miércoles, 3 de agosto de 2011

98- La receta perfecta

Federico había soñado con ser un cocinero estrella desde pequeño. Apenas tuvo la altura suficiente, se puso a suplantar a su madre en la cocina y acabó por disolver las cenas familiares. Cada miembro de la parentela Sánchez empezó a crear un hábito de cena fuera de casa con tal de no toparse con las recetas de Federico.
Tan pronto terminó el bachillerato se inscribió en una de las mejores escuelas de gastronomía. Su sazón mejoró mucho y para entonces sus platos eran bastante aceptables, pero comunes y corrientes.  Consiguió que lo emplearan en un fino restaurante como cortador y pelador. Pero Federico fue mejorando con la observación y la experiencia y muy pronto fue promovido a cocinero.
Ya en contacto con los fogones y las sartenes el sueño de Federico comenzó a coger cuerpo. Quería crear una receta propia e inigualable. Un plato que tuviese un sabor único y espectacular, suculento e irresistible. Pero cada prueba que hacía era un intento fallido. Mezcló infinidad de ingredientes y realizó miles de pruebas. La mayoría de las recetas de Federico resultaban muy bien presentadas, pero bastante desagradables al paladar; otras no pasaron de ser mas o menos buenas y algunas pocas fueron lo suficientemente interesantes como para ser incluidas en el menú del restaurante donde trabajaba.
Federico fue creciendo y, ya crecido, llegó a ser el jefe de cocina del Samuel´s. Poco a poco, con la entrada de la madurez, se fue olvidando de la creación de su receta personal e intransferible. Empezó a preocuparle más la variación en el menú, la carta de vinos del nuevo y el viejo mundo, el máster en cocina asiática para ampliar la clientela, la compra de un piso nuevo en el centro de la ciudad, la Harley Davidson en la que llegaba temprano al mercado para comprar las verduras más frescas y las reuniones con los amigos íntimos los viernes por la noche. Fue en una de esas reuniones donde conoció a Elena. Federico solía ir solo a esas reuniones. La verdad es que solía ir solo a todas partes. Elena había resultado ser una amiga de la chica de Miguel. De entrada, Federico no pareció darle importancia. Dos besos y un intercambio de nombres al unísono fue todo lo que hubo entre ellos, pero Federico no dejó de verla durante el resto de la noche, aun con sus párpados cerrados. La recordaba frente a la mesa del bar moviendo de un lado a otro sus cabellos negros. Negros como la tinta del calamar.
La semana siguiente Federico ya no solo escogía las verduras con esmero sino que, antes de meterlas en la bolsa, las acariciaba con delicadeza y las olía hasta respirarles el sabor. En la cocina estuvo más creativo que de costumbre. Le dio por embellecer con ramitas de perejil, rosconcitos de zanahorias y estrellitas de calabacín cuanto plato estaba terminado.
El viernes, Elena volvió a parecer en la reunión acostumbrada. Federico se atrevió a mirarla de reojo un par de veces más que en la ocasión anterior. Incluso, cuando ya se iba del bar, cedió sin mala cara a la petición de Miguel de llevar a Elena que había prometido llegar temprano a su casa.
-Espero que no te de miedo ir en moto –le dijo Federico con voz trémula.
-Bueno, la verdad es que nunca me he montado en una de estas cosas. Solo te pido que no vayas a ir muy rápido –respondió Elena mientras amarraba su cabello.
-No te preocupes, iré tan despacio como pueda. Verás que después no querrás bajarte –dijo mientras se le soltaba una sonrisa a la que Ella respondió.
Elena lo tuvo abrazado todo el camino. Aquella sensación de cercanía era totalmente nueva para Federico. La baja velocidad a la que conducía se debía más al vértigo, producido por aquellos brazos cálidos alrededor de su cuerpo, que a la prudencia pedida por Elena.
Durante la siguiente semana, Elena se le aparecía en cada esquina y en cada rincón. La veía frente al refrigerador, mostrando su sonrisa perfectamente delineada. Otras veces lo acompañaba en la oficina sentada con sus delgadas piernas cruzadas. Sin esperarlo veía su rostro, ovalado y perfecto, sobre el sartén del sofrito o desdibujado en el agua caliente de la olla de la pasta.
El viernes de esa semana volvieron a encontrarse. Federico esperó el momento oportuno para ofrecerse a llevarla de nuevo. «Me encantaría Federico. La verdad es que la otra vez me divertí mucho», respondió Elena con entusiasmo al «Puedo llevarte con gusto si tienes que volver a casa ahora», de Federico.
-¿Puedo llamarte? -preguntó tímidamente Federico ya frente a la casa de Elena.
-Por supuesto que puedes. Toma mi número -le respondió mientras le escribía con bolígrafo unos números en la palma de la mano-. Me han dicho que cocinas muy bien. He estado a punto de ir a tu restaurante para comprobarlo, pero la verdad es un poco costoso para el sueldo de una profesora de peques.
-Pues no se diga más. ¿Qué tal si te invito al restaurante el domingo por la noche?
-Perfecto -dijo Elena con una nueva sonrisa.
- Vale, te espero a las nueve –dijo Federico mientras ambas mejillas recibían los besos de despedida.
Ese domingo el restaurante estaba cerrado, pero Federico acomodó, al ritmo de Chopin, una de las mesas cercanas a la puerta de la cocina.  Sin estar muy seguro de que receta preparar, sacó del frigorífico un par de trozos de solomillo. Casi inconscientemente, mezcló en una sartén un par de cucharadas de azúcar, suave y morena, como su piel. Luego añadió medio pimiento rojo que troceó entre las imágenes de aquellos labios bermellón que le habían hablado tiernamente. A la mezcla le siguió una guindilla tan alegre y vivaz como su carácter y, tras rememorar la embriaguez que le causaba su sonrisa, soltó un chorro de vino blanco que se evaporó provocando una nube llena del aroma que ella le había dejado pegado en la camisa cuando, en sus mejores momentos, la había llevado detrás de su espalda.
Cuando se hubo despejado el aire, Federico se descubrió invadido por una emoción que le provocaba un exceso de latidos. Le temblaban las manos y sentía el estómago travieso y contraído. Elena llamó a la puerta justo antes de emplatar.
-Hola –Le dijo mientras le daba un tímido abrazo.
-Has llegado justo a tiempo. -Federico respondió nervioso al abrazo-. Ven, siéntate aquí –dijo llegando a la mesa y arrimando una de las silla.
Federico sirvió las dos copas con un Châteauneuf-du-Pape granate y las chocaron suavemente con un «Por ti» mutuo.
-En un minuto vuelvo -dijo Federico en tono acelerado y llevándose su copa a la cocina mientras Elena lo seguía con la mirada alegre.
Cuando terminó de servir ambos platos Federico se quedó mirándolos. Inmóvil y con los ojos aguados. Por fin lo había conseguido. Por fin había sido capaz de crear aquella receta única. Aquel plato perfecto e inigualable. Quizás nada especial para algunos, pero inédito y exquisito para Federico como esa noche y como el amor. Era Elena el ingrediente que hasta entonces le había faltado.

2 comentarios:

Jacobino dijo...

A pesar de que emplea la gramática y la ortografía con corrección, el texto incurre en todos los errores de principiante.

Suerte.

Calvin dijo...

Es una historia bonita. Demasiado lineal y explicativo para mi gusto.

Un saludo