Antes de llegar al espejo podía sospechar la imagen
que reflejaría. Sabía que tanto llanto
le habría impreso un aspecto de mártir: hombros caídos, ojos de sapo, labios
resquebrajados por una sed absoluta.
Se metió en la ducha y mientras el agua tibia se
deslizaba por su cuerpo lentamente, dejó caer las últimas lágrimas. Respiró hondo y sacudió el pelo como un perro
mojado. No era el agua lo que quería remover de su cabeza, sino la repetición
de imágenes y palabras.
Puso a hacer el café. Acompañada por el sonido de la cafetera,
abrió la
computadora. Le
enviaría un mail. Lo había decidido luego de
analizar bien las opciones: no quería oír su voz y un mensaje de texto
sugería demasiada urgencia. “¿Te espero
esta noche a cenar?” fue todo lo que escribió: la misma pregunta que tantos
días le había enviado por SMS.
No esperó la respuesta, cerró la computadora. Había decidido no llamar a
nadie, y dejar su teléfono apagado todo el día.
Mañana habría tiempo de hablar y llorar con amigas.
“Claro mi
amor, sabía que lo entenderías” fue la respuesta que llegó casi inmediatamente,
pero ella no la leería hasta la mañana siguiente.
Revisó la heladera. Estaba vacía o lo que ella consideraba
vacía: no quedaba ni un pedacito de queso, la mayonesa solo se podía sacar del
frasco con una cuchara sopera y había un solo huevo. Todavía no sabía qué
prepararía para la cena, se ocuparía de eso más tarde.
Tomó el taxi en Independencia y Defensa. Llegó hasta Scalabrini Ortiz al 100, sin
darse cuenta del tiempo que había demorado. Eugenia estaba
completamente dedicada a revisar sus creencias sobre las relaciones
hombre-mujer. Ella se consideraba una mujer
moderna, inteligente al momento de elegir a sus compañeros. Siempre creyó que tenía la capacidad de detectar
cretinos, inescrupulosos o
mujeriegos.
Bajó del taxi y caminó unos pasos hasta quedar
enfrentada a la
vidriera. Ahí estaban los mejores filos: sobre una pequeña
tarima, en el centro de la vidriera sobresalía una docena de Global; los Zwilling estaban ordenados de
menor a mayor en la pared y, pegados al vidrio, estaban los 3 claveles. Buscó los Kyocera, nunca se había
acercado a un cuchillo de cerámica, pero no estaban exhibidos.
Se
sintió nerviosa. Se forzó a entrar. No era suficiente la cuchilla de Tramontina o el cuchillo de oficio de Arbolito, esta vez
necesitaba algo superior.
El vaso repiqueteó tres veces antes de apoyarse en la mesa. Quiso ubicarlo sobre el
círculo que había dejado el sudor frío de la tónica con hielo, pero no logró
dominar el bamboleo de su mano. Comenzó
a dibujar las formas sobre el paquete: ahora tenía un cuchillo de oficio de once
centímetros de hoja, una cuchilla con la hoja terminada en una buena punta y
veintiún centímetros de filo, un deshuesador y la chaira. Todos con un balance
perfecto, el mango y la hoja en una sola pieza, realizados con las técnicas
milenarias que se utilizaban para fabricar los sables de samurai. Al escuchar esto, todo se volvió amarillo, el vendedor se trasformó en
el maestro y Eugenia en “la novia” de Kill Bill recibiendo su espada. Recordaría más tarde que ella había visto las
escenas, en que Uma mataba a decenas de orientales, con un solo ojo asomado por
entre los dedos que le cubrían la
cara. No podía soportar la sangre brotando de los miembros
amputados. De dónde sacaría la fuerza
para darle al cuchillo un uso distinto al de picar cebollas o trozar carne.
Los ojos se le nublaban con la mirada fija en las
cerezas del puestito que estaba frente a la ventana. Ocho pesos
el kilo.
Dejó la plata sobre la mesa, agarró su paquete y
caminó decidida al puesto de cerezas.
Compró dos kilos.
Se acomodó frente a la mesa: las cerezas lavadas a la
derecha, un plato para los carozos frente a ella y a la izquierda una
ensaladera para la pulpa.
Lo venenoso de la nuez moscada se lo habían dicho en
una clase, pero lo del cianuro en los carozos de cerezas, por más que buscaba
en su memoria, no encontraba de dónde lo
sabía. De nuez moscada: siete gramos o
un poco más. De los carozos: no tenía ni
idea. Se le ocurrió convertirlos en
harina.
Un barullo ensordecedor salía de la procesadora que
mareaba los carozos sin hacerles daño.
No dudó en pedirle una maza al portero. La tabla de madera de cinco
centímetros de espesor que le había regalado su madre era la otra herramienta
indispensable. Dispuso cinco carozos juntitos en el centro de la tabla. Bajó la maza
con fuerza. Se rompió sólo uno. Siguió
golpeando. Las gotas de sudor le corrían
por la cara, algunas parecían lágrimas.
Cumplió con el primer paso. Volvió a poner los
carozos, ahora aplastados, en la procesadora. Logró
hacer una pasta húmeda que estaba lejos de parecer harina. Improvisó una receta. Necesitaba: manteca,
azúcar, crema de leche, harina, huevos. Llevó la masa al horno. Luego batió una
voluptuosa crema sobre las que acomodó las pulpas de cerezas.
Al terminar de limpiar la cocina y poner la mesa,
sintió el cuerpo tembloroso, aunque sus manos estaban casi rígidas. Se
recostó. Se quedó dormida mientras
recorría los rastros de Javier en su habitación: la remera colgada en el respaldo de la
silla, el cenicero en la mesa de luz, el atrapa sueños que le había regalado
cuando cambió de trabajo.
Despertó con el timbre del
portero electrico. Miró la hora.
No atendió.
Pasó frente al espejo: estaba
despeinada, pálida, con la remera manchada de fruta y un viejo jogging de
algodón. Puso la tarta sobre la mesa.
Salió rápido. Cerró la puerta. Esperó
agazapada en la escalera hasta cerciorarse de que Javier llegara a su
puerta. Bajó rápido. Agradeció no
cruzarse con ningún vecino. Salió a la calle.
Las lágrimas corrían por su cara tan rápido como sus
pies en el suelo. Vigilaba sus espaldas. Tenía miedo.
5 comentarios:
Demasiado asertivo para mi gusto, y con algúnb error de puntuación.
Suerte.
No me ha quedado claro. Lo siento
UN saludo
Tal vez no te quedó claro porque tiene un final abierto
Me ha gustado el abordaje un poco mas indirecto de la temática del concurso. Enhorabuena.
Suerte
Tiene buen ritmo. Me ha gustado el no saber de la protagonista que deja al lector con la misma sensación: de no saber, de confusión.
Suerte.
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