Creo que mi amor por
la comida se forjó en la cocina de mi abuela Leonor, pero no solo eso, también
mi amor por las familias numerosas.
Desde que era pequeña
me subía a una caja de fruta de madera girada del revés, me ponía un delantal
que me había hecho la abuela con los restos de una toalla vieja y empezaba a
repetir de manera martilleante: “¿Puedo ayudar? ¿Puedo ayudar?” Me encantaba
ver como mamá y la abuela se reunían en la cocina de los abuelos los días previos
a las celebraciones importantes, Navidad, el aniversario de boda de los
abuelos, los cumpleaños de mamá y sus hermanas, la temporada de confitura… y
decidían el menú o el programa de trabajo.
A las hermanas de mi
madre no les gustaba especialmente cocinar, pero sí todo el ritual que
comportaban estas reuniones en la casa materna, sobre todo cuando la abuela las
llamaba y les decía: “Niñas, tocan albaricoques”. Cuando se producía la
llamada, la abuela ya había ido al mercado y acumulaba en su cocina cajas y
cajas de la fruta de temporada. Ella las citaba y se reunían todas un fin de
semana. Las recuerdo allí sentadas con un recipiente sobre sus piernas
deshuesando albaricoques, hablando y riendo y la abuela dando órdenes: “Pon
esto aquí” “Esos pónlos aparte”. Y yo solo soñaba con poderme unir a ellas, en
ser mayor y sentarme a deshuesar fruta, a recibir órdenes y a conservar ese
estado de felicidad permanentemente.
En Navidad los días
previos a las fiestas eran de una actividad contagiosa, mamá y la abuela
decidían el menú, dónde comprarían cada producto, las cantidades, cuándo
prepararían cada plato y con qué guarnición lo servirían.
Después llegaba el
gran día, y las hermanas de mi madre entraban en juego decorando la mesa. Siempre con
imaginación, vestían el comedor de gala. Yo sentía un reverencial respeto por
la cristalería, la vajilla y la mantelería dispuestas de tal manera que, al
inicio, daba incluso apuro tocar algo o sentarse a la mesa. Los comentarios
siempre eran de aprobación, porque realmente se lo merecían, se superaban en
cada ocasión.
Finalmente el abuelo
decía: “Todos a la mesa” y allí nos reuníamos, padres, hijos, nietos, primos,
tíos. Era, es, una familia muy bien avenida, y creo que en ello tuvo que ver en
gran medida mi abuela, con su respeto y su manejo en la cocina, con objetivo de
hacerlo lo mejor posible para que los demás disfrutáramos.
Pero los días que mamá
me dejaba con la abuela y nos quedábamos ella y yo solas en la cocina, eran los
mejores. La abuela me indicaba cómo debía cortar las verduras, cómo despiezar
la carne, cómo ligar las salsas, y acababa con una inclinación de cabeza a modo
de aprobación.
La comida es una de
las más bellas excusas para reunirse la gente que se quiere.
Aquellos encuentros
son, aún hoy, fuente de mis mejores recuerdos, incluso aquellas pequeñas
catástrofes como las salpicaduras de aceite caliente en la piel, el olvido de
comprar pan, la caída del asado al suelo, …hacen que esboce una sonrisa.
Cuando mis hijos y mis
nietos vienen a comer salen de casa con el estómago contento y me dejan a mí
con el alma llena. Nunca le pude agradecer bastante a la abuela Leonor el
legado que me dejó, pero la recuerdo cada vez que nos sentamos alrededor de la
mesa o saboreo una tostada con mermelada casera.
3 comentarios:
Otra anécdota, con algún error ortográfico y de puntuación.
Suerte.
Me recuerda demasiado a las redacciones del colegio. Pero me gusta el seudónimo, a mí me enanta Orgullo y prejuicio.
No puedo evitarlo, pero van setenta relatos, y en más de la mitad aparecen cosas como: la cocina de mi abuela, las maravillas, la felicidad y la alegría... Lo siento, sé que si hubiera empezado por el final, mi juicio sería otro , más constructivo, pero a estas alturas este relato no me aporta absolutamente nada.
Un saludo
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