Fui por
primera vez a El Bulli en abril de 2004. Mi ex novia tenía una amiga que trabajaba
entonces como camarera en el restaurante y nos consiguió una mesa cuando se
enteró que una pareja había cancelado su reserva. En ese entonces era un joven
estudiante y aprendiz de cocinero y mi novia estudiaba diseño. Nos alegramos
tanto que llamamos a todos nuestros amigos para presumir y 48 horas después nos
encontrábamos en Roses luego de un largo viaje en autobús. Cuando entramos supe
al instante que mi vocación estaba bien encaminada, fue emocionante ver a un
grupo de cocineros trabajando con una sincronización que envidiaría el
mismísimo ejército ruso. Al final de la cena nos fuimos a caminar por la cala y
llegamos a un rincón ubicado en lo alto de una pequeña pendiente para
vislumbrar el mar y disfrutar de las vistas. Sobre un pequeño risco, oculto
debajo de árboles y arbustos, descubrí que este era el sitio ideal para
desaparecer a mis víctimas.
A partir de
aquel día cada año hacía una solicitud para hacer prácticas en El Bulli, pero
siempre fui rechazado. Al quinto año, y después de haber trabajado en los
mejores restaurantes, conseguí la
plaza. Me alojaron en una habitación junto a un chico coreano
que vivió la misma situación que yo. Durante años aplicó para ser aprendiz,
pero no tuvo respuesta. Harto de las negativas, hizo las maletas, se compró un
billete de avión y se plantó en las puertas del restaurante durante días hasta
que lo admitieron. Durante esos seis meses nos hicimos amigos, salíamos de
juerga todos los fines de semana, conocíamos chicas de todas partes,
coqueteábamos con las turistas, lo pasábamos bien. Pero no todo era fiesta, el
trabajo en el restaurante era exigente. Los primeros días limpiábamos piñones y
sacábamos brillo a las piedras de la entrada limpiándola con chorros de agua.
No había mucho glamour, pero estabas con
los mejores. Un mes después de mi llegada a Roses, los periódicos
locales publicaron una serie de reportajes sobre dos hermanas que habían
desaparecido misteriosamente del pueblo. Los testigos decían que se les había
visto por última vez en una discoteca y nadie volvió a saber de ellas. La
familia había colocado en el centro de Roses carteles con fotos de las dos y un
teléfono de contacto. Al mes de llegar como practicante al Bulli me compré un
pequeño bote con mis ahorros. Durante las noches llevaba los cuerpos mar
adentro y los dejaba caer al fondo del mar. Ahí descansaban los cuerpos de las
hermanas. Las chicas habían defraudado a unas amigas con quienes habían abierto
un chiringuito. Tuvieron tanto éxito que pensaron en abrir un restaurante en
Roses usando el mismo concepto. Sus socias se enfadaron porque habían pasado de
ellas. Luego se enteraron que habían tomado dinero de una cuenta común y lo habían
depositado en Andorra. Pidieron la ayuda de abogados, perdieron el juicio,
contrataron a detectives y vinieron a mi cuando no tenían otra opción.
Yo hacía este
tipo de trabajos cuando mis clientes habían agotado todas sus opciones legales.
Era una tarea bien pagada, sin horarios, oficina, jefes. Durante más de cuatro
años me había labrado una reputación muy sólida como cocinero durante el día,
especializado en postres, y como asesino a sueldo en la noche. Hacía mi
trabajo rápido, era limpio, no dejaba rastros y los clientes siempre quedaban
satisfechos. Comencé en esto para pagarme mis estudios de hostelería. Ninguna
persona de los restaurantes donde he
trabajado sabía de mi doble vida. Esos meses como aprendiz en el mejor
restaurante del mundo fueron los mejores de mi vida. Como cocinero aprendí
mucho y me llegaron ofertas de trabajo de importantes restaurantes en Francia y
Japón. En el plano personal conocí a montones de chicas, una de ellas una joven
empresaria turca. La conocí fuera del restaurante un sábado por la noche. Esa noche
salimos a bailar, nos caímos tan bien que aplazó su vuelo de regreso,
alquilamos un coche y recorrimos la Costa Brava. Antes
de marchar, me ofreció un trabajo como jefe de cocina de un hotel que abriría
en el centro de Estambul y le dije que lo pensaría.
A la semana
siguiente, la policía y los medios se hicieron eco de dos nuevas
desapariciones: un importante abogado de Barcelona y una alemana de cuarenta y
cincos años dueña de un bar de Figueres. La señora había abandonado a su marido
un par de años con su hijo de cinco años en el coche. Un detective siguió la
pista y la encontró tiempo después en Figueres con otro nombre en el pasaporte.
Cuando me entrevisté con el esposo y el detective, me contaron que además de
robarse al niño, también había sacado de su cuenta dos millones de euros y
tenía una causa abierta en su país por intento de homicidio del hijo pequeño.
La señora había sido absuelta de los cargos porque los abogados no hallaron
pruebas contundentes de que había sido ella quien lo había ahogado en la bañera
y el juez determinó que fue un accidente. Al mes de ser absuelta, cogió al niño
y condujo hasta España. El espía me
enseñó las fotos del hijo, al quien al parecer, maltrataba de manera despiadada.
Durante varias semanas seguí los pasos de la señora, hablé con sus vecinos, y
efectivamente, me decían que casi todas las noches escuchaban gritos. Siempre
intentaba cerciorarme de no matar a alguien inocente, tenía mis códigos. El
siguiente encargo fue el del abogado, cuarenta y cinco años, casado y tres
hijos. Cuando contacté a su esposa, me aseguró que el fin de semana vendría a
Roses a comer al Bulli con su joven amante, una chica brasileña. Me reuní con
la mujer en un lugar secreto, me confesó que estaba destrozada y que otra de
sus amantes, una chica colombiana, había
desapareció hace cinco meses sin dejar rastro y que ella suponía lo peor. Tener
amantes no me parece un delito, pero matar a personas inocentes sí. Ese día
efectivamente fue al Bulli a cenar con la chica. Se sentaron en una mesa junto a una de las
ventanas. Mientras hacía El Estanque, un plato con una lámina de hielo en el fondo, sobre el
que se espolvorea té verde, menta y azúcar, miraba de
reojo y con asco cómo le daba de comer
en la boca el Globo de Gorgonzola.
A las cuatro de la mañana, cuando todos nos habíamos
marchado, me acerqué al hotel donde se hospedaban y me estacioné delante. Di
órdenes a la esposa que llamara desde casa a esa hora y le dijera a su marido
que lo sabía todo, que sabía que estaba en Roses, en el hotel fulanito y que la
esperaba abajo dentro del estacionamiento. El plan funcionó. El tipo salió sin
decirle a la brasileña a dónde iba, y en un momento de distracción, lo ataqué.
Hice ahí el trabajo, cogí el cuerpo y lo metí en una bolsa negra. No entraré en
detalles, pero soy bueno con el cuchillo, y no sólo en la mesa, si saben a lo
que me refiero. Me gusta ser quién soy, me considero una especie de justiciero
moderno, un justiciero amante de la gastronomía de vanguardia, un asesino que
considera que comer es una experiencia estética, y que cree que hay tanta
poesía en comer como en matar. Algún día dejaré esta doble vida, matar me
gusta, pero me gusta más cocinar. Quizás
algún día escriba un libro al respecto, pero eso sucederá después, cuando sea
dueño de mi propio restaurante y mis cuchillos se utilicen sólo para para
cortar carne y verduras.
3 comentarios:
Supongo que de tanto pensar en el Bulli, se ha acabado comiendo alguna palabra y buena parte de las comas. También hay alguna falta myt llamativa. Encuentro la historia poco creíble, aunque reconozco el esfuerzo de imaginación.
Suerte.
La historia es imaginativa pero rocambolesca a mi entender. Lo más llamativo para mí es que los asesinatos se van sucediendo pero sin aparente orden. No se nos cuenta el primero, a modo de comienzo o el último como final del acto, sino que van saliendo sin más, lo que hace que el relato parezca deslavazado.
Un saludo
No hay por donde cogerlo. Es una sucesión de acciones que no llevan a nada. Además, no entiendo el título. Hay más de un asesinato y ninguno es en El Bulli.
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