lunes, 11 de julio de 2011

52- Paladares

Harto y hastiado el señor Agustín de tanta farfulla gastronómica como le endilgaron en los salones de la última edición del concurso de pepinos en vinagre procedentes de los cuatro puntos cardinales del planeta, decidió concentrar todos sus esfuerzos en la elaboración de una tortilla de patatas auténtica y autogestionada, que oficiara en todos los altares de aquella catedral del sabor que era su paladar.
–Mi paladar era exquisita –le dijo el cubano Liborio cuando le contó el proyecto poniendo larga dimensión en sus palabras. Con un cimbreo frutal se lo dijo prolongando melodiosamente el siseo mientras bajaba a su piso.
–Pues no te lució el músculo –respondió el señor Agustín con la palabra seca viéndole alejarse por la escalera.
–Nuestras paladares eran para los señoritos, mambú, que para los nacionales no llegaba el cobertío –aclaró su magritud el caribeño riente abriendo ya la puerta de su casa.
–Ten el oído despierto por si te llamo, hermano –le advirtió el señor Agustín degustando anticipadamente los aromas de su proyecto.
Quería elaborar un plato que fuera memorable en los anales de la historia de la restauración universal, desde los tiempos de Lúculo hasta el infinito imprevisible, si es que alguna vez pudiera llegar el tal a lomos de la trompetería de los ángeles y arcángeles jineteando el punto final de la verbena terrestre. De modo que comenzó a diseñar los contenidos de su plato que confirmó como tortilla de patatas con cebolla integrada por ingredientes de primera magnitud.
Las bases vegetales le hicieron dudar. Primero, los tubérculos. Entre otras candidaturas, se le vinieron a la exigencia las patatas de Bergantiños y de Coristanco, las de Salvatierra de Álava, las de Roa y también las de Cella y Santa Eulalia del Campo, por lo de Teruel. Había muchas más. Tendría que decidir a lo salomónico o convenir en una mixtura que cediera a cada procedencia un rincón del paladar. Que no le oyera el cubano Liborio mentar el paladar.
Luego estaba el aceite, un asunto aún más comprometido. El del Bajo Aragón se autoproclamaba el mejor, pero con idéntica prédica venían el del Campo de Calatrava y el de la Sierra Mágina, sin descontar el de Siurana, el de Antequera, el del Baix Ebre o el de Monterrubio, y sin olvidar el de la Rioja, donde la cosa se complicaba porque habría que decidir entre la Redondilla, la Machona y la Royal, un caleidoscopio de sabores. ¿Y la cebolla?
De Fuentes de Ebro, en la ribera zaragozana, decía el manual de la excelencia cebollera. Pero las candidatas alternativas no paraban de farfullar: que si la huerta valenciana, que si la vega del Genil… hasta los sembradíos de la Tierra de Barros pretendían participar en el concurso. Y sin dar cancha a las gloriosas variedades: la blanca, la morada, la gigante, la amarilla azufrada…
El señor Agustín decidió finalmente apostar por las patatas y la cebolla de su propio huerto, siguiendo la inspiración autóctona que le había guiado desde el principio. Además las primeras eran de primor. En cuanto al aceite, lo sacó de la tinaja familiar que su hija se encargaba de mantener alimentada con un zumo virgen que provenía de los olivares que el suegro de la chica mimaba en las colinas del Matarraña. No quiso darse problemas con el tema de la sal, aunque ya un colega de la cofradía le había pronosticado que pronto se organizarían catas con las diferentes variedades del planeta, superada ya la etapa de los vinos, las cervezas, los brandies, los whiskies, las aguas, los aceites, los jamones, los patés, los quesos, los caviares, los cafés, los chocolates, los mazapanes, los polvorones, los mantecados, los alfajores y la restante golosinería del ancho mundo; sin olvidar las catas de pepinos que tanta amargura le habían proporcionado en el pasado reciente.
Pasando de futuros pluscuamperfectos, echó mano al tarro de la sal que su señora guardaba en la alacena y se dejó de cábalas. En cuanto al fuego, tampoco se quiso complicar. Recordó que su abuela insistía en que el de carrasca no tenía parangón con ninguno, ni siquiera con el de carbón leonés, y que maldecía al ingeniero que inventó el butano, porque eso de sacar lumbre de una tinaja naranja era cosa de diablos aladinos, refunfuñaba. Así que puso en marcha la vitrocerámica que su hija le había enseñado a manejar, alabando al mismo tiempo en su silencio interior –no fuera a irritarse la memoria de su abuela–  a los sabios ingenieros que habían fabricado cosa tan rápida, limpia y sencilla como aquélla.
Cuando el manjar estuvo en sazón, llamó por la ventana de la cocina al cubano Liborio que subió veloz con los ojos cerrados y los olfatos abiertos. Sentado ya a la mesa el vecino, el señor Agustín emprendió la marcha y quiso saber la opinión del experto.
–¿Qué te dice el paladar, hermano? –preguntó.
–Bien está, compadre, bien, pero para paladares… ¡las nuestras!

4 comentarios:

Jacobino dijo...

Un compendio hortícola con poca substancia literaria.

Suerte.

Anónimo dijo...

No escribe mal pero no hay relato.

Calvin dijo...

El texto está escrito con correcicón pero coincido con los anteriores. No hay relato, no hay tensión. Es más un demostrar conocimientos de patatas, cebollas y aceites que realmente enganchar con una historia sobre algo. Falta una trama.

Un saludo

Anónimo dijo...

Unos sutilísimos granos de oro literario entre la aparente paja de la cita hortícola. La diferencia entre EL PALADAR y LA PALADAR es la clave. Magnífica tensión semántica interna. Ahí está la clave. NO todo en la literatura es tensión argumental, lo fácil. Parecen no haberse percatado los comentaristas anteriores.