martes, 12 de julio de 2011

56- Sueños de un reductor por Marlowe

La reducción es el modo para encontrar la esencia misma de las cosas. Es la liberación de todo lo accesorio, de todo lo prescindible. Pero también es la liberación de lo que pensábamos que era imprescindible hasta que llegamos al siguiente nivel y lo consideramos prescindible.  Es un proceso que se retroalimenta hacia la nada. Y ahí, colindando con ella, está irremisiblemente la esencia de las cosas. Lo sé porque una vez estuve muy cerca de ese límite.
Fue en aquella época en la que aún vivía en el apartamento del barrio del Carmen. Tenía veintiocho años y coleccionaba amores. Quizá suene pretencioso autodenominarme como un seductor, pero lo cierto es que seducir es lo que mejor he sabido hacer durante toda mi vida. No quiero con ello alardear de un gran número de conquistas, sino definir mi modus operandi para explicarme mejor en mi historia.
Clara era nueva en la oficina. Tardé menos en desearla que en pestañear la primera vez que la vi. No podría decir que me enamorara, pues el enamoramiento es un concepto que, o bien desconozco, o bien no asocio con experiencias propias cuando las comparo con los testimonios ajenos al uso. Simplemente Clara era más especial porque la deseaba más. Era la misma música, pero a un volumen más alto.
Cocinar estaba entre mis armas de seducción. Lo entendía como el primer acto conjunto e íntimo de sensaciones físicas, y con Clara quise hacer algo realmente especial para el menú cuando accedió a cenar en mi casa. Se trataba de un magret de pato con reducción de naranja, vino de oporto, miel de caña y nevado de pistacho sobre lecho de cebolleta caramelizada. Pero sobre todo, ese “algo realmente especial” vendría en un improvisado ingrediente de la reducción de la salsa. Yo.
La primera tarea a hacer durante la tarde era planificar los tiempos.  A las ocho la reducción en el fuego. Lenta, muy lenta. Me doy una ducha. Me visto, con calma. Preparo la mesa. A las nueve pelo y corto la cebolleta. Reservo. A las nueve y cuarto pelo y machaco los pistachos. Reservo. A las nueve y media hago cortes en rombo en la zona grasa del magret. Reservo. A las diez menos cuarto llega Clara. Le enseño el piso. Copa de vino blanco en la cocina mientras, por un lado, frío la cebolleta y por otro pongo en la plancha el magret, ocho minutitos por cada lado. A las diez echo el azúcar a la cebolleta, corto el magret en tiras y pongo la reducción en una salsera. Lluvia de trozos de pistacho sobre la salsa, presentación del plato y apertura de vino tinto. Vino de Toro. Liberalia Cero, tempranillo crianza. Todo a punto para cenar a las diez y cuarto.
A la hora prevista empecé a preparar la reducción. Puse a calentar en un cazo, a fuego muy lento, un litro de caldo de ave. Le incorporé medio litro de oporto. Después exprimí dos naranjas, con su pulpa, y lo añadí también. Por último, la miel de caña. Un par de cucharaditas para darle un sabor con reminiscencias de regaliz para que deje en el paladar una necesidad imperiosa de preguntar qué lleva la salsa.
Con todo en marcha para estar más de dos horas reduciendo, me puse a pensar en el proceso físico en el que consiste la reducción. En la evaporación del agua contenida en los ingredientes y el resultado concentrado de pura esencia. Tuve entonces una idea un tanto traviesa y me hizo gracia pensar en lo significativo, más a nivel simbólico que sustancial, que sería el que algo realmente mío también formara parte de esa reducción. Y fue entonces cuando se me ocurrió pincharme con un alfiler la yema del dedo y arrojar a la salsa una ínfima gota de mi sangre.
Sonriéndome por la repentina introducción de ese último ingrediente y pensando que parte de mi propia esencia se estaba gestando en el fogón, me fui al lavabo a acicalarme. Al salir de la ducha, me sequé y fui al dormitorio a vestirme. Tocaba ponerse algo informal, pero que destacase. No procedía lucir nada ceremonioso. Se presuponía una noche especial y en las noches especiales nos acordamos siempre de los detalles.  Decidí ponerme aquella camisa “cuello Mao” color pistacho. Al enfundármela, noté que la camisa me iba un poco ancha. En ese momento no le di importancia alguna, la verdad. Pensé que habría perdido peso en el gimnasio.
El problema fue al llegar a la cocina y empezar a coger las copas y los platos para poner la mesa. Aquella repisa donde estaban las copas de vino siempre me quedaba un poco alta, pero esta vez me tuve que poner de puntillas para sacarlas. Saltó la alarma en mi interior. No estaba todo en orden. No, no lo estaba. Me asusté.
Finalmente me di cuenta de todo. Estaba reduciendo lenta pero irremisiblemente. Lo visualicé de un modo caótico, pero diáfano. Mi sangre en maridaje con otros ingredientes. Aquella idea estúpida. No sabía los porqués de la pesadilla en la que me había metido, pero lo cierto es que a cada minuto, yo era más y más pequeño.
Mi primera reacción fue quitar del fuego el cazo, pero no fue la solución. Mi cuerpo seguía menguando cadenciosamente. Calculé que, al ritmo al que decrecía, en unos diez minutos ya no llegaría a las repisas y fogones de la cocina. Tenía poco tiempo para llevar a cabo una solución desesperada que pensé que podría funcionar. De hecho, tenía la misma base absurda que el origen del problema.
Puse el horno a precalentar a la máxima potencia. Tuve que subirme a dos cajones abiertos, a modo de escalera, para poder llegar a los controles. Bajé al suelo y abrí la nevera, de donde saqué cuatro huevos y un cartón de leche. Después me hice con el recipiente donde guardo la harina, el azúcar y un sobrecito con levadura.
Una vez conseguí todos los ingredientes, los empecé a mezclar de una forma un tanto precipitada. Batí los huevos, eché un buen chorro de leche, la harina, el azúcar, la levadura y, por último, repetí otro pinchazo en la yema del dedo para incorporarle a todo una gota de mi sangre. Removí todo y lo incorporé en un recipiente apto para el horno, ya caliente, donde lo introduje. Ahora tocaba esperar.
Los minutos posteriores se me hicieron eternos. Sabía que el soufflé tardaría aún unos diez minutos en empezar a subir, mientras que yo seguía menguando a un ritmo constante. De hecho, pasado ese tiempo, ya me vi reducido al tamaño de una cebolla y empezaba a resignarme a un inmediato futuro en el que sin duda acabaría por desaparecer. Pero cuando ya lo daba todo por perdido, empecé a notar, primero que mantenía mi tamaño, y después que empezaba a crecer.
Según crecía, podía ver que en el horno, aquella masa de huevos, leche, harina, azúcar y bendita levadura empezaba a sobresalir del recipiente. Pasados otros diez minutos, recuperé mi tamaño normal. Como había sacado del fuego la reducción, a la que todavía le quedaba un hervor, me atreví a ponerla otra vez en el fogón, porque aquel soufflé seguía creciendo y tenía que combinar las dos cocciones para mantener mi estatura estable. Fue entonces cuando llamó Clara a la puerta.
El final de esta cita, de esta cena, de esta historia, no difiere mucho ya de otros finales. El magret y el vino acrecentaron nuestros sentidos durante la cena. Al probar Clara la reducción tuve la extraña sensación de notarme exponencialmente deseado por ella. De hecho, poco después de acabar el soufflé, terminamos en el dormitorio dejando que el deseo fluyera por unos cauces que aquella noche se desbordaron.
Después fue lo de antes. Yo. Y ser yo significa que Clara pasara a formar parte de mi colección de amores. Después, como siempre, volví a plantearme nuevos objetivos, a desear a más mujeres. Durante este tiempo, muchas de ellas han venido a cenar a mi casa y yo, en la cocina, me sigo manejando bien con esas cenas. Si viene a cenar alguna mujer a la que desee especialmente, preparo entonces magret de pato con reducción de oporto y naranja, con un soufflé de postre. Eso sí, si viene con unos tacones muy altos, dejo un poquito más en el horno el soufflé.

6 comentarios:

Jacobino dijo...

Un trabajo soberbio con todos los ingredientes precisos para lograr un cuento redondo.

Enhorabuena.

Anónimo dijo...

Buen relato, bastante machista, pero...

Calvin dijo...

Es un buen relato. Se lee bien, combina los elementos adecuadamente y termina con un toque de humor. También me gusta el título. Lo único que no llego es a pegarme al personaje, demasiado egocéntrico y como dice anónimo machista. Pero bueno, eso no tiene que ver con la calidad literaria. Buen relato como digo. De momento se lleva mi voto.

Un saludo

Jacobino dijo...

Le dejo mi voto.

Suerte.

Fátima dijo...

Se nota que sabe de cocina pero poco de 'mujeres', y lo pongo entre comillas porque su forma de hablar de ellas las convierte en objeto más que en otras cosas. Deja patente que va al gimnasio, que sabe cocinar, que se le da bien seducir... sinceramente, me da lástima más que otra cosa las mentalidades así.

Anónimo dijo...

Estimada Fátima.

Supongo que a estas alturas sabemos discernir que el presentar un relato en primera persona no implica necesariamente la identificación del autor con el personaje narrador. Simplemente es un recurso estilístico en sí mismo. Tengo relatos en primera persona de, por ejemplo, una señora embarazada o de una serie de animales que se van reencarnando los unos en otros. En confidencia te diré que no soy ni lo uno ni lo otro. Para despejar tus dudas sobre los relatos en primera persona, también te diré que ni Nabokov deseó nunca a una niña de ocho años, ni Poe dejó tuerto a ningún gato, ni Melville se embarcó en un barco tras una ballena blanca.

Por otra parte, no he pisado un gimnasio en mi vida y no creo en seducciones, sino en la consecución de apetencias mutuas.

Un saludo y feliz verano.
El autor.