domingo, 29 de mayo de 2011

6- Leche

Hoy es domingo. Hoy ni tú, pobre esclavo de la mísera quincena, trabajas. A las diez veintiuno de la mañana, alguien llama sonoramente a la puerta principal de tu departamento con los nudillos. Tambaleante, despeinado y en pijama, te levantas de la cama. Murmuras: «Puta madre», refiriéndote a la mamá del casero y, como si la fotografía de él que conservas en el archivo mental no fuera una razón suficiente para no abrir, abres, seguro de encontrar al viejo panzón que cada mes viene a cobrar la renta. Te equivocas. Ahí está Renata, la vecina del 15. Una minifalda ajustada le deja al descubierto las magníficas piernas y le resalta las extraordinarias nalgas. Con parpadeos suplicantes de su mirada azul de princesa de Disney y con esa voz en la que Dios y el diablo se dan un contundente apretón de manos, ella te solicita un poquito de leche para los hot cakes que a su huevón, jodido y amado marido se le antojaron cuando el hambre lo despertó hace treinta minutos. Inmediatamente respondes: «Sí, claro que sí, pero pásale, por favor». Te apartas para que Renata entre. Ella entra. Da seis pasos hacia adelante y sin más preludio, sin avisar ni nada, se sienta en el sofá de la sala. Tu cierras la puerta del departamento tras de ti, te sientas al lado de la mujer y te quedas contemplando la perfecta curva de sus piernas, cruzadas con una inocencia provocativa. «¿Y bien?», dice ella. «¿Y bien qué?», dices tú. «La leche.» «Ah, sí, la leche.» Al punto te bajas sin dificultad al mismo tiempo el pantalón de la pijama y la trusa. Tu erección surge como un muñeco de resorte. Renata te la mira y luego, diez segundos después, te mira sonriente los ojos. «Si quieres leche, chupa», le dices. Ella dice que le está proponiendo una cochinada un hombre y no un cerdo, así que lentamente, muy lentamente, recibe a tu miembro con la lengua y luego deja que se deslice hasta la garganta. Contiene el aire. Sabe cómo hacerlo. Lo cobija con su aliento, lo humedece cariñosamente y lo saca despacio, con amor, con morbo, como su marido le ha enseñado a hacerlo. Otra vez lo mete hasta la garganta, poco a poco, centímetro a centímetro. Tú le pasas una palma por encima de la minifalda, en el soberbio nalgatorio. Renata se acomoda en el sofá hasta quedar tumbada de costado, todavía linguabucalmente unida a ti. Eso te alienta y deslizas un dedo entre una tanga y la minifalda, para enseguida conducirlo al estrecho orificio que se deja hacer y que, si no es el de la sede de la vida, es a buen seguro el del placer. Así, se forma una máquina de carne que no se reduce a individualidades. Es una multiplicidad funcionando al unísono. Una irrupción de lo efímero con potencia de metamorfosis. Un grito gutural, masculino, resoplante, marca el principio del fin y tú comienzas a venirte con violencia, contrayendo cada uno de los músculos, y Renata siente su boca anegada de un líquido viscoso y tibio, que traga en vez de escupir. Con la lengua recupera los restos de semen que se han negado a abandonar el glande mientras sujeta la raíz del pene con una mano e interpreta un fantástico ronroneo gatuno acompañado de un elogioso «¡oh, qué rico!». Cuando tu erección se marchita entre sus dedos, Renata  se levanta del sofá, va al cuarto de baño y se lava la boca con el dedo índice y un poco de pasta dental. Parsimoniosamente, con mucho meneo de nalgas, se traslada a la cocina, abre el refrigerador y saca tres litros de leche, que introduce y transporta en una de las muchas bolsas vacías que cada quincena te proporcionan en el supermercado y que por ahora yacen en forma de bola debajo del fregadero. Con una sonrisita llena de sobreentendidos, de pie ante ti, Renata reparte equilibradamente su mirada entre el brillo de tus pupilas y el brillo del pene ensalivado y desmayado entre tus muslos. Tú sigues ahí, sentado en el sofá, con el pantalón de la pijama y la trusa a la altura de las rodillas, observando como una estatua, descaradamente, sus ojos límpidos y serenos, que irradian una luz de aurora boreal. Todo se oscurece a su alrededor, incluso la perfección de las nalgas y de las piernas, difuminadas por el resplandor de esos soles azules. Renata gira sobre sus talones y empieza a caminar hacia la puerta principal del departamento.

martes, 24 de mayo de 2011

5- Los Jueves, Lasaña, por Pepe Sombra

Nuestra amistad comenzó en la adolescencia. Fuimos sobreviviendo a varios cataclismos que, de uno en uno, se nos fueron llevando a los amigos. A medida que esta orfandad  crecía, me hermanaba más con ese chico de mirada profunda y húmeda, propia del altiplano andino. Hasta que sólo quedamos nosotros dos en la ciudad nostálgica. Años después, decidí seguir sus pasos y mudarme a ese pueblito atlántico rodeado de dunas y bosques de acacias, donde él se había instalado hacía algún tiempo y casi sin querer, iniciado una familia que luego acabó en naufragio. Fue entonces que empezó la ceremonia de los jueves.
Gonzalo había aprendido los secretos de la cocina italiana, con una prima lejana que apareció una vez en su casa al comenzar los días soleados, para desaparecer al final de la temporada, dejándole como recuerdo infinitas variantes de un mismo plato. Y a cada una de ellas, mi amigo le agregaba un pedazo de su alma.
Ni el verano más tórrido o el frío más intenso, ni los diluvios sureños, ni los celos de alguna novia o novio temporales interrumpían las cenas de la amistad. A medida que me acercaba a la casa iba sintiendo el placer anticipado de la charla en la cocina y de preparar una mesa donde además de la comida disfrutábamos los sueños compartidos.
Por los jueves desfilaron nuestros miedos, alegrías, miserias, nuestros romances laberínticos, la infancia y adolescencia de los hijos, sus escarceos con el alcohol.
Festejábamos la llegada de la primavera con lasaña de verduras frescas, el aroma desparramándose a través de las ventanas abiertas y metiéndose en las vidas de los vecinos. En los inviernos nos abrigaba una rellena de  pollo y especias, mientras trozos de bosque ardían en la chimenea. La elegida de los días calientes se servía bañada en crema de zanahorias.
Los entrantes eran parte importante de la fiesta y un barómetro anímico. Una ensalada Caprese perfumada con albahacas frescas del jardín, equivalía a un estado de armonía suprema en la vida de mi amigo. Cuando estaba agobiado ponía un par de aceitunas lánguidas, o un trozo de queso. Si servía la lasaña como único plato, la situación era crítica.
Algunas veces compartíamos sólo el silencio, inmerso cada cual en su monólogo interno mientras la pasta se gratinaba a fuego lento.
Sus confidencias eran siempre ligeras, podía estar en medio de una catástrofe y me contaba una versión mínima con su voz casi inaudible y atenuada con sonrisas. En cambio él para mí, ha sido el blanco de las confesiones más filosas. Cuando llegaba a la cita abatida después de algún mal día, con el abrazo de bienvenida se me aflojaban las lágrimas entre los vapores que emanaban las cebollas al dorarse. Desplegaba un saber frente a mis conflictos que los hacía desaparecer. Saboreaba mis historias y las condimentaba con la salsa adecuada al capítulo en curso.
Sólo al llegar los postres, podía descubrir yo, la dimensión de sus romances. Si lo consumía un deseo intolerable, servía copas heladas.  Más cremosas, cuanto más intensa era la pasión. Si se trataba de un amor estival, había macedonia de estación. Si estaba en la etapa mágica de la seducción, mousse de fresas o chocolate blanco.
Un jueves por la tarde Gonzalo me llamó para cancelar la cena, estaba ingresado en la clínica, una mujer lo había embestido con el coche en una esquina mientras él iba en moto y en la caída se había fracturado la rodilla. Pasé a verlo al final del día y lo encontré cenando, burlón me dijo que había cambiado la carta, tomaba una insulsa compota de manzanas y mantenía la pierna en alto. Al día siguiente le operarían para reacomodar la rótula.
Pero al día siguiente, cuando llamé para saber como se encontraba, estaba muerto. Quedé aturdida. Desde muy lejos comenzaron a llegar frases y especulaciones, que si el anestesista trasnochado, que si tenía un problema coronario, que sí, que los médicos siempre acaban matándote, una generosa letanía de ques martillándome los oídos. Mi amigo se había ido en silencio, durante una simple intervención de rodilla, mientras su hijo leía una revista en la sala de espera.
Para no echarle de menos me acostumbré a hablar sola.
No he vuelto a comer lasaña.
                                                                                                
                                                                          

sábado, 21 de mayo de 2011

4- Aprendiz de Chef por Pikón

Durante mi juventud en Inglaterra, llegó un día en que me aburrí de los estudios tradicionales. Después de dos años en Oxford, escapé a Paris y empecé a trabajar en la cocina del Hotel Majestic. Allí encontré la ciencia que había estado buscando.
Corría el año 1931. El señor Pitard, cocinero mayor del Majestic, era el hombre más aterrador que yo había conocido, pero resultaba un excelente jefe para el temperamental equipo que formábamos el personal a sus ordenes. Había varios chefs bajo la batuta de Pitard, cada uno de los cuales – verdadero especialista – dirigía a cuatro o cinco cocineros. El número total de éstos ascendía a 33. Había además otro, el chef tournant, especie de genio polifacético que regia cualquiera de los departamentos cuando el respectivo jefe se hallaba ausente. Y por último, el chef trancheur, o trinchador, que desempeñaba su trabajo, durante las horas de las comidas, en el restaurante. A éste se le elegía por su aspecto personal, y yo me sentía celoso de su posición. Él me llamaba “ Salvaje “,
Como todos los cocineros ya habían hecho su aprendizaje, a mi me pusieron al final de la escala. Durante diez horas diarias, seis días a la semana, tenía que permanecer clavado ante un fogón al rojo vivo, empapado en sudor de pies a cabeza.
Mi primer cometido fue preparar comida para los perros de nuestros clientes, especialmente los caniches de cierta condesa. Aquellas bestias malcriadas solo comían huesos calientes, así que me veía obligado a pescarlos en la olla del chef potager, alcohólico malhumorado a quien no le gustaban mis incursiones y que me bombardeaba con huevos crudos. Al cabo de cierto tiempo fui ascendido a batidor de claras para el chef pâtissier. Era el mejor pastelero de Francia y fue en cierta ocasión elegido para preparar los pasteles y las pastas glaseadas que se sirvieron en un banquete en honor del rey y la reina de Inglaterra. También era el ladrón más consumado de las cocinas, y nunca se iba a su casa sin llevarse un pollo escondido en la copa del sombrero. En una ocasión, antes de salir de vacaciones, me hizo rellenarle las perneras de sus calzoncillos largos con melocotones del invernadero del Majestic.
Todos los cocineros podíamos tomar cuanto vino deseáramos, y la verdad es que era de muy buena calidad. Finalmente, se descubrió que el encargado de la bodega llenaba nuestras botellas con Château-Lafite y mandaba a la mesa de los clientes el vino ordinario destinado a nosotros, haciéndolo pasar por Lafite. Respecto a la comida, nuestro plato favorito eran los “ huevos a la manteca negra “: Se calienta mantequilla hasta que toma un color oscuro, casi negro; se añade un poco de vinagre; se pica una cebolla; se fríen los huevos por separado; se cubren después con la cebolla y algunas alcaparras; y se les echa la manteca negra. El cocinero mayor tomaba el mismo postre en el almuerzo todos los días: una rodaja de piña, tres albaricoques y una ciruela, preparados por mí.
Solíamos tener acaloradas discusiones sobre recetas. La primera obra de consulta era siempre Le Répertoire de la Cuisine, de Gringoire y Saulnier. Si subsistían las dudas recurríamos a la inmortal Guide Culinaire, de Auguste Escoffier. Uno de nuestros chefs había trabajado con Escoffier ( “ el Rey de los Chefs y el chef de los Reyes “ ) en el Savoy de Londres. Escoffier se había hecho rico, y para nosotros fue un gran día cuando vino a almorzar a las cocinas del Majestic. Tenía entonces 85 años y parecía un banquero de la época victoriana.
Pitard trabajaba en una mesa en el centro de la cocina del Majestic, vigilándonos siempre. Una vez notó que la parte superior de una hornada de brioches estaba irregular, y despidió al culpable en el acto. En otra ocasión me oyó decir al camarero que uno de los platos del menú se había terminado, y me gritó: “ Una cocina respetable siempre tiene que servir lo que figure en el menú “.
n      Pero, señor – respondí --, era pollo asado y hubiera llevado cuarenta minutos volverlo a preparar.
n      ¿ No sabe qué se puede asar un pollo en quince minutos si se pone el horno a trescientos grados ? – me dijo.
Posteriormente me pasaron a un puesto en la antecocina, donde tuve a mi cargo la preparación de entremeses, veintiséis variedades como minino para cada comida. También hacia mayonesa. La regla era cascar cada huevo por separado en una taza y olerlo antes de agregarlo a los otros. Una mañana yo tenía demasiada prisa para tomar esa precaución. El huevo 59 estaba podrido y estropeó todos los demás. No tuve más alternativa que tirarlos a la basura. Si Pitard me hubiera visto, me habría despedido.
Convertirse en jefe de una gran cocina francesa lleva tanto tiempo como llegar a ser cirujano jefe de un hospital importante.
Si me hubiera quedado en el Majestic hubiese tenido ante mí, quince años de trabajo de esclavo, presiones malintencionadas y agotamiento constante. Así que cuando me ofrecieron un trabajo de vendedor de cocinas en Inglaterra, no dudé en aceptarlo.
Los que conocen mi pasado como cocinero del Majestic me preguntan a veces si todavía cocino. La respuesta es sí, pero sólo ocasionalmente. Aprendí de mis viejos compañeros que es una muestra de sabiduría permanecer alejado de la cocina familiar. Sin embargo, tengo la impresión de que mis anfitrionas se esmeran al máximo en la preparación de sus platos cuando deciden invitarme a comer.
Pero cuando me siento con ánimos me gusta cocinar mi especialidad: Carbonade de boeuf á la flamande, un estofado belga. Cualquiera puede prepararlo a la perfección. He aquí la receta:
1.      Compre carne de buey muy magra y pídale al carnicero que la corte en tiras
delgadas. Corte luego éstas del tamaño de fichas de dominó y dórelas en grasa.
2.      Pique cuantas cebollas permitan sus ojos y dórelas en mantequilla o margarina.
3.      Tueste harina en mantequilla clarificada.
4.      Use esta salsa para espesar una mezcla de caldo de carne y cerveza, a partes iguales.
5.      Condimente esta preparación con sal, pimienta y azúcar y agregué unas hojas de laurel.
6.      Ponga la carne y las cebollas en una olla y cúbralas con la salsa. Téngalas a fuego lento hasta que todo esté tierno. Le llevará varias horas… pero olerá muy bien.
7.      Sirva el plato en cazuela de cobre o de barro, con perejil picado y patatas hervidas como guarnición y…
¡¡ BON APPETIT !!        

3- Carta comestible, por Setarcos

Amor de mis amores:
El motivo de esta misiva comestible es volver a maravillarte a través de los sentidos. Habrás notado al tomarla entre tus dedos delicados que la textura es frágil, es oblea, el continente, y se quiebra como un milhojas; tendrás que tener cuidado si quieres leerla hasta el final y saber su contenido, si no quieres que se diluya como en el horno la mantequilla. Habrás notado al olerla que hay sobre el blanco soporte un ligero barniz de confitura de frambuesa y arándanos y canela, de esa trenza su tono rosáceo, y que las letras y las palabras son de chocolate negro, del puro, cien por cien cacao, chocolate sin leche, ya sé…, ya sé que tienes intolerancia a la lactosa, no es por azar esta acrobática artesanía culinaria. Sentirás relieve al pasar la yema del índice sobre los puntos en las “íes”, es azúcar moreno, sí trabajo de chinos, pero sabes que soy meticuloso para los detalles en la seducción. Al principio pensé que el arbotante o sustentáculo podría ser una coca de vidrio, pero rechacé la iniciativa porque sé de tu aversión a las formas ovaladas, cada uno tenemos nuestras hipocondrías. Los espacios en blanco que ves son polvo de nieve endulzado en sacarosa, minucia que me ha llevado un buen rato. Podrías si quisieras guardar la carta para un museo de detallistas, ya es hablar por hablar, a sabiendas que no lo harás por tu condición irreversible de golosita integral, sin querer con ello molestarte. Puedes pensar que es mi último recurso para reconquistarte por el estómago, el de un arrebato de desesperación de un loco. Pudiera ser. De un loco enamorado. Es mi excusa para pedir perdón, misericordia de nueces, pasas e higos secos con el que están hechas las mayúsculas… por mi infidelidad absurda con el Google: explícitas imágenes de sexo. Me pillaste con las manos en una masa con levadura. Qué contrariedad, cortedad, humillación… Te confieso en un atrevido alarde de sinceridad que no era la primera vez y no es querer echar más leña al fuego, sólo buscaba nuevas formas de sorprenderte y me sobrevino la debilidad más acuciante. Me dio tiempo a escuchar que adelgazaba hasta desvanecerse, mientras me dabas la espalda, la palabra sordidez y se me clavó en el alma como un cuchillo desdentado. No me diste espacio a pretextos y te marchaste como lo hacen las mareas al retirarse, sin dar explicaciones. Hace un año que no sé de tu destino, hasta ayer. El destino permitió que te viera entrar en una pastelería y te vi a través de la gigantesca vidriera situarte detrás del aparador y anudarte un delantal. El desasosiego me ha invadido y quisiera enamorarte otra vez. En aquel momento viejo te hubiera dicho que era un simple desahoguillo, sin la menor importancia. No quiero importunarte y si me das una nueva oportunidad no te defraudaré; aquél… eran todos mis secretos, y si todavía me quieres disfruta de esta carta y no la pongas en el aparador, entre los buñuelos azucarados y las cañas de crema, sería mi confesión y al mismo tiempo mi vergüenza pública sin expiar, que destrozaría mi prestigio, aunque lo asumiría. Si no está expuesta… es que me quieres todavía. Te prometo que es digestiva con esa lluvia fina que le he puesto al final: unas –espero-, persuasivas… gotitas de anís.    

2- Herencia

2011
-Papa de qué haremos hoy la pizza?
-De espinacas y queso de cabra, dijo Miguel, que le gusta mucho a la abuela.
Las cenas de los sábados se habían convertido en una tradición familiar. 
-Papá yo de mayor quiero ser cocinero.
-Me parece muy bien hijo, pero hagas lo que hagas esfuerzate en hacerlo bien.
El padre dirigía a los pequeños pinches en compañía de la abuela mientras les explicaba historias de su infancia llenas de melancolía. No sabía que pronto dejaría de hacerlo, por culpa del tabaco y el cancer de pulmón que le produjo.
1974
-Papa hoy de que haremos la tortilla?
-De judias pintas con chorizo.
Los almuerzos de los sábados eran un acontecimiento en casa de Miguel. La familia entera se dedicaba a las "tortillas atómicas".
El abuelo Ginés había decidido usar un término que entonces transmitía “modernidad”.
Miguel y sus hermanos disfrutaban de la compañía paterna sabedores que el cáncer de colon se lo llevaría pronto y por eso esas matinales resultaban ser tan emotivas.

2032
La afición familiar se convirtió en pasión y profesión de Nil.
-Este premio lo dedico a mi abuelo y a mi padre que murieron jóvenes pero tuvieron tiempo de transmitirme el amor por la cocina.
La prestigiosa revista gastronómica Nueva Cocina  le había otorgado el galardón a la innovación culinaria en su restaurante de autor.
La abuela, con 96 años, no pudo evitar las lágrimas ni Nil tampoco.
Al día siguiente Nil acudió a recoger los resultados de unas pruebas médicas rutinarias.
Pero el resultado le estremeció: càncer de pancreas irreversible.
Nil consiguió ocultárselo a la abuela que falleció antes que él y sin saber la fatal herencia recibida junto al amor por la cocina.

miércoles, 18 de mayo de 2011

1- Carpe diem Cumpita¡

La selva sólo puedes sentirla si estás ahí; los matices verdes, los sonidos, un haz de luz arco iris y más… La sensación agradable, el cosquilleo por el cuerpo, será un bicho, será una gota de sudor…
    Las aproximadamente ocho horas de trayecto se nos hicieron breves. Llegamos al valle de Tenza en plena selva colombiana y, en el antiguo monasterio acondicionado como posada, nos dispensaron una acogida previa al desayuno con jugo de moras enormes, brillantes y tan dulces que no necesitaban azúcar; tan hermosas que, salpicadas de gotas de rocío, pintaban un bodegón deslumbrante.
    Tras una corta visita a las aulas, llegamos a la despensa, donde estaban los ingredientes dispuestos para la gran sopa, el ajiaco, una combinación soberbia de carne de chigüire, leche de cebú y guascas, unas hierbas que insuflan una energía tremenda en el desayuno. Al entrar en la cocina del antiguo monasterio un olor muy agradable llenaba los sentidos, hervían todos los ingredientes en la olla y el aroma era el que resulta cuando la carne empleada para este guiso es la de chigüire (“chucha” lo llaman en la región), como era el caso, el diptongo, que es una rareza en nuestra lengua como lo es la carne del bicho (una especie de rata gigante) con una carne blanca y suave, aunque crujiente, a pesar de haber pasado horas al fuego; confieso que, tras ver, cuando era un crío, un documental de Rodríguez de la Fuente donde sacrificaban a este tranquilo animal, de forma cruel, me costó probarlo la primera vez, incluso más que probar las hormigas soldado que me ofrecieron durante nuestra ruta por la selva, (esta hormiga tiene una mordida terrible, sin embargo en esa ocasión las mordí yo a ellas), probando su sabor picante y agradable. Lo cierto es que la excepcional carne del chigüire, las guascas y la leche de cebú (que me recordó la leche de cabra de la isla volcánica de Lanzarote) no son nada sin la hallaca, sin la papita criolla y sin el ají, (las pipas son muy picantes, es conveniente evitarlas). Este rojo y brillante pimiento es el que da nombre a la sopa.
    Luego pensaría mientras degustaba todas estas delicias juntas, que nunca disfrutaría un desayuno mejor (lo siento, ni siquiera mi amada leche cruda de cabra con gofio tostado al sol, el gofio de la molina de Gavino en Haría, el mejor gofio, con guarapo de la palma que da un dulzor equilibrado a cualquier plato). “Pídame lo que quiera Doctor” El chef local: Olaf, un colombiano costeño con piel cetrina y ojos celestes herencia de su padre escandinavo, “Pues echo de menos los fogones, y un poco de dulce de panela, me atreví a sugerir”. Me permitió colaborar en la cocina; todavía la veo, los calderos de Ráquira, un pueblo famoso por su alfarería, cazuelas de barro negras, enormes, donde los sabores se ligan y emulsionan de forma fascinante, sin embargo el dulce de panela lo había empleado todo en un postre el día anterior; mientras hervía la sopa pensaba en cómo nos contrataron para dar unos cursos a través de la Unesco en la zona de distensión, que las FARC controlaban en Colombia, y en la hermosa ruta a través de la selva. El encantador pueblo que quedó, como huella de años gloriosos gracias al éxito con las esmeraldas, los italianos, cuya empresa explotaba la mina, eran responsables de la fundación de la villa de Sotatenza. Pero los Italianos se fueron, dejando dos tesoros, la morralla de esmeralda y su descendencia criolla, bellísimas indias de tez morena, ojos verdes y cabellos rubios como no he visto en Europa.
    Finalmente llegó el Ajiaco, con su carne, su leche, sus especias, ají sobre todo, sus plantas y todo su sabor, lo acompañamos con Jugo de Mora, aprovechando las fantásticas moras de producción local y el agua de la fuente cristalina del Monasterio. Tras el reparador desayuno, con unos panes rellenos de queso, unas hallacas exquisitas, el soberbio ajiaco que ya describí, degustamos un “tintico”, el primero de los quince que disfrutaría esa mañana, el café colombiano tiene una fama que le precede (de vuelta a Madrid, el avión estaba inundado por el aroma del café en bolsa que llevaba conmigo), pero es que la forma en que lo preparan, en una tisana, le da una suavidad que parece una infusión, con un efecto que nunca había sentido con el café. “¡Bienvenido doctor!” (No soy médico, pero en Colombia cualquier licenciado es doctor). El Cumpita era el cacique local, tenía un fondo de armario con gorras unicolores de todos los imaginables y cómo no, sus camisetas a juego, su pistola colt en bandolera y su “burbuja” (coche de una marca japonesa que usan los terratenientes en esa zona) decían claramente su estatus, tenía su propia emisora de radio, diferente de la de la guerrilla, dos meses después de volver a las Palmas de Gran Canaria me dijeron que el Cumpita estaba muerto (finao fue la palabra empleada por el interlocutor al otro lado de la línea, en Bogotá), lo mataron los paramilitares por ayudar a la guerrilla, que lo habría matado o secuestrado de no haber colaborado con ellos, el Cumpita tuvo una buena vida, en su casa hicimos un asado, tras el curso, en un enorme hueco en el suelo donde metieron el “gocho” o “berraco” de más de cien kilos, tras dejar ardiendo unas maderas especiales elegidas para la ocasión. En la piscina nos saludaban sus novias, dejé de contar en la número cuatro, para concentrarme en unos embutidos criollos maravillosos fruto del “almuerzo de ruta”, los jueves se hace la matanza de unos cerdos de raza especial, y allí estaban los embutidos frescos acompañados de la exquisita papa criolla (me recordaba de lejos a nuestro rico cochino negro canario una especie autóctona para unos y un endemismo local para otros, unos bichos bonitos, que da pena sacrificarlos, pero éstos son más blancos que los nuestros) se hizo muy breve el día en la selva con el Cumpita, su gente, su ajiaco, su café y esa felicidad de los que viven al día, buen asunto para la reflexión, porque saben que en cualquier momento, pueden estar muertos… a mi vuelta un paquete me esperaba en la puerta de casa… Olaf finalmente consiguió la panela.