miércoles, 29 de junio de 2011

25- Adicción por Katxina


            El amor es un alimento perecedero. Algunas veces es un chuletón sabroso, jugoso, de sabor único que perdido entre las pupilas gustativas se agota en su fin; otras veces, se parece a los tomates que acompañan una ensalada que aún compartido su sabor nunca defrauda, pero el único amor duradero es aquel que perdura y perdura a lo largo del tiempo como el buen chocolate. Has podido dejar de degustarlo, se ha derretido rápido en tu paladar pero su sensualidad perdura en tu memoria. Siempre sabes como sabe aún sin comerlo.
            El fallo del chocolate es que sus variedades pueden confundir a cualquiera, ¿por dónde empezar? Me confieso adicta al chocolate, me gustan todos: negros, blancos, con avellanas, sin ellas, rellenos, finos y en todas sus formas: tartas, bombones, pasteles etc, en lo que nunca me fijo es en su envoltura. No se qué hacer para curar mi adicción, no se. Ayer fui a la chocolatería sita en los soportales de mi vivienda, para mí un auténtico antro de perdición, un antro dedicado al desvarío de mi paladar. Su olor recorre toda la calle espolvoreando magia de adrenalina en su máxima esencia con toques de perdición. En la vitrina de la derecha, resaltaba una tableta. Antesdeayer no estaba, estoy segura. Era alto, esbelto, con figura de domador de leones, firme, seguro de sí mismo, denotaba fresa en su interior con partículas de chocolate más oscuro y un ligero toque de canela que daba más sensualidad, si cabe, a su esplendor. Me acerqué, inocente, como un cervatillo se acerca presa a ser mordido por las fauces de un león. Le miré de tú a tú sin desviar la mirada ni por un segundo, pensando que tenía que ser mío, la boca se me hacía agua, comenzaron a temblarme las piernas, me entró un sudor frío que recorrió mi cuerpo hasta bajar su temperatura a bajo cero y cuando mi mano firme se disponía a ser levantada para atrapar su leonino aspecto, me desperté en la cama, desnuda y con el collar de perlas en su sitio.
            No entendía nada, busqué mi ropa interior, mis bragas color carmín se habían fundido entre los flecos de ante de la alfombra roja recién importada de la India, mi sujetador colgaba de la lámpara del techo como si alguien magistralmente se hubiera atrevido a decorar la estancia, está claro que aquello no podía ser fortuito. Mi ropa  a jirones no servía ya ni para utilizar de trapo en un mercadillo y las medias tenían tantos agujeros que parecían arrancadas a mordiscos, sólo quedaba el collar de perlas, que por naturaleza, estaba en su sitio.
            -Oí la ducha.
            -¡Dios mío!, un desconocido en mi ducha, ¿qué hago?, ¿llamo a la policía?, ¿salgo corriendo?
            - La puerta del baño se abre, no hay escapatoria.
            -Cariño, he pensado que hoy antes de volver a casa te volveré a comprar el chocolate “mi blanquito-frambuesa-salvaje”.

24- El plato vacío por Amarilla San Juan

    El plato está sobre mi mesa. Lo vi atravesar el pasillo en las manos del camarero que cuidaba sus movimientos para no balancear su jugoso contenido. Antes de llegar a mí con un hilillo de humo que jugaba con el aire, el plato reposaba entre los vapores de la cocina, brillante y vacío, sin ninguna prisa por tocar el revuelto de verduras con gambas que se freía en la sartén.
     Aitor, el viejo cocinero, había seleccionado cada ingrediente mientras pensaba que era injusto que lloviera esa tarde. Había acariciado con las manos impregnadas a albahaca fresca los vegetales que se adueñaron del olor a tierra y lo convirtieron en nueva su casa. 
    Antes del inevitable encuentro de las verduras y las gambas en la sartén, al lado izquierdo de Aitor, esperaban en un bol muy rosadas dando el toque marino a la tarde, la humedad que atravesaba la ventana, las gambas que añoraban el mar creyeron con el persistente palpitar de las gotas que venían a rescatarlas.
    Aitor se detuvo en un par de gambas pequeñas y adivinó en sus cuerpos la forma de las olas ¿Dónde habrían crecido estos pequeños animales que se esconden en la corriente? ¿Cuánto camino recorrieron antes de caer en las redes de algún marinero? Se pregunto.
    Las imaginó tan pequeñas pérdidas en medio del mar y sus profundidades. Son animales muy valientes, les dijo. Aitor se ajusto su delantal blanco, como movimiento de rutina metió las manos a los bolsillos y encontró un papel doblado que al parecer llevaba ahí varios días, una línea escrita con letra delgada: “eres mi sonrisa más grande” y después de un suspiro corto los vegetales que esperaban impacientes sobre la mesa.
    El fuego se encendió, calentó la sartén con aceite refinado. Las verduras primero cayeron en su fondo. Luego las gambas y empezaron a mezclarse, a bailar en un espacio reducido, sonaban al tostarse como cuando las hojas secas se quiebran.
    Sobre el plato blanco alumbraban los colores de las verduras. Aitor roseó un poco de sal y ajonjolí.  Era un plato exótico entre todos los demás platos que esperaban su turno. Cuando salió de la cocina no volvió a mirar a la repisa donde estaba el resto de la vajilla y la puerta se balanceo como una mano que se despide.
     Abrí la boca. Mi lengua se estiró, al primer bocado toque el cuerpo dulce de la albahaca, mis manos se sorprendieron con el tacto de la arena y la brisa. El segundo bocado me llevo al rostro el calor de un rayo perdido del sol, escuche el aplauso de los momentos que me habían traído hasta aquí.
    Un poco de mar, un poco de tierra y una nota de amor sobre mi plato, tome mi tenedor con la mano derecha, lo hundí en el revuelto y vi como me rodeaba el olor a lluvia.
    El último bocado fue lento pero preciso, lleno mi memoria de un eterno placer, suspire con un suspiro que no era mío, toque las flores grabadas en el borde del plato y le agradecí por contarme su historia mientras quedaba vacío. 

23- Hasta cuando por Grafitti

    Usted se ha comunicado con el Restaurant Princesa del Mar. Si llama para acordar una cita marque el uno. Si desea conocer por qué continuamos siendo la entidad gastronómica más rentable del país, marque el dos. Si quiere saber porque hay pocos  negros en nuestra institución, marque el 3. Pero…Si no tienes ningún familiar, amigo que trabaje con nosotros y llamas en busca de trabajo, por favor espere, será atendido por la operadora. Graciasssss…    Graciasssss…    Graciasssss…    Graciasssss…    Graciasssss…    Graciasssss…    Graciasssss…    Graciasssss…    Graciasssss…    Graciasssss…    Graciasssss…    Graciasssss…   

martes, 28 de junio de 2011

22- A los postres por GOTX

    Al pasar cada día por delante de la tienda, él se preguntaba cuando se atrevería a entrar. Y no entró ese día ni al siguiente ni hasta dentro de muchos. Tuvo que llover, tuvo que nevar, vendavales llegaron que se llevaron las hojas de las calles, que limpiaban el cielo de una ciudad que por momentos se sumergía en un negro color y que de repente resurgía con azules límpidos que presagiaban que ese sería el día. Y ese día llegó y fue miércoles, y fuera la mañana respiraba despacio, latente, pero él no, él respiraba agitado, casi sin dormir, nervioso, tiritando diría, temblando, su cabeza loca, que absurdo, pensó. Y dio el paso y asió la manija de la puerta y pensó que se quedaría allí pegado y que no podría soltarla nunca más, parecía un chiquillo y no lo era, no, era él, el chiquillo que creció, que había crecido sin darse cuenta, y que ahora en su madurez se encontraba en este trance del que tenía que salir cuanto antes. Y antes de que su mano izquierda no pudiera despegarse ya nunca más hizo un esfuerzo y su voluntad emitió las órdenes necesarias para que todo fluyera de forma ordenada. Y la tienda resultó que no era más que una panadería, de la que él poco uso hacía, dado que su vida siempre le llevaba a comer a un restaurante que habitaba allí cerca, en la calle paralela, casi a la misma altura. La vida le había llevado a trabajar cerca de donde vivía y a comer cerca del trabajo y a vivir en un pequeño conjunto de cuatro calles, que no ocuparían más allá de dos hectáreas, cuando la ciudad que englobaba a esas calles continuaba y no parecía tener fin, desconocida para él en la mayoría de sus puntos, refugiado él en esos pequeños dominios repletos de comodidad. Ella estaba ordenando cosas y, al verle, enseguida puso su mejor sonrisa para recibir al nuevo cliente. Nunca había visto aquella sonrisa tan de cerca, pensó él. Dios, qué maravilla, siguió pensando, y estuvo a punto de darse la vuelta sin siquiera abrir la boca, sin siquiera presentarse, pero ese no era el caso, no tenía que decir su nombre, tenía que pedir una barra de pan, eso era todo. Y lo hizo, balbuceando, y ella seguía sonriendo. Y a través de la voz descubrió su voz, la que dijo buenos días antes de que él los diera, y esa voz no quedó grabada, qué pena. Pagó después de escuchar un precio de su boca y finalmente un saludo, el buenos días, de nuevo, y él se encaminó a su trabajo con la barra de pan y nadie le preguntó que hacía con esa compra. Alguien que no haya pasado por semejante aventura, comparable con las más excitantes odiseas que los hombres y mujeres extraordinarias hayan intentado y llevado a cabo, no entenderá el grado de excitación que acompañó a Jesús aquella mañana. El trabajo no pudo evitar que su mente viajara una y otra vez a esa manija, a esa voz y a esa sonrisa, y ni siquiera el plato de lentejas que le propusieron al mediodía, y que él aceptó de buena gana, fue suficiente para calmar su ansiedad. Comió como siempre y donde siempre; como siempre, con su ritmo lento y prolijo a contar historias o a ensoñarse o a regodearse con los sabores del placer. Y donde siempre, ya había perdido la cuenta de cuando empezó a ir allí, mediodía y noche, casa de comidas, siete días a la semana, ya mesa reservada, ya mantel de hule a cuadros blancos y verdes, ya tele encendida hoy, radio mañana, depende de lo que gaste la actualidad. Y siempre presente Juan, el jefe de todo aquel invento, que se desvivía por un negocio que fluctuaba de aquí para allá, según temporadas y épocas, según flujos de trabajadores o de estudiantes recién llegados o según crisis pasajeras o estacionarias. Jesús nunca le fallaría, solía pensar para sí mismo Juan, cuando hablaban sobre estas cosas. Y Jesús también se lo decía a sí mismo, que mejor que aquí no se comía en ningún sitio, y ya no era el hecho de elegir tres primeros o tres segundos, no, tampoco era el hecho de que toda la familia de Juan y algunos contratados se turnaran para que el local siempre estuviera abierto, no, es que se comía bien, de verdad, y ni el paso del tiempo había cambiado los guisos, ni la inventiva parecía tener fin, y hasta Jesús se permitía hacer algún comentario sobre posibles incorporaciones a la modesta carta del local. Y sobre todo, se estaba a gusto allí, Jesús podía hablar con alguien, más que en la oficina donde su madurez le iba relegando a soledades más o menos completas a lo largo de una jornada de trabajo. Aquel día saboreó las lentejas y un asistente imparcial hubiera creído que esa persona contaba todas y cada una de las unidades de legumbre y ya iría por cientos o miles y después de cada una su mirada volvería a una sonrisa, no olvidada, plena todavía, consciente, extrañamente cercana y el invisible espectador, si hubiera podido penetrar en la mente del comensal, habría descubierto que estaba pensando en comprar pan todos los días, pan para nada, para abandonarlo encima de la mesa de la cocina, de donde iría a la mañana siguiente al cubo de la basura, y así sucesivamente. Y después de las lentejas vino un atún con tomate que estaba para chuparse los dedos, y de su boca salió una de las no muy numerosas felicitaciones que iba dirigida en general, a quien corresponda, y que gratamente recogió Juan, sonriendo ante el halago. Y apoyó su mano en el hombro de su cliente para mostrarle el afecto. Y ese gesto tuvo el efecto de calmar un poco más esa ansiedad que seguía estando ahí, pero interna, relegada al alma. Ya a la mañana siguiente la manija de la panadería se le resistió un poquito menos y se encontró con que el local no estaba vacío y así mejor, pensó él, disfrutando de la espera y de la visión de ella, y esa espera se le hizo corta cuando le llego su turno y no hubo comentario a la segunda visita, no era el momento y él salió casi resignado, triste y melancólico, y cuando Juan vino a atenderle no tuvo más remedio que interrogarle y aunque Jesús no estaba acostumbrado a ello, no le quedo otra que sincerarse y empezó a hablar. Y Juan no tuvo más remedio que sentarse mientras el plato de judías del día se quedaba frío y Jesús tuvo que mirar el reloj después de un largo diálogo y, casi sin tiempo, volver corriendo al trabajo. Y las fuerzas acompañaron a aquel que ciegamente enamorado, si eso era el amor, esperó un día a que Clara saliera de la tienda de pan por la tarde, ya noche, y él alteró su horario de cena para dubitativamente decir hola, ser correspondido, ya se veían todos los días, y escuchar violines en el cielo mientras él le decía que qué casualidad y preguntarle si le podía acompañar. Y todo lo demás, producto de paseos entre mínimas hectáreas, vino, y un día Jesús habló con Juan y le propuso algo, que el dueño aceptó, y una noche, de viernes, el restaurante recibió a Jesús y Clara, y ambos se sentaron, y, sin que nadie lo viera, el cartel de la puerta se giró para indicar cerrado a los transeúntes y a Clara no le extraño aquella paz de viernes, y los hules seguían siendo de plástico cuando de repente la televisión se apagó y algo sonó en un tocadiscos, y era una vieja canción, de esas que se bailan juntos, y hasta una luz se apagó, y ya eran los postres, y la cena había sido especial, y el lenguado de ella y el filete de él nunca los olvidarán, y fue cuando ella terminó el helado, de fresa, y la música seguía sonando y ella no podía hablar y él tampoco, y sin palabras, Juan vio que la mano de él se posaba en la de ella y él se levantaba y ella lo seguía y amablemente él posó su mano en la cintura de ella y enseguida se dibujó la figura por la que todos los amantes de este mundo deberían pasar, y así hasta el final, y a un signo de Jesús, Juan dejó que los surcos hicieran camino y desapareció en su cocina.

lunes, 27 de junio de 2011

21- Más fácil que freír un huevo, por Anaida Gudos

    Es inevitable,  el primer día que le comentes a tu madre que quieres independizarte, con un vaticinio lapidario te dirá:
-      ¿Adónde vas a ir tú, si no sabes ni freír un huevo?
            Una vez que te has marchado de casa llega el momento crítico  en que tienes que hacer la compra. En el supermercado te das cuenta de que el lugar donde está cada cosa es un misterio porque durante años, cuando la acompañabas porque no se fiaba de dejarte solo en casa, te despistabas en la zona de los videojuegos, y cuando iba a recogerte el carro ya estaba lleno. 
            Localizado  casi con GPS el sitio exacto, descubres con pavor que una docena  son 10 huevos y que tienen tallas  M , L, XL, lo mismito que si estuvieses en una tienda de ropa, y que los hay blancos, morenos, bajos en colesterol…  Entonces buscas los más baratos, porque a fin de cuentas un huevo es un huevo y lo único que quieres es comértelo ensopándole media barra de pan. 
      ¡Este va por ti, mamá! – te dices orgulloso en la cocina simulando  una chicuelina.
            Lo coges con delicadeza, como si fuese un pastel de merengue,  pero enseguida se acaba la finura y lo estampas contra el plato. Queda todo mezclado, cáscara, clara y yema, mientras piensas: ¡la he liado!
            Agarras otro,  le das un golpecito suave contra el borde del plato, y no se abre. El segundo golpe, y  nada,  con rabia le das el tercer golpe, sintiendo como si  el huevo te mirase con recochineo y te dices, pero bajito para que no te escuche, que un maldito huevo no va a poder contigo, ni mucho menos para darle la razón a tu madre. Pero  el huevo rebelde, y como si te estuviese leyendo el pensamiento,  se espachurra entre tus dedos,  que lenta y pegajosamente se va esparciendo por la encimera,  gotea por la puerta del mueble, y por más que pones la mano en un intento de frenar su viaje hasta el suelo, la clara arrastrando la yema ya  ha pringado media cocina. Menos mal que compartes piso con tres “adanes” (como los llama ella), porque a estas alturas y si fuera la cocina de  tu madre, ya estaría histérica.
            El tercero no se resiste, al primer golpe contra el borde del plato se abre en dos. ¡Lo tienes dominado! En ese preciso momento  te das cuenta de que el triunfo es demasiado corto, y empiezas a preguntarte si se echa en la sartén con el aceite frío o caliente.  Mejor frío para que no se queme, y enciendes el fuego. En esto  suena el móvil, tu amigo Pedro se enrolla con cualquier tontuna hasta que das media vuelta, el aceite está que arde, mejor,  así se hace antes. Lo sueltas con brío y ves con desesperación al pobre huevo retorciéndose sobre sí mismo mientras se carboniza, y no puedes hacer nada para salvarlo porque el chisporroteo del aceite te impide el paso. Enterrado el huevo en el cubo de la basura y con las tripas en guerra, rebuscas  alguna lata de atún (de las que te trajo en su última visita), y llegas a la sabía conclusión de que la primera  persona que pronunció la frase  “más fácil que freír un huevo” no pudo ser otra que una madre despechada porque su hijo se iba de casa.
            Vuelve a sonar el móvil, y quién va ser  sino ella que parece haber imaginado la escena.
-      ¿Qué has comido hoy, hijo?
-      Huevos fritos mamá…
-      ¿Y te han salido buenos?
-      Buenísimos mamá, ¡buenísimos!

domingo, 26 de junio de 2011

20- Sanguinaccio

No me miréis así, tuve que tomar el resto del vino que sobró de anoche para tranquilizarme y hablarles con calma. La culpa es de vosotros, manga de idiotas. ¿Hasta dónde se puede tirar de la cuerda? Y más con un tipo que es medio místico, vosotros  lo sabían, se reían de él. Lo único que lograron, inútiles, es que yo me quede sin el mejor cocinero que tuve, el que me hace tanto un simple arroz Pilaf como una milanesa Cordon Bleu, que se sabe toda la lista de vinos y los maridajes, que sabe de cocina italiana, gallega, hasta las regionales, a la perfección sin mirar una receta. ¿Quién lo va a reemplazar ahora?  ¿Cuánto me va a costar la chanza? Déjenme terminar con lo que les quiero decir, tarados, ¿porqué creéis que viene la gente, por vosotros…?
- Perdón, señor, tengo que ir al baño.
- Ve y mírate la cara en el espejo, de paso, estás gris. Eso es lo que ganaron. Sabías, Estela, que él se moría por vos. Y siempre con las burlas, mil desplantes le hiciste. Ni una queja por parte de él. “Pongo la otra mejilla, don Miguel, y trato de amarlos, como Cristo los amaría.” Ni la religión respetáis, os burlábais porque iba a misa y porque se confesaba, yo los escuché. A ti, Flavio…
- ¿Puedo ir al baño de arriba, don Miguel?
- Ve y vuelve pronto que no terminé. Yo te escuchaba, Flavio, cuando le preguntaste haciéndote el serio, sobre el tema de la sangre de Cristo, y cuando te explicó,  saliste con una payasada de las tuyas, sirviéndoles vino, y los otros muriéndose de risa. ¡Banda de incrédulos! La culpa la tengo yo, por tomar jóvenes, por más profesionales que digan que son. Seguro que se van a acordar de él por un tiempo. Ahora se quejan de que tienen el estómago revuelto. Os lo tenéis merecido, y yo también, por no haberlos parado a tiempo cuando lo veía. A todos tendría que haberlos echado. Ahora no me vería en esto, casi me muero cuando me dijo que se iba a cocinar a La Raclette. Le pagan tres veces más. Y lo vale, desde que está él, la clientela nos aumentó muchísimo, ¿no se dieron cuenta, tarados? Pero lo entiendo, no se puede trabajar en un clima así. ¿Creéis que no me enteré cuando le tiraron el hamster en la salsa, y tuvo que tirar toda la olla y empezar de nuevo? Toda la noche había estado cocinando. Pero no me lo contó él, él se lo aguantaba, para tratar de hacerse amigo de ustedes, que se la  pasaban planificando la salida del sábado, y nunca lo invitaban.
Desde anoche que estoy animándome con el vino para tratar de tomar decisiones, salvar el restaurante, y vuestro trabajo, gilipollas. Como si no supieran la competencia que hay en restaurantes aquí tres en cada cuadra, y de los buenos.
Me habéis espantado al mejor cocinero que tuve.
- Con todo respeto señor, me parece que es mejor que no tome más.
- Cállate, Pedro, que tu has sido el peor, que no sé porqué te conservo, no sabes hacer ni un huevo frito sin que se te queme. Tendrían que haber aprendido algo de él, burros inútiles.
- Perdón, Miguel, me duele el estómago, ¿Puedo irme a mi casa?
- Todavía no, ve al baño si quieres. Flavio, sírveme más vino.  No os pasará nada, estúpidos. Bien que aceptaron ayer cuando les dijo que les haría una cena de despedida con las comidas de cada lugar de sus abuelos. Y nosotros contentos, nadie se burló,  ¿no?, banda de angurrientos, cuando pasó toda la tarde comprando y preparando, y nadie lo ayudó tampoco. A la noche, cuando brindó con el vino de Salamanca para ti, Estela, diciendo que lo llevarías en la sangre como a ese vino, y te dedicó la chanfaina, deliciosa. Todavía tuvo el buen humor para jugar a que adivináramos los ingredientes. Muy bien, decía, sí, cebolla, ají, sí, menudos, ¿de qué? Sí, de cordero, ¿qué más? Les falta algo…
Y destapó el vino de Galicia para ti, Pedro, cuando nos sirvió las filloas. Un dineral habrá gastado.  Yo había comido filloas en Madrid, pero no tan buenas como esas, no tan rosadas, no tan dulces, distintas a los panqueques, solamente espolvoreadas con canela y azúcar impalpable, nunca comimos algo tan delicado, y pedíamos otra. Había de sobra, es generoso para todo. Ninguno adivinó todos los ingredientes, acá tengo la receta que dejó.
Y trajo café, de Colombia para ti, Hernán, que siempre hablas del país de tus viejos. Acompañado por bombones de la región del Friuli para ti, Flavio. Sanguinaccio, dijo, y te acercó la bandeja para que fueras el primero. A todos nos dio impresión cuando te cayó un jugo gelatinoso y oscuro de las dos comisuras de la boca. Nos reímos cuando te limpiaste la boca y miraste la servilleta, como si hubiera sido un bombón de truco. “No se rían, en el Friuli los sanguinaccios se rellenan de sangre”, dijo él. La chanfaina se hace en Salamanca con sangre de cerdo durante los sanmartines. Y para las filloas, se baten los huevos con la harina, y se le agrega sangre y azúcar, para hacer esta especie de panqueques”.
Y me lo han espantado, eso han hecho, al mejor que tuve.
No, no os vayáis aún, que no terminé, desgraciados. Se merecen que se haya ido y que les haya dejado la cocina para limpiar, y también se merecen haber encontrado las jeringas, todavía con un poco de su sangre, en la basura. Raro que no las encontraron antes. Porque anoche yo lo acompañé al estacionamiento, ya le había ofrecido pagarle más para que se quedara, pero me dijo que no se aguantaba más las chanzas de ustedes, que lo lamenta por mí. Y me dijo algo que los va a golpear a ustedes también.
- Don Miguel, yo estaré igual en vosotros, tienen parte de mi vida en su sangre. Pero la tienen desde hace rato, porque todos somos uno en la vida, y hay una comunión entre nosotros. Por eso los perdono. Mi cocina es mi vida y es mi sangre. Y cada cena debe ser como una misa, por eso le pongo vida a casi todos los platos que cocino. Y los clientes me siguen, don Miguel, a donde vaya, porque cuando uno se acostumbra a la sangre…
Y se fue, el chiflado, hablando de eucaristías y carbonadas, confesiones y chanfainas.
No, no, no, no os vayáis aún, que falta lo más importante. Hasta que no encuentre un jefe de cocina con criterio y estilo, tendrán que hacerlo vosotros. A todos nos hace falta trabajar. Y de esto que no salga una palabra de acá, ¿eh?  Si yo veo que me baja la clientela esta semana, prepárense para arremangarse, porque la semana que viene, empezaremos a ponerle sangre al asunto.

jueves, 23 de junio de 2011

19- Estofado de ideas a la literaria por Kordon Vleu

    Despliéguense sobre la mesa diversos juegos de letras. Ir colocando con precisión retazos de abecedario de acuerdo a un suculento vocabulario, de ser posible español pues ofrece interesante gama de ingredientes y otro no practicamos. Éste léxico, cual buen vino, ha de obtenerse mediante añeja calma temporal sublimada en opíparas lecturas y frecuentes consultas al diccionario.
    La cantidad de ideas ha de ser acorde al apetito de los comensales y las pretensiones del chef. Si bien pueden usarse recién nacidas siempre es preferible tomar las del congelador, su meditado reposo permitirá mayor ductilidad en la representación iconográfica.
    A fuego lento se comenzará el cocido de las ideas disponibles buscando que los personajes resultantes destilen su esencia con acierto. No atosigarlos, en ocasiones es mejor limitarse a seguirles la trayectoria en el caldo, en otras, guiarlos sin que lo noten. De tenerse muy claro el rumbo de la idea fundamental puede permitirse a los actores desplazamientos laterales en la marmita.
    A intervalos adecuados y de acuerdo a la intención perseguida podrían agregarse: lomitos de humor, serpentinas de ironía, lágrimas de amor, rebanadas de ternura, balines de intriga, detalles grotescos, enérgicas gotas de alegría pasional, sueños de gloria, preventivas dosis de consuelo para terribles desengaños, sonrisas marinadas con picardía, una o más vueltas de tuerca (evitar que se peguen en el fondo) y toda la gama de sensaciones, paisajes, tempestades, silencios y diálogos que se entiendan pertinentes. Usarlos con discreción, juntos darían lugar a un menjunje empalagoso. No olvidar que de nuestra mesura dependerá el buen sabor de la imaginería elaborada.
    Es elemental no abusar de ingredientes tales como adverbios y comas. A criterio del chef, sin exagerar y sólo en casos imprescindibles podrán agregarse: números, locuciones en latín, citas (nunca a ciegas, suelen no cuajar), acápites, fe de erratas, aforismos, notas al pie, refranes, versos, insultos, palabras soeces (muy en boga a partir de Bukowski) y, para no abundar en detalles: etcéteras y etc. (Ah, importante: evitar abreviaturas y paréntesis).
    Una vez encaminado este potaje prepararse a introducir el ingrediente primordial, aquello que dará al guisado de ideas nuestro toque característico y para lo cual no se escatimará la mínima partícula pues la exquisitez del nutrimento de él depende: talento. Si no se lo tiene la única alternativa radica en maniobrar con oficio. De no contarse con el mínimo arte la indigestión está asegurada, las buenas intenciones no bastan pues apenas adoquinan el paseo a un buen restaurante (léase: nuevas y profusas lecturas)
    Se habrá de cotejar el sabor una y otra vez a lo largo de la cocción teniendo en cuenta que la premura y el apasionamiento podrían redundar en un plato desabrido o a medio terminar; de darse tal extremo se estarían desperdiciando ideas cuya virtud no es la abundancia. Del mismo modo se debe controlar la temperatura, el recalentamiento podría arruinarle el bouquet de forma tal que la única opción sea lanzar los folios a la papelera.
    Si es posible, durante la preparación darlo a catar a nuestros colaboradores a efectos de ir ajustando el sabor, siempre teniendo en cuenta las opiniones sin que estas primen sobre nuestro albedrío. Bajar del fuego sólo al hallarse la sazón deseada sin descartar jamás la sospecha de que pudimos hacerlo mejor. Respirar profundo ante la obra consumada, repetirse que escribir no es sencillo y firmar la receta sólo de estar seguros que no requerirá retoques.
    Degustar el manjar en sitio confortable y discreto, con luz apropiada, de ser posible en silencio o acompañados de una tenue melodía. Lo trascendental de este acto creativo es poder compartirlo con el mayor número de comensales y, si gusta y lo manifiestan, no permitir que la vanidad contamine nuestro plato (no es fácil), evitar pues la ostentación. ¡Y a disfrutar!

18- El cajón de salazón por Piaget

    Más intenso que el aroma de las hojas húmedas en la madrugada era el olor a café que colaba Bibiana. A la luz del candil, la sombra del colador de manga, renegrido por las muchas coladas, semejaba un volcán invertido con humareda sobre las paredes de yagua. De la hogaza de pan partió tres grandes trozos, que los hombres comieron quemándose la lengua con el café retinto y dulce.
Bibiana soltó con esfuerzo la tranca dura de cedro de la puerta de la cocina y dejó pasar la madrugada que venía acompañada de una lluvia fina. La mujer se estremeció con un escalofrío y miró preocupada las nubes oscuras a las que el sol naciente orlaba con un fino crespón azufrado. El más viejo de los hombres había metido en un saco las guatacas y apuraba a los otros.
- ¡Carijo, no den más vueltas que el tiempo está puñetero y el tabaco no entiende! Bibiana, no podremos venir a almorzar, nos alcanzas la comida a la vega.
Bibiana asintió en silencio, y cuando sus hombres se alejaban por el trillo, les hizo la señal de la cruz y se dispuso a comenzar sus labores de todos los días.  No había hecho más que girarse cuando escuchó el golpe propio de un cuerpo pesado al caer al fango. Se volteó y enseguida adivinó el designio del destino que se había aparecido tan de repente y sin avisar pues le resultó fatalidad que Leandro muriese en un día tan nefasto para el campo. Los hijos clamaban e intentaban incorporar al padre cuyo cuerpo se habia convertido en pesadas yuntas de bueyes. La locura, o quizás el raciocinio, de Bibiana la llevó a ordenar que entraran el cuerpo del padre a la cocina y lo acomodaran en el cajón de la salazón, que allí estaría protegido y acompañado por su persona hasta la hora del velatorio.  Después de haber limpiado al muerto del fangal y haberlo recostado entre los pedazos salados de puerco de la última matanza, conminó a los hijos a marchar y terminar las faenas que sabían su padre querría para tal día en los campos de tabaco.
Después de encender la leña y poner al fuego los frijoles, Bibiana salió al patio, donde la esperaba picoteando su cría de gallinas, guineos y dos guanajos, a los que alimentó con maíz desgranado. Con un machete casi de su tamaño, caminó hasta la arboleda, recostó la escalera al tronco recto y liso de una palma, y cortó con limpieza el palmiche, que arrastró a duras penas hasta el corral de los puercos, pues con las sobras de la casa no engordarían para fin de año los dos marranos. Entonces recorrió los sitios donde las gallinas anidaban, recogió ¡ocho huevos!, los dejó en la cocina y sazonó los frijoles, y salió con una guataca pequeña hasta la puntica de maíz, donde escardó la tierra, y escogió un puñado de mazorcas que fue echando en un saco.
La lluvia persistía, y pesados grumos de fango pegados a sus zapatos le dificultaban la marcha. La ropa húmeda pegada al cuerpo enfriaba su piel, pero se consoló pensando que pronto en la cocina podría secarse. Así pensando, recogió los mangos y plátanos maduros, una fruta bomba tierna pensando en un dulce en almíbar, y se sofocó sacando yuca para el almuerzo, que la tierra mojada aprisionaba amorosa.
Bibiana levantó la vista al cielo, y a pesar del mal tiempo, pensó que se retrasaba con el almuerzo, calculando la altura del sol extraño de esa funesta mañana de octubre. De camino a la casa, pasó por el arroyo cercano recogiendo agua para llenar el porrón y la tinaja de la cocina. En su palangana de latón se lavó la cara y las manos. Con un cuchillo raspó el fango de los zapatos después de calzar las alpargatas y en el cuarto, frente al pedazo de espejo, peinó sus largos cabellos dorados, salpicados de canas duras y rebeldes. Molesta, se hizo una trenza apretada, que ató con una tira de seda que guardaba hacía años.
- Ya estoy aquí, Leandro. Haremos juntitos la comida del almuerzo para los hijos y la del duelo para los invitados. ¡Ahora que te habías enternecido con el remojo abandonas el potaje! Ya me lo decía mi madre, que las personas eran como los frijoles: nacen tiernitos y protegidos en su mata, pero una vez que se desgranan, que pierden la protección y se enfrentan a los rigores del mundo, a la intemperie, comienzan a secarse lo que conlleva un endurecimiento por pérdida de agua. Para poder consumirlos hay que reponerles el agua. Los frijoles hay que ponerlos en remojo. Entonces pueden cocinarse y quedarán tan tiernos como la más tierna de las verduras del potaje. De la misma manera, las personas nacen tiernas e inocentes protegidas por los algodones paternos en la mayoría de los casos. Pero con el paso del tiempo, los golpes de la vida y la pérdida de protección se endurecen, se secan por dentro y son incapaces de ligar con nadie si no se les somete a un previo remojo. Un remojo que dé como resultado a una persona madura enternecida, capaz de estar a la altura de la mazorca más tierna de la familia. Pero cuando el frijol ha nacido podrido o lo ha hecho por el camino, mejor no echarlo al potaje o lo echaría todo a perder. Eso hice contigo, Leandro, y cuando venías a estar meloso y dulce como plátano frito te caes al fango y dejas a los hijos toda la faena del campo. Porque tú ya sabes que yo soy como fruta bomba tierna en almíbar, que por muy dulce o pelada que esté, no deja de ser fruta bomba. Que soy muy dispuesta y trabajadora pero que la gente hace de mí gato y zapato y mejor me iría si fuese alguien de yuca y ñame.
Ella miró al marido muerto y creyó escuchar el estruendo de un trueno así que se echó al hombro el jolongo que le quemaba el brazo, por la comida hirviendo, y lo envolvió con el hule viejo que le servía de mantel, pues la lluvia era ahora más fuerte. En el otro brazo el porrón del agua, y un pomito lleno de café caliente. Llegó a la vega empapada, pero la comida caliente y seca. Los hijos estaban preocupados por el tiempo, si seguía lloviendo la vega podría anegarse, pudrir la raíz, quemarse la hoja.
- Pero, madre, ¿qué hace aquí? ¿No sabe que tenemos encima un ciclón? ¡Vámonos, madre, vámonos!
Apenas habían caminado unos metros cuando un ruido desconocido que parecía un tren gigantesco surcando el cielo a todo vapor les obligó a taparse los oídos. Las ráfagas doblaban los árboles y Bibiana sintió que el viento la arrastraría y alcanzó a refugiarse bajo una enorme ceiba. Temblando de frío y de miedo, logró partir una rama y con ella tanteó el terreno. Cuando podía, avanzaba a gatas para que el viento no la arrastrase y a duras penas veía a sus hijos delante de ella. Un estruendo mayor que el anterior trajo un alud de fango y agua loma abajo en el que se veían cabezas de terneros, las patas de un caballo...
Dicen que nunca fueron encontrados sus cuerpos. Que sólo hallaron el cadáver de Leandro dentro del cajón de salazón sobre la mesa de la cocina rodeado de platos con frijoles, arroz, yuca con mojo de limón, ajo y manteca de puerco, tortilla de huevos frescos y platanitos manzanos bien maduritos.

miércoles, 22 de junio de 2011

17- El ordenanza

    Nadie faltó al velorio de tía Delia. Ni siquiera mi primo Adolfo, que tuvo que interrum-pir el trabajo antropológico que estaba haciendo con los caníbales para venir al entierro. Todavía recuerdo la insistencia de Adolfo por ayudar a mis hermanas a ponerle la mor-taja a la tía. En la pieza donde la cambiaron se vio obligado a confesarles su debilidad por la pata: aprovechando un momento de distracción, Adolfo, movido por el instinto de conservación, le pegó un mordisco a tía Delia. Mis hermanas se dieron cuenta cuando vieron los dientes postizos clavados en la rodilla. Ahora, en el velorio, se comportó a las mil maravillas. Tal es así, que fue el comentario general de los presentes, quiénes hasta el día de hoy lo recuerdan paseándose con aquel bozal que apenas les dejaba asomar sus ojos desorbitados. Le quedaba bien.
   En la noche que siguió al entierro, pese a nuestra invitación, Adolfo no cenó con nosotros. Nos dijo que tenía hambre y se quedó en el cementerio. Al otro día lo fuimos a buscar con papá. Lo llevamos a casa y lo tuvimos encerrado en el bañito de servicio hasta que le conseguimos trabajo. Papá hizo mover sus influencias y logró que lo nombraran  ordenanza en la morgue de la facultad de medicina. Está chocho.

16- Latin Food, por Lucille Angellier

    “Se llamaba Rosalía y era mulata. Se presentó en mi restaurante con un vestido blanco, vaporoso, dotada de un aire irreal, casi mágico. El pelo rizado, un poco revuelto y negro, como los pensamientos más turbios, le caía sobre los hombros desnudos. Llamó mi atención su piel de chocolate, que centelleaba bajo los focos de la barra.
            Me aseguró que tenía una amplia experiencia como cocinera y no pude negarle el trabajo como ayudante de cocina. Nunca le pedí que la probara. Ni un solo documento suyo pasó por mis manos ni quiso que la diera de alta en la seguridad social. Por eso sólo sé su nombre, ni siquiera un apellido, una dirección, algo que me ayude a buscarla. A los pocos días, mi cocinero Ricardo se vio obligado a ausentarse por asuntos familiares y ella se ofreció de inmediato a sustituirlo.
Las jornadas se sucedieron con normalidad. Era buena en su trabajo y los clientes se marchaban satisfechos. Mientras tanto, mi atracción hacia ella aumentaba de forma exponencial y llegué a pensar que me tenía hechizado.
 Una noche la vi especialmente afanada en cocinar un plato que no se correspondía con ninguna de las comandas que le había solicitado. Pero no dije nada, la dejé hacer. Cuando terminó de prepararlo me explicó que aquellos rollitos envueltos en hojas de maíz y fuertemente atados en el centro, como una antigua dama ceñida por su corsé, eran “guanimos”, una comida típica dominicana, y que haría bien ofreciéndoselos a las parejas que se encontraban en ese momento en el restaurante. No quiso contestar a mis preguntas, pero me hizo hincapié en que sólo los sirviera en las mesas ocupadas por un hombre y una mujer.
            Lo que vino después fue tan extraordinario como el aspecto que presentaban los guanimos. En la mesa del fondo, el hombre de barba gris y ojos cansados pareció salir de su apatía y cogió con embeleso las manos de su pareja, depositando en ellas un beso apasionado. Ella correspondió con sonrisas y, ante mi asombro, empezaron a comerse la boca, como dos adolescentes enardecidos por una pasión tan inesperada como poderosa. Eran clientes fijos, y nunca antes les había sorprendido en un gesto de cariño. Pura coincidencia, me dije, mientras la sensación de que estaba presenciando algo insólito iba tomando fuerza en mi mente. Se reforzó el efecto cuando vi que el matrimonio de ancianos, que solía cenar todos los viernes en la mesa de la esquina con la indiferencia mutua que sólo los años de convivencia puede proporcionar, intercambiaba caricias. Y empecé a preocuparme cuando el señor Martínez guiñó un ojo a don Andrés, su socio. Recordé que a ellos también les había servido los guanimos. Pensé por un momento que se trataba de una alucinación, pero cuando abandonaron el local iban cogidos de la mano. Entré a la cocina para pedirle explicaciones a Rosalía, pero fue ella la que me increpó por servir su comida a dos hombres. Después se encogió de hombros y dijo que el efecto se les pasaría mañana. No supe si sentirme aliviado o preocupado. Quedaba toda una noche por delante.
Desde ese día mi interés por ella fue en aumento, si es que eso era posible. La observaba a escondidas mientras se manejaba entre los fogones, con su piel brillante y los ojos abstraídos. No parecía de este mundo, no se cansaba nunca, ni protestaba por nada. Era feliz entre sartenes y ollas. Sus manos acariciaban los ingredientes, como si de amantes suyos se trataran; antes de cocinarlos les regalaba el tacto de sus dedos, que tanto ansiaba para mí.
La siguiente noche que usó su magia fue el 11 de marzo, en el primer aniversario de la tragedia que conmocionó a nuestra ciudad. En las calles, en las casas, en mi restaurante flotaba la desolación, como un gas maligno que nos provocaba toses de tristeza. Rosalía llegó un poco antes de lo normal, con una bolsa de la compra llena de ingredientes extraños. Trabajó sin descanso en algo que parecía un postre. La dejé hacer, me gustaba ver sudar sus brazos morenos, el movimiento pendular de su pelo recogido en una sencilla coleta, el fulgor de sus hombros que parecían fundidos con metales preciosos. Esa noche me pidió que sirviera aquel postre en todas las mesas, es un pastel dominicano, me dijo como única explicación. Me dio una porción y nada más comerlo me sentí el hombre más afortunado de la Tierra. Los clientes reaccionaron igual: las sonrisas afloraron a sus rostros, las conversaciones se animaron, una felicidad contagiosa flotaba por el local, adquiriendo la consistencia volátil de nubes irisadas, pequeños penachos de humo que salían de los platos del postre. 
            La magia, pues a esas alturas yo estaba convencido que era eso, siguió colándose en sus platos. El comedor se llenaba cada día, pronto se corrió la voz de que en mi restaurante se servían comidas muy especiales, aunque nadie sabía exponer con suficiente lógica que es lo que ocurría cada noche en aquel local. 
Un día no pude disimular más y, cuando se marcharon todos los clientes, le pedí que preparara unos guanimos para nosotros dos. Me miró como si supiera de mis insomnios y desvelos, de mis ansias por poseerla. Me observó tanto rato, que creí que me moriría cuando apartara su vista de mí, porque ya no tendría sentido vivir sin el roce abrasador de su mirada sobre mi rostro. Sin decir palabra empezó a desvestirse y, como le insistí en lo de los guanimos, me dijo, no nos hace falta. Hicimos el amor en la cocina. Invadí sus dominios oscuros, paladeé sus recetas de bruja, descubrí que sus muslos poseían el mismo brillo que sus brazos, lamí ambos, sin prisas. El tiempo se había detenido, estancado en sus pezones, atrapado en su lengua que se enredaba con la mía.
             Durante varias semanas se sucedieron nuestros encuentros, siempre en la cocina. Cuando se iban los clientes preparaba aquellos platos exóticos, que olían y sabían a su tierra, a un Caribe de contrastes, salado y dulce, como ella. Hasta sus nombres me producían placer: guanimos, yeniqueques, bollitos de yuca, crema de auyama, coconetes, licor de mandarina...
            El día que se marchó me pidió que invitáramos a nuestros clientes habituales, que les dedicáramos una cena privada, para agradecerles su fidelidad. No pude negarme. Quería preparar un plato tradicional de su tierra; era su cumpleaños y echaba de menos a su familia. Su madre solía cocinarlo para ella cada año, me contó. Nunca antes habíamos hablado de este tema. Para mí Rosalía era un ser que había surgido de la nada, sin pasado. Existía para que yo la amara, para que me extasiara contemplando su piel dorada, para que me perdiera en los misterios de su mirada antigua. Saber que tenía un sitio al que volver me hizo sentir que nuestra relación era vulnerable.
            Después de esa cena desapareció y lo más extraño de todo es que nadie parecía recordarla. Ricardo, mi cocinero habitual, regresó, como si no hubiera pasado nada, como si nunca se hubiera ausentado del restaurante. Sólo existe en mis recuerdos, y para no olvidarla cuento mi historia a todo aquel que quiere escucharme.
“¿Le sirvo otro whisky?”
El cliente negó con la cabeza, en sus ojos turbios pudo ver que no había creído sus palabras, palabras que olvidaría nada más salir del local. Se sirvió una copa y dejó que la madrugara cayera sobre su espaldas, al menos aquella noche dormiría en paz, siempre descansaba mejor después de relatar su historia a algún desconocido. No perdía la esperanza de que alguien le creyera. 

martes, 21 de junio de 2011

Disculpas aprendiz de chef por Pikón

Está claro que se me fueron los dátiles con (aprediz) "el Aprendiz de chef" por Pikón, disculpas; corregido.
El picador...

15- María la catalana por Julia Guillén

    A las diez de la noche supe que había perdido la paciencia. Cerré los ojos y pensé que todo había terminado. Ahora sí, había terminado.
Hacía dos horas que la esperaba.
Todos los minutos del día me habían resultado escasos. Salí temprano de la fábrica y fui a las vinerías y a los mercados de la Rambla. Antes de las siete subí al altillo, abrí la ventana y miré el puerto. María llegaría a las ocho.
Era un atardecer como tantos en Barcelona, el viento parecía agitar los lejanos reflejos del mar helado y se me antojó, una vez más, que ese mar estaba poblado de naufragios y surcado por banderas negras, las de los viejos piratas normandos.
Entré a la cocina. Estaba dispuesto a gozar la noche, el tiempo me jugaba a favor. A las ocho ya la esperaba y había tendido la mesa con un mantel de encaje de palilleiras que vendían a buen precio los gallegos en las esquinas, era para acentuar la suntuosidad de la cena. La escena lucía teatral, solemne.
Aspiré con placer los aromas que salían de las sartenes.
Cuando molía los crujientes pétalos secos de las rosas y los juntaba con los ajos confitados y las olivas, pensé en María, y seguí pensando en ella cuando cubrí con este manjar espeso y oscuro los filetes del besugo y los guarnecí con navajas y berberechos. Pasó el escozor de una quemadura en la mano con la misma rapidez del burbujeo del agua hirviendo y entonces volví al deleite, los aromas, la media luz. Encendí las velas, se iluminó un rincón con las flores y estalló la música.
Pensé en ella y en su capacidad de sorprenderse. Casi llegué a ver la placidez en sus ojos e imaginé su boca descifrando aliños y sabores, y enmarcando el filo de la copa del mejor xarel-lo que encontré. Pensé también en su cuerpo frágil, ligero y en esa sonrisa catalana y franca que le fluye con asombro cuando le invento cuentos de sibaritas, cuando le hablo de la inmortalidad del placer.
Son mis mejores inventos. Es la fantasía de alguien que nació en un pueblo del sur del mundo, un mundo de gauchos afrancesados que juegan fútbol y comen chuletones de vacunos, un pueblo que adora a la Virgen de Luján y agota el libro de quejas de las oficinas públicas.
La Historia (no esta historia, sino otra Historia, porque hubo otra Historia más antigua, de cacerías y violencia), me trajo hasta aquí, hasta esta costa catalana de Vírgenes de Montserrat y procesiones marinas. Sufrí, claro que sufrí.
Fue entonces que encontré a María y ella fue mi patria.
Ella sigue siendo mi patria, pero son las once de la noche y no llega.
El silencio es total. Las copas están limpias y solas, el horno abierto y vacío, al romero se le esfumó su perfume, las velas se apagaron y me siento fatal, como dicen por aquí.
Pienso en la nostalgia, es medianoche, me sofoca su maldita ausencia y me pregunto por mi nueva vida, la vida después de esta otra orfandad, la vida de la paciencia perdida.
Unas llaves se niegan a encontrar la cerradura de la única puerta del altillo, hay un ruido seco en la entrada, luego llegan las palabras. No entra María, entran las súplicas de perdón, las mismas de otras veces. Entra al altillo la formalidad de un discurso de lamentaciones y tropiezos, una suma de acontecimientos, confusiones y disculpas. La acaricio, la beso en la boca, la abrazo con un temblor que sólo puede nacer de mi vieja alegría de estar vivo. Ahora está en silencio, y se lo agradezco.
Miro la cena fría sobre la mesa todavía bien vestida y a esa hora, ya entrada la madrugada, vuelve a mí, íntegramente, la paciencia que había creído perdida para siempre, a las diez de la noche.

jueves, 16 de junio de 2011

14- La dulzura de los reposteros por Anderson

    En el pueblo eran los únicos reposteros. Razón válida para además ser los mejores. Pero no morían en la gloria, buscaban siempre sorprender a sus clientes habituales. Entonces era muy común maravillarse en celebraciones como cumpleaños, bautismos, aniversarios o casamientos, de las tortas que los Karkoris elaboraban en la tradicional panadería ubicada frente a la plaza.
Y si de innovar se trataba, las propuestas diferentes no pasaban solamente por la forma final de la torta, que podía asemejarse a lo que uno quisiera, ya fuese un automóvil, una vivienda, un edificio con helipuerto, una pelota de fútbol o una modelo venezolana posando para Playboy: en los ingredientes residían muchos de los secretos del éxito.
Eran comunes las charlas en la panadería entre los clientes y la familia Karkoris en las que los primeros aventuraban ingredientes y los segundos, se cuidaban con las respuestas, sin dar jamás una que permitiese a los curiosos, descifrar tal o cual misterio.
El merengue rojo fuego que había dado vida al riquísimo demonio de casi un metro de altura para el cumpleaños de 18 del mayor de los Pérez García, fue todo un suceso. No solo por lo bien que combinaba con el tridente de chocolate amargo, sino porque parecía una réplica a escala.
O el glaseado de la torta del aniversario de casados de los Benvenutti, de un verde casi transparente, más parecido a la bilis de un lagarto que a una exquisitez repostera, de esas que llevan a cualquiera a abandonar dietas y promesas de no probar nada dulce.
El misterio era mayor dado que los Karkoris no llamaban a ningún proveedor de la ciudad para que les trajera las materias primas, sino que ellos iban en sus dos utilitarios a realizar las compras. En el pueblo los tenían como grandes profesionales y no pocas fueron las veces que les preguntaron por qué siendo tan buenos en lo que hacían, no probaban suerte en la ciudad.
- En la ciudad nadie valora lo artesanal. Cualquier sabor viene bien. Aquí, en el pueblo, los paladares gustan de placeres más intensos - dijo una vez la señora Karkoris nieta del primero de los Karkoris que había arribado al pueblo cinco décadas antes y abierto ese lugar, que era la perdición personificada.
Pero además de profesionales, más de una vez demostraron ser excelentes seres humanos. En ocasiones trágicas, como las inesperadas muertes de los hermanos Zimmerman, de trece y quince años, acercaron al velatorio tartas y masas finas para amenizar la triste jornada, logrando que aunque sea por momentos, las delicias lograran dejar de lado las penas.
Todos recuerdan las lágrimas de la Sra. Mannara, viuda desde entonces, cuando le anunciaron la aparición de su esposo, en realidad, del cuerpo de su esposo, en las profundidades del arroyo. Pero perdura más en el recuerdo de esa tarde gris, el enorme pastel de frambuesas con forma de corazón que los Karkoris acercaron en gesto de acompañar a la pobre mujer en tremendo instante.
Quién no querría en su pueblo tener gente así. Quién no buscaría en ciudades distantes seres humanos con esa calidad de gente, con ese talento innato, esa dedicación al trabajo, a la innovación, al placer de los demás o bien, a lograr, con lo que producen, la paz de almas atormentadas por la tragedia.
La Sra. Karkoris los ve salir de su panadería felices y entonces ella también se siente feliz. Los quieren y se sienten queridos. Cómo, entonces, no preocuparse por tenerlos contentos. Cómo no acercarles algo dulce, sabroso y tentador, para apartar las penas y aquietar los interrogantes.
Porque sabe bien, tal se lo trasmitiera su abuelo desde que tenía edad suficiente para estar en su falda, que las dudas pueden surgir en toda operatoria y que como la música calma a las fieras, la comida hace lo propio con el hombre. Y qué mejor en aquella oportunidad, que la propia sangre del Sr. Mannara para elaborar ese símil frambuesa tan sabroso, si al fin de cuentas, era el Sr. Mannara el que husmeaba a escondidas cerca de los hornos de la panadería, seguramente para robar alguna de las cotizadas recetas. O cuando los granujas adolescentes irrumpieron en la noche... nada como el sabor del miedo mezclado con harina.
Y esos mendigos en la ciudad, tan a la deriva en la vida, otra vez teniendo un objetivo dentro de la sociedad, cumpliendo un rol como ingrediente, y la ciudad, con un problema menos. Qué tan difícil podía ser lograr una armonía. Qué tan complicado era dar lo que otros querían y tomar lo que estaba de más. Dulcemente, claro. Porque para amarga, ya estaba la vida.

13- O Pazo de Pachacutec por Mimartina

    Cuando a mi padre le comunicaron su traslado a Madrid yo quise morirme. Recién acababa de apagar nueve velas, y, aunque nacida en la capital española, llevaba toda mi vida residiendo en Lima. Lloré, grité y juré quedarme sola en nuestra casa, al cuidado de Aymara y de Inka. No podía imaginar la vida lejos de Adda y Graciela, mis dos mejores amigas, de doña Imperio, mi profesora…, lejos de todo lo que hasta entonces conformaba mi mundo. Mi hermanita, Fabiola, a sus cándidos y leales cuatro años, se puso de mi parte y prometió quedarse conmigo para siempre; pero cuando mamá le dijo que ella ya no estaría para cuidarla, leerle un cuento o sacarla al parque, enseguida se rindió y se pasó al bando enemigo. Llorando a mares corrí a refugiarme en la cocina bajo el delantal de Aymara, nuestra cocinera, aunque para mí representaba mucho más que eso: era mi cómplice, mi hada madrina, mi ángel de la guarda, mi confesora, mi conciencia.
-         ¿Pero por qué me llora, mi cholita?; ¿qué le sucedió pues?
Entre hipos y sollozos le conté a Aymara cuál era el manantial de tanta lágrima mientras me estrechaba entre sus regordetes brazos remangados hasta los codos. Tenía las manos embadurnadas de harina de camote y me preguntó si quería ayudarle a cocinar unos picarones. De sobra sabía que me moría por meter las manos en la masa, por construir los aritos que después burbujearían en el aceite hirviendo y que, una vez dorados y crujientes, cubriríamos con una generosa capa de miel de chancaca. Cocinar me apaciguaba.
Desde muy chica me aficioné a merendar en la cocina tras volver del colegio en vez de hacerlo en el salón principal como me aconsejaba mamá. A esas horas la casa solía estar vacía y la presencia de aquel gran piano de cola me intimidaba. Así que prefería encaramarme a uno de los taburetes junto al gran mesado de piedra sobre el que Aymara trabajaba las viandas mientras Inka planchaba en una esquina o lustraba la plata. Ante mi incipiente curiosidad y mi perseverante insistencia, Aymara comenzó a dejarme trabajar algunos de los ingredientes que utilizaba mientras me recitaba la preparación del plato. Aymara cocinaba de maravilla. Normalmente nos alimentaba con una exquisita gastronomía limeña, pero a veces, y para saciar la morriña y el paladar de mamá, preparaba comida española: paella, tortilla de patata, pulpo a la gallega,… Sin duda, yo prefería los platos típicos de Lima, con su riqueza de sabores y su gama de vistosos colores. Mi favorito era la causa rellena de pollo, que Aymara decoraba con huevos sancochados y con pedacitos de aceituna.
Aquella tarde en la que mi apenas recién estrenada vida comenzaba a agonizar, Aymara creó el menú perfecto para emblanquecer un poco la oscuridad de mi futuro, y que yo decidí no probar como testimonio de mi malestar: tamales en pancas de choclo rellenos de cerdo y maní tostado, un lomo saltado con papas fritas, los picarones ya reposados y una gran jarra de chicha morada. Durante la cena papá nos recordó que debíamos empacar nuestras maletas cuanto antes, que en tan sólo unos días acabaríamos el curso y pondríamos rumbo a España. Volví a  protestar contra tamaña injusticia esgrimiendo dos o tres argumentos que, a fuerza de repetirlos, parecían conformar una lista interminable. Mamá intentaba apaciguarme diciéndome que en Madrid se vivía muy bien, que pronto haría nuevas amigas y otra serie de sobornos que no conseguían aplacar mi ira. La pobre Fabiola no sabía de qué parte ponerse, dirigiendo sus grandes ojos azules a un lado u otro de la mesa según le correspondiese a mamá o a mí presentar nuestros alegatos. Finalmente fue papá quien, con una contundente sentencia, puso fin a la contienda: en diez días dejaríamos Perú y nos instalaríamos en Madrid.
De madrugada me escabullí sigilosamente en la habitación de Aymara y de Inka. Esta última dormía emitiendo sonoros ronquidos parejos al tamaño de sus pechos mientras Aymara yacía callada sobre un costado. Le toqué el hombro y en seguida se giró y me miró con aquellos pequeños ojillos zainos enmarcados por finas arrugas. Se sentó en la cama y, meciéndome entre sus brazos, intentó consolarme:
-         No debe enojarse, mi niña. Ya verá que todo va a salir rebien. Allá en Madrid habrá otras muchachitas como usted y ya verá qué prontito se hacen amigas nomás.
-         Pero yo no quiero irme. Quiero quedarme contigo y hacer cebiche, y choros, y…
-         Ya está bueno, mi cholita. Debe obedecer a sus papás. Y yo me iré para allá con ustedes en cuantito consiga arreglar mis papeles.
-         ¿De verdad que vendrás, Aymara, seguro?
-         Claro que sí, mi hijita. Después del verano, pues ya yo me marcho para allá.
La  residencia que para nosotros había reservado la embajada se escondía entre altas encinas en una zona residencial a las afueras del bullicio y el tráfico de la urbe. No era tan grande como nuestra antigua casa de Lima, pero disponía de una piscina en forma de alubia celeste. En septiembre comenzamos el curso en un colegio de religiosas. No tardé en relacionarme con mis compañeras y, al poco, mis idolatradas Adda y Graciela fueron reemplazadas por Carolina, María y Teresa. Particularmente esta última se convirtió en una aliada inseparable. Teresa era parte de la casa porque su mamá hacía las labores de cocinera para la familia. Al principio miraba a Herminia con enojo ya que para mí la única persona válida para reinar sobre los fogones era Aymara, y cualquier otra dispuesta a usurpar ese trono no era sino una farsante. Me llevó algún tiempo volver a adentrarme en aquella estancia que tanto había significado para mí en Perú y que en Madrid se me antojaba fría y vulgar. Pero Teresa pasaba gran parte de su tiempo allí, así que si quería estar con ella, no me quedaba otra que traicionar a Aymara y entrar en los dominios de Herminia. Confieso que Herminia era una gran cocinera. Gracias a los años que llevaba viviendo en la capital, había aprendido a cocinar unos ricos cocidos madrileños, un exquisito besugo y unas deliciosas torrijas. No obstante Herminia, gallega de nacimiento y vocación, prefería degustarnos con la gastronomía típica de su tierra: caldeirada de merluza, lacón con grelos y cachelos, pulpo a feira, filloas de leche, garbanzos con callos, nabos con bandullo.

Una lluviosa tarde en la que nada se podía hacer salvo deambular por la casa, Teresa me llamó y me invitó a ayudar a su madre a preparar la masa para una empanada de xoubas. Reticente al principio, enseguida sentí unas ganas irrefrenables de hundir mis dedos en aquella masa templada y elástica que vi amasar a Teresa. Fue sin duda el comienzo de una estrecha colaboración que, a día de hoy, sigue dando buenos frutos. Mi intimidad con Herminia fue aumentando a medida que, superado su natural y gallego recelo, me dejó preparar con ella la comida. No obstante, seguía extrañando los sabores que la cocina limeña habían dejado en mi paladar y mi cerebro. Recordaba con nitidez las recetas que Aymara me recitaba, y llevaba algún tiempo pasándolas a papel. Un día le sugerí a Herminia que podíamos preparar un ceviche de halibut, o fletán, según supe que le llamaban aquí. No nos resultó difícil encontrar los ingredientes básicos o sustituir alguno de ellos por versiones mediterráneas. A raíz de ese primer experimento, Herminia y yo continuamos elaborando una vez a la semana algún suculento platillo peruano: parihuelas, pescado a la chorrillana o a lo macho, turrones de doña Pepa…
Seguí los pasos de mi padre y me decanté por la carrera diplomática. Durante seis años salté con frecuencia de un continente a otro. Supe por conocidos que Aymara había fallecido hacía algún tiempo y nunca dejé de depositar sobre su tumba una ramita de cantuta cada vez que viajaba al país de mi niñez. Mi maternidad me hizo replantearme los cimientos de mi vida y decidí aparcar mi carrera. Aún no sé muy bien cómo, Teresa y yo, con la inestimable contribución de su madre, decidimos abrir este restaurante de comida fusión en pleno corazón madrileño.

domingo, 12 de junio de 2011

12- El abuelo Félix por Pedrolo

      Mi abuelo Félix era un hombre que nació con el siglo XX. Pasó varias guerras en las que fue perdiendo hermanos. Sus batallitas no nos interesaban a los nietos, tampoco las contaba. Era un adelantado que terminó fundando una granja de pollos tomateros que en Navidad hacía su agosto y de ello vivimos las generaciones de ese siglo
     Pero era lo que se decía un “culo inquieto” y para una granja que funcionó, la familia tuvo que comerse alguna más.
     En los primeros años sesenta tuvimos una producción excepcional en la incubadora de casa. Era una caja metálica con palabras en inglés, una potente bombilla en su interior y una ventana de cristal con pegadas de mocos y salivazos involuntarios de todos los nietos y vecinos que esperábamos ansiosos el feliz nacimiento colectivo. En total, debíamos ser una docena de niños para una ventana de medio metro por veinte centímetros.
     Esos días, en lugar de pollitos, nacieron 200 patitos y no fue una equivocación. El abuelo Félix pensó que si en Francia se apreciaba la carne de pato, el país vecino no iba a ser para menos. Y se compró un “pato guía”; era un animalito que como líder de su especie guiaba a los 200 congéneres todos los días, mañana y tarde, hasta un río que pasaba por la finca. Cuando mi abuelo silbaba, el pato Domingo (así le bautizamos los nietos) salía del agua seguido por los dos cientos de nuevos inquilinos de la granja y se dirigía a su cobertizo donde les esperaba un sabroso pienso con grano recién molido.
     Pasó el otoño entre silbido y silbido. A menudo, en la mesa,  estrenábamos plato de creación pues intentábamos vender la nueva mercancía pelada, empaquetada  y con recetas. Así se nos fue educando nuestro paladar. Pero si la demanda de pollos tomateros aumentaba a medida que se acercaba la Navidad, la de pato a la naranja, la de “canard à la tyrolienne” o pato al “Chambertin” sólo se veía en nuestra mesa. Mesa por la que poco a poco fueron pasando los doscientos. Por fortuna somos muchos en la familia y entonces más.
     Cuando terminamos con los patos, aparecieron los cuises. Sólo cincuenta. Esta vez fue prudente. Pero nadie estaba dispuesto a pagar por comerse una rata grande por mucho que en los Andes –y en mi casa- sea un bocado delicioso. No hacía falta ningún animal especialmente entrenado y se criaban como los conejos; de hecho, eran también roedores.
     Mi abuelo Félix nació cincuenta años antes de que en este país comenzáramos a tener granjas de avestruces, búfalos o canguros para comerciar con su carne. Aún éramos muy conservadores en nuestros gustos gastronómicos. Hoy hubiera sido feliz, más de lo que fue.
     Domingo tuvo el mérito de entrar a formar parte de nuestra familia. Como los perros de la casa, era una mascota muy querida que exigía su comida todos los días ruidosamente mirando a la puerta del caserío como si fuera la culpable de no dejar que saliera alguien que calmara su hambre. Era como un reloj para la familia y el vecindario.  A los niños, nos marcaba la hora de salir a la escuela y la de entrar a cenar.  Murió años después  como un viejo eremita sin comprender porqué los muchos cientos de pollos que veía a su alrededor nunca se bañaban. Por eso se identificaba más con los perros y con los niños, aunque necesitaba marcar distancias con las clases inferiores.

martes, 7 de junio de 2011

11- Recuerdos traidores por Torre de Babel

    Raúl García pulsó cansinamente el mando a distancia que abría la puerta. Mientras  se deslizaba sin ningún chirrido la enorme barrera metálica que permitía el acceso a su casa advirtió que últimamente se sentía casi siempre agotado a la vuelta del trabajo. Rita aún no había regresado y sus hijos, hasta la llegada a casa de los progenitores, se conformaban jugando en sus ordenadores.
            –¡Hola, hijos! ¿Qué tal el día de colegio?
            Los niños apenas le contestaron. Parecía que estaban totalmente absortos en la pantalla de su ordenador. Raúl García se asomó detrás de sus pequeños hombros.
            –Dad un beso a vuestro pobre y cansado padre… ¿Habéis merendado ya? Mamá os había dejado vuestras pastillas nutrientes encima de la mesa…
            –Aún no tenemos hambre… –contestó el más pequeño acariciándose la apertura esofágica–, estamos jugando a los “niños gorditos”… ese juego antiguo…
            Los “niños gorditos”… Raúl apenas recordaba el viejo entretenimiento… De hecho, para los humanos actuales seguramente resultaba un poco trasnochado. Sus propios hijos, que habían sido operados nada más nacer para proveerles de su propia apertura para ingerir los nutrientes, apenas se podían imaginar qué sería eso de comer por la boca, como hicieran los antiguos. Él mismo todavía se sentía levemente horrorizado recordando una infancia en la que se vio obligado a deglutir ásperos alimentos para no morir de inanición. Afortunadamente, en la Nueva Era, todo estaba controlado y todos los habitantes de la Tierra se alimentaban de forma correcta y estudiada, en las proporciones precisas y necesarias para su organismo, mediante el acto simple y aséptico de tragar las pequeñas pildoritas edulcoradas. Ahora, todo era limpio y exacto.
            Mientras tanto, sus hijos jugaban a los “niños gorditos”… Raúl García, con leve repugnancia, observó las evoluciones de la pantalla, donde aparecían cuatro muñecos rechonchos en forma de bola infantil que comían enormes bollos de chocolate y otros alimentos, con los que iban engordando enloquecedoramente hasta explotar y morir. El jugador que conseguía reventar a su niño gordito en primer lugar era el ganador…
            –Hijos, ya sabéis que no me gusta ese juego… No está bien divertirse con las tragedias antiguas…
            –Papá –dijo el más pequeño–, ya no nos dan miedo los cuentos arcaicos… Además, el juego de los “niños gorditos” no está prohibido.
            –Es cierto, –repuso el mayor, y añadió con cierto rencor– cuando nos lo pediste nos deshicimos sin protestar del “bulimiator”.
            Raúl García sintió un extraño retortijón en su pequeño estómago reducido. Aquél sí que era un juego repugnante… Unas figuras esqueléticas y enfermas disputaban entre sí contra el cronómetro para intentar vomitar la mayor cantidad de comida en un mínimo espacio de tiempo. El hijo pequeño rió.
            –Papá, no pongas esa cara. Esas cosas ya no existen.
            Raúl García suspiró y se dejó caer cansado en el sofá anatómico, que le recibió con los brazos abiertos. Durante algunos minutos decidió desentenderse de sus hijos. Aquellos chiquillos eran imposibles… y, por otra parte, ¡tampoco tenían la culpa de las terribles enfermedades que afortunadamente ya había superado la humanidad!
            Un poco después se oyó el leve murmullo de la barrera de entrada y apareció una cabeza rubia y blanca sobre el escultural y estilizado cuerpo de Rita. Raúl se apresuró a darle un beso de bienvenida, ya que, aunque llevaban juntos más de veinte años, todavía estaba profundamente enamorado de ella. Al beso siguió un estrecho abrazo y el hombre advirtió, como siempre, las formas femeninas bajo sus manos: con solo una ligera presión adivinaba las salientes costillas que cubría la suave piel, la cavidad hueca del abdomen vacío, las largas y elegantes formas óseas de las piernas… A Rita le encantaba seguir siempre la moda y, por ello, se había procurado una dieta perfecta, con una minúscula ingestión de grasa animal y apenas unos pocos hidratos de carbono, por lo que su cuerpo presentaba la delgadez deseada, sana y bella.
            Sin embargo, Rita, que conocía bien a su esposo, en seguida advirtió que algo le pasaba… Acaso se encontraba muy cansado.
            –Querido –le susurró quedamente al oído–, deberías cuidarte. Trabajas excesivamente…
            –No es nada –contestó él, buscando en su fuero interno los mimos de su esposa–. Supongo que madrugo demasiado y, probablemente, necesitaría unas vacaciones…
            –Quizás deberías tomar algún suplemento vitamínico –le propuso ella mientras lo miraba con cierta aprensión–. Podemos revisar los componentes de tu dieta…
            Raúl García se desplomó de nuevo sobre el sofá de la sala y negó con la cabeza mientras se acariciaba morosamente su apertura esofágica. ¿Revisar una dieta estudiada al milímetro?… No merecía la pena. Seguramente todo estaba bien. Procuró, sencillamente, relajarse. Con los ojos cerrados intentó descansar en un sueño perezoso y calmado, mientras sus hijos emitían pequeñas exclamaciones de triunfo según iban consiguiendo los puntos del juego. Volvió a recordar los tiempos lejanos de su infancia, antes de la milagrosa operación de garganta, cuando muchos niños de distintas edades morían por enfermedades cardiovasculares, por glucemia o, simplemente, por la asfixia producida debido a su dieta hipercalórica. ¡Qué terrible el peligro que corrió la humanidad! Por fortuna, una sencilla operación había liberado a los humanos de la más abyecta de las depravaciones de su condición animal.
            En su duermevela, ya absolutamente relajado, Raúl siguió evocando aquellos lejanos días de su infancia y, sin advertirlo, se sumergió en los recuerdos gratos del pasado: las manos suaves de su madre que lo arropaban en la cama y poco después, al levantarse, le ofrecían el desayuno; la tibia taza de leche humeante; la caricia blanda y dulce de las magdalenas; el bollo esponjoso del postre de los domingos; los olorosos guisos hirviendo sobre el fuego del hogar…
            Raúl García, horrorizado por sus propios recuerdos y deseos, despertó de improviso. Miró a su alrededor. Sus hijos seguían enfrascados en sus juegos y Rita se estaba vistiendo con su ropa de casa… ¡Afortunadamente, nadie había advertido sus inquietantes y golosas remembranzas!