estar al mando del timón. Pronto tendría que deshacerse de esa superstición.
El díagnóstico fue como un plato de sopa fría en invierno. Cáncer. Tenía cáncer de lengua.
Como una profecía autocumplida empezó a notar aceleradamente los síntomas fatídicos de la enfermedad. Iba perdiendo inexorablemente cada una de las briznas del sabor. Una vez lo salado. Así le pareció  la anchoa de una gilda un ser ínsipido que no merecía haber venido del mar. En otra ocasión buscando consuelo goloso se acercó a Mario, el pastelero. A hurtadillas se apropió de un bombón de Guanaja con chile. Se desplomó. No sólo era incapaz de encontrar un gusto azucarado a la bola de chocolate si no que echó a faltar con gran decepción las banderillas que ponen los chiles cuando se estampan contra el paladar.
Esperaba cada tarde con impaciencia el último „adiós, hasta mañana“ de la brigada. Con una velocidad vertiginosa sacaba de neveras, estanterías y cámaras todo tipo de alimentos. Carne en abobo, estofados, salazones y encurtidos, pescado en ceviche, embutidos curados al aire y también los ahumados, verduras crudas y al vapor, almíbares, repostería fina, desmantelaba la confisería y escudriñaba la bollería. Se sentaba probándolos al principio con lentitud y después con una avidez casi pantagruélica, preso de la certitud insoportable de su ageusia. Tras horas   infructuosas a la búsqueda del gusto perdido se rendía exhausto y se quedaba dormido hasta bien entrada la noche sobre la mesa de la cocina, más tarde en un ataque de pánico en los primeros minutos de albor recogía desesperado recipientes, platos, cubiertos y restos de comida que había ido desperdigando por todas las dependencias. Avergonzado de saberse exento de su mejor arma de trabajo, tomó una grave decisión.
Llamó al abogado y a su segundo de a bordo. Conferenció con ellos y dispuso cuanto fue necesario para que aquel barco siguiera su rumbo, sin capitán. No se despidió de su mujer, ni de sus hijos, debilitado por un miedo cobarde.
Vagó durante meses por las ciudades de los libros de su infancia. Recorrió los sietes mares persiguiendo nubes, colores y aromas. Y en cada malecón de los puertos por donde pasaba  probaba una y otra vez los peces aún medio vivos que asaban con sal gorda en los chiringuitos cerca de las lonjas queriendo usurparles la salitud. Y estrujabaja medias naranjas, granadas y limas contra la cara quemada por los soles meridionales  intentando adivinarles un atisbo de agrura. Pero siempre se iba de vacío.
En su enloquecimiento culinario se olvidó del deterioro de su salud. No comía, sólo probaba. A veces mordía una presa de pollo crujiente con voracidad canina para escupirlo después con todas su fuerzas. En otros momentos, sólo rozaba las viandas con la punta de la lengua. Había adelgazado visiblemente y se agotaba con suma facilidad. Se fue quedando sin dinero y estaba demasiado débil para trabajar.
Al final del verano, tras largas jornadas de dolores agudos constantes y desfallecimientos continuos pasó la primera de muchas noches durmiendo a la intemperie. Al despertar a la mañana siguiente no supo dónde se encontraba, ni cómo había llegado allí.
Era una estancia blanca, amplia, sencilla. Pasaron algunos instantes en los que se dejó seducir por la tibieza de un sol suave pero invasor que se había adueñado del cuarto. Antes de moverse en cualquier dirección oyó el saludo cordial y sincero de una voz femenina. Menos guapa que su mujer y parecía también menos culta. Pero era resuelta y rezumaba afecto. Se le acercó para preguntarle que qué tal estaba y que si quería comer algo. No le pareció oportuno hablarle de su drama particular y optó por reponder con un escueto no. Sí bebió té. Se dio cuenta que era la primera cosa caliente que ingería en mucho tiempo y le hizo bien. Laure no le molestó con preguntas comprometedoras, le dejó ser y estar, simplemente.
Al cabo de una semana ella le contó cómo le encontró al lado de la playa, envuelto en harapos y con una barba que no revelaba nada optimista sobre su estado. El yacía inerte entre las algas de la orilla. Ella había bajado a la bahía a buscar palourdes. Al oír este nombre se acordó que estaba en Francia y también comprendió que se encontraba en una pequeña pensión al lado del mar. Laure era la patrona, que además tenía una pequeña casa de comidas.
Las conversaciones que al principio eran formales se iban haciendo cada vez más amenas y las puestas de sol más románticas. El conseguía salir de vez en cuando a la terracita de la habitación desde donde divisaba el horizonte rojizo, campo de batalla de tormentas de final de verano. Pensaba a menudo que estaba mejor y aunque seguía sin poder saborear sentía por primera vez una necesidad imperiosa de acercarse a los fogones. La ocasión estaba a pedir de boca. Laure había invitado al viejo Jean, a Nina, la danesa que vivía con sus perros en el molino abandonado. Quería celebrar con ellos que llevaba ya algunos años, venida de lejos, en aquel rincón perdido. El inspeccionó el lugar que le inspiró sobradamente. Pensó en la comida de los habitantes de las cuevas de los tiempos antiguos. Cazadores que arrancaban la carne con las manos después de haberla purificado con el fuego ancestral. Se olvidó de las florituras de su saber hacer para volver a los orígenes. Recogió con dedicación  hojas, astillas, troncos. Fue preparando la brasa, haciendo una lumbre hogareña. Jean traería el animal. El pequeño cordero, sacrificio de dioses. Asado en cruz como en la Patagonia. No supo a qué sabía pero gozaba viendo a los demás disfrutando el placer de lo que él había preparado. Corrió el vino, comieron con los dedos, charlaron y esperaron el alba acurrucados en las rocas bajas del acantilado. Sonreían, como si la dicha les abofeteara una y otra vez.
No pensaba en nada. Sólo vivía lo diario, al lado de Laure. Y pasaron algún tiempo como si siempre hubiera sido así.
Pero un día que amaneció gris, con esa niebla bretona que anuncia a los druidas que se reúnen para conjurar y recitar descubrió de nuevo un herpes en la boca. Supuraba. Le daba a entender que ahí estaba, que el cáncer había vuelto y le destruiría.
El otoño precedió a un duro invierno. Los eczemas no desaparecían, al contrario se multiplicaban sin parar.  Un atardecer entró en la cama para no salir más.
Laure se ocupó de él pero los dos sabían que no había mucho más que hacer. Pasaban las tardes a ratos leyendo, a ratos en silencio. Laure sucumbía a una tristeza que ya no intentaba disimular. Lloraba, al principio se giraba cuando sentía el impulso. Luego ya no podía evitarlo. En un arrebato de clarividencia, se despidió de ella, la besó. A ella se le escapó una lágrima que cayó en la mejilla de él, se deslizó suave por la pendiente del lado de la nariz, bajó más lenta por una comisura y acabó humedeciéndole los labios. Con un esfuerzo justificado pero lleno de felicidad aún tuvo tiempo de decirle: Sabe a sal.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Faltan muchas comas.

Jacobino dijo...

Faltan las comas que debieran delimitar explicativas, y mucho más: moddiente. No tiene sentido hacer que un enfermo terminal abandone todopara acabar muriendo en otro lugar diferente sin que entre medias pase nada reseñable.

Suerte.

Calvin dijo...

La idea del relato es buenay tiene mucho que ofrecer, pero creo que con lo que se presenta no queda claro porqué el hombre actúa como actúa.


un saludo