jueves, 21 de julio de 2011

83- La Novia por Petronila


Antes de llegar al espejo podía sospechar la imagen que reflejaría.  Sabía que tanto llanto le habría impreso un aspecto de mártir: hombros caídos, ojos de sapo, labios resquebrajados por una sed absoluta.
Se metió en la ducha y mientras el agua tibia se deslizaba por su cuerpo lentamente, dejó caer las últimas lágrimas.  Respiró hondo y sacudió el pelo como un perro mojado. No era el agua lo que quería remover de su cabeza, sino la repetición de imágenes y palabras. 
Puso a hacer el café.   Acompañada por el sonido de la cafetera, abrió la computadora.  Le enviaría un mail. Lo había decidido luego de  analizar bien las opciones: no quería oír su voz y un mensaje de texto sugería demasiada urgencia.  “¿Te espero esta noche a cenar?” fue todo lo que escribió: la misma pregunta que tantos días le había enviado por SMS.
No esperó la respuesta, cerró la computadora.  Había decidido no llamar a nadie, y dejar su teléfono apagado todo el día.  Mañana habría tiempo de hablar y llorar con amigas.
 “Claro mi amor, sabía que lo entenderías” fue la respuesta que llegó casi inmediatamente, pero ella no la leería hasta la mañana siguiente.  
Revisó la heladera. Estaba vacía o lo que ella consideraba vacía: no quedaba ni un pedacito de queso, la mayonesa solo se podía sacar del frasco con una cuchara sopera y había un solo huevo. Todavía no sabía qué prepararía para la cena, se ocuparía de eso más tarde. 

Tomó el taxi en Independencia y Defensa.  Llegó hasta Scalabrini Ortiz al 100, sin darse cuenta del tiempo que había demorado.   Eugenia estaba completamente dedicada a revisar sus creencias sobre las relaciones hombre-mujer.  Ella se consideraba una mujer moderna, inteligente al momento de elegir a sus compañeros.  Siempre creyó que tenía la capacidad de detectar cretinos,  inescrupulosos o mujeriegos. 
Bajó del taxi y caminó unos pasos hasta quedar enfrentada a la vidriera. Ahí estaban los mejores filos: sobre una pequeña tarima, en el centro de la vidriera sobresalía una docena de  Global; los Zwilling estaban ordenados de menor a mayor en la pared y, pegados al vidrio, estaban los 3 claveles.  Buscó los Kyocera, nunca se había acercado a un cuchillo de cerámica, pero no estaban exhibidos.
Se sintió nerviosa.  Se forzó a entrar.  No era suficiente la cuchilla de Tramontina  o el cuchillo de oficio de Arbolito, esta vez necesitaba algo superior.
El vaso repiqueteó tres veces antes de apoyarse en la mesa.  Quiso ubicarlo sobre el círculo que había dejado el sudor frío de la tónica con hielo, pero no logró dominar el bamboleo de su mano.   Comenzó a dibujar las formas sobre el paquete: ahora tenía un cuchillo de oficio de once centímetros de hoja, una cuchilla con la hoja terminada en una buena punta y veintiún centímetros de filo, un deshuesador y la chaira.  Todos con un balance perfecto, el mango y la hoja en una sola pieza, realizados con las técnicas milenarias que se utilizaban para fabricar los sables de samurai.  Al escuchar esto,  todo se volvió amarillo, el vendedor se trasformó en el maestro y Eugenia en “la novia” de Kill Bill recibiendo su espada.  Recordaría más tarde que ella había visto las escenas, en que Uma mataba a decenas de orientales, con un solo ojo asomado por entre los dedos que le cubrían la cara. No podía soportar la sangre brotando de los miembros amputados.  De dónde sacaría la fuerza para darle al cuchillo un uso distinto al de picar cebollas o trozar carne.
Los ojos se le nublaban con la mirada fija en las cerezas del puestito que estaba frente a la ventana. Ocho pesos el kilo.
Dejó la plata sobre la mesa, agarró su paquete y caminó decidida al puesto de cerezas.  Compró dos kilos.
Se acomodó frente a la mesa: las cerezas lavadas a la derecha, un plato para los carozos frente a ella y a la izquierda una ensaladera para la pulpa. 
Lo venenoso de la nuez moscada se lo habían dicho en una clase, pero lo del cianuro en los carozos de cerezas, por más que buscaba en su memoria,  no encontraba de dónde lo sabía.   De nuez moscada: siete gramos o un poco más.  De los carozos: no tenía ni idea.  Se le ocurrió convertirlos en harina.
Un barullo ensordecedor salía de la procesadora que mareaba los carozos sin hacerles daño.  No dudó en pedirle una maza al portero. La tabla de madera de cinco centímetros de espesor que le había regalado su madre era la otra herramienta indispensable. Dispuso cinco carozos juntitos en el centro de la tabla. Bajó la maza con fuerza.  Se rompió sólo uno. Siguió golpeando.  Las gotas de sudor le corrían por la cara, algunas parecían lágrimas. 
Cumplió con el primer paso. Volvió a poner los carozos, ahora aplastados, en la procesadora.  Logró hacer una pasta húmeda que estaba lejos de parecer harina.  Improvisó una receta. Necesitaba: manteca, azúcar, crema de leche, harina, huevos. Llevó la masa al horno. Luego batió una voluptuosa crema sobre las que acomodó las pulpas de cerezas.
Al terminar de limpiar la cocina y poner la mesa, sintió el cuerpo tembloroso, aunque sus manos estaban casi rígidas. Se recostó.  Se quedó dormida mientras recorría los rastros de Javier en su habitación:   la remera colgada en el respaldo de la silla, el cenicero en la mesa de luz, el atrapa sueños que le había regalado cuando cambió de trabajo.
Despertó con el timbre del portero electrico.  Miró la hora.  No atendió.  Pasó frente al espejo: estaba despeinada, pálida, con la remera manchada de fruta y un viejo jogging de algodón.  Puso la tarta sobre la mesa.  Salió rápido. Cerró la puerta. Esperó agazapada en la escalera hasta cerciorarse de que Javier llegara a su puerta.  Bajó rápido. Agradeció no cruzarse con ningún vecino.  Salió a la calle.  Las lágrimas corrían por su cara tan rápido como sus pies en el suelo. Vigilaba sus espaldas. Tenía miedo.

5 comentarios:

Jacobino dijo...

Demasiado asertivo para mi gusto, y con algúnb error de puntuación.

Suerte.

Calvin dijo...

No me ha quedado claro. Lo siento

UN saludo

Anónimo dijo...

Tal vez no te quedó claro porque tiene un final abierto

Anónimo dijo...

Me ha gustado el abordaje un poco mas indirecto de la temática del concurso. Enhorabuena.
Suerte

Cordobes dijo...

Tiene buen ritmo. Me ha gustado el no saber de la protagonista que deja al lector con la misma sensación: de no saber, de confusión.
Suerte.