martes, 12 de julio de 2011

58- El arte de lo inesperado por Tina

La noche estaba helada y amenazaba desde la tarde con llover. Yo lo vi cruzar decididamente en dirección al restaurante. No miró el cartel de sugerencias, en el que, sin dudas, unos exquisitos tallarines al huevo con albóndigas sobresalían del menú para hacerle frente al frío.
Se sentó en la mesa veintiseis, en la esquina del salón con vista a la calle. Era fin de mes y la noche no ayudaba, de modo que no teníamos muchos comensales. Solo dos mesas, una parejita que estaba en su primera cita - pues mi experiencia como moza me deja detectar estas situaciones. Generalmente en esta categoría entran los que no paran de conversar y no prueban bocado del plato - y una familia que poco hablaba entre ellos, aunque mantenían una relación fluída con las teclas de sus celulares.
-“Muy buenas noches. Bienvenido a nuestro restaurante familiar de cocina fresca, sana y saludable”-le dije al recibirlo. Pero aquel hombre de piel tostada y por demás arropado, ni me miró a la cara y ordenó una sopa de zapallo. Esa entrada era mi preferida, rápida y deliciosa; la prepara la cocinera en cinco minutos, derritiendo cincuenta gramos de manteca en una olla, agregándole media taza de harina, un kilo de puré de zapallo (todos los días hervimos tres kilos de este, lo utilizamos en otras comidas), un chorrito de leche, mezcla bien y por último una taza de caldo de verduras. Cocina todo hasta que hierve y ¡listo! Ah, y una hojita de perejil para decorar.
Me sorprendió lo acertado que estuvo ese extraño personaje en la elección del plato para esa noche, aun sin mirar la carta.
No digo que aquello estuviera mal, hay gente que con la carta en la mano – sin abrirla - comienza a preguntar “¿Qué puedo comer?”, tal como un niño aburrido le pegunta a su madre incesantemente “¿Qué puedo hacer?”.Y no es que yo sea renegada, pero no puedo creer que una desconocida  –es decir, yo- termine decidiendo por ellos el menú que cenarán. Porque una cosa es la sugerencia, esa insinuación del plato vedette del día, y otra muy distinta, la delegación en la elección por parte del comensal sin siquiera leer la carta. Yo pediría, como plato principal –porque para la entrada prefiero algo conocido pero rapidito, así uno no se come la panera entera- algo que no haría en mi casa, algo muy elaborado, como por ejemplo, codorniz a la naranja; hay que adobar la codorniz veinticuatro horas, después freírla (porque como frito pero no me gusta ver embebida la comida en aceite, es como el que come carne pero no quiere ver como matan a la vaca), volverla a juntar con el líquido del adobo, dejarla un día mas y antes de servir hacer la salsa de naranja. Demasiado para mí. Existen personas a las que les encanta seguir este ritual para cocinar. Mi abuela es una de ellas. Ir a la verdulería le puede tomar una mañana entera, porque según ella no es cuestión de tirar verduras al canasto, pesarlas e irse con la bolsa llena y todas apretujadas. No, no, no. Mi abuela,  y no es que sea obsesiva sino detallista, determina la calidad de cada papa que pela. Dice que a estas hay que cortarlas por la mitad y luego juntar nuevamente ambas partes, si se pegan y hacen un poco de resistencia cuando intentas separarlas, las papas son buenas.
 Pero, como bien me dice ella cuando me voy de tema, “Que no se te pase el arroz Martita”.
Pues bien, prosigo con el relato. El hombre sacó una libreta, un lápiz negro que lo dejó a su derecha y una goma blanca que posó junto a él.
Su mirada iba desde esas hojas en blanco hacia la calle vacía.
-¿A qué se debe tanto orden? – le pregunté, mordiéndome la lenga luego de hacerlo. Me clavó la mirada. Hice un gran esfuerzo para que los nervios no me jugaran una mala pasada y terminara la sopa sobre su abrigo. Sentí el reto de mi madre sobre mí, tal como si fuera una niña. Pero sin embrago, en ese momento pude ver que aquel hombre era mas bien un joven de mi misma edad, y cuando descubrí esos ojos verdes asomando entre el pelo despeinado, que seguramente le habría dejado su gorro al sacárselo, todo fue peor. Un temblor invadió mi cuerpo.
-Supongo que al igual que para cocinar, se tienen todos los ingredientes y los utensilios sobre la mesa en orden… para escribir también. Y... me gusta escribir mientras ingiero mis alimentos, me despierta sensaciones…- Dijo en tono seco y cortante. Demás esta decir que no volví a emitir palabra hasta el momento de ofrecerle el postre.
Por suerte siguió yendo un par de noches más al restaurante. Le pedía por favor a mi hermana que lo atendiera, aunque estuviera en mi sector. Pero un día que ella faltó porque no se sentía bien y no hicimos tiempo de buscarle un reemplazo, me tocó atender a aquel muchacho en la mesa veintiseis, nuevamente. Gracias a Dios fue más amable, en su tono de voz, en su manera de mirarme, en el modo de dirigirse hacia mí. Tanto, que me invitó a ir al cine, con la alternativa de compartir unos ricos pochoclos bien dorados con manteca y azúcar. La propuesta era irresistible, tanto como él y su mirada, y a la que acepté gustosa.
Y así fue como comenzó esa mágica historia que llevó a descubrir a quién más tarde fue mi marido. Un atractivo periodista y aspirante a escritor, quién a veces se entretiene siendo el ayudante de cocina de mi abuela, la mejor cocinera del mundo.
Él me explica, que al igual que la torta que se cocina a horno moderado y hay que batirla bien para que eleve, un cuento también necesita un buen batido para lograr su justa consistencia y es entonces que atraviesa por muchas reescrituras. Que al igual que no hay que dejar de batir la mayonesa casera para que no se corte, existen momentos de inspiración, fugaces, que no hay que dejar pasar, y entonces se escribe y se reescribe.
Me dice que cocinar lo inspira para todo esto. Que creando nuevos platos rompe estructuras y eso hace fluir su imaginación. No les voy a decir que fue él quien innovó en la gastronomía popular al juntar un huevo frito sobre las papas fritas, pero tiene sus mezclas interesantes -chorizo con puré es una- y probando lo que me cocina, cambié mi antigua entrada preferida por una elaborada por él: huevos duros partidos a la mitad con la yema batida con un poquito de mayonesa y perejil. Y algo más, pero no me lo quiere decir. Yo también le guardo un secreto: al membrillo que lleva la pasta frola, le agrego un chorrito de vino tinto. Así mantenemos nuestros pequeños misterios, que tal como la comida sana, nos alimentan.
Aprendí que al igual que las buenas novelas que cuentan de todo un poco en su historia y dejan apreciar el arte del escritor, en la cocina el plato más destacado es aquel que logra combinar los sabores de sus ingredientes. Y en eso radica el arte del cocinero. Sólo hay que animarse a transitar la experiencia.                                                          

3 comentarios:

Jacobino dijo...

Empalagoso y pesado a partes iguales.
Suerte.

Calvin dijo...

La historia podría ser interesante, pues las historias de amor siempre tienen algo, pero el relato se pierde en una descripción de los comensales y lo que piden que yo creo que no aporta demasiado.

UN saludo

Anónimo dijo...

No creo que se emplagoso.. es muy tierno, con descripciones relacionadas al arte de cocinar y la gastronomia, en fin, lo que se pide para este certamen. Te felicito.