La noche estaba helada y amenazaba desde
la tarde con llover. Yo lo vi cruzar decididamente en dirección al restaurante.
No miró el cartel de sugerencias, en el que, sin dudas, unos exquisitos tallarines
al huevo con albóndigas sobresalían del menú para hacerle frente al frío.
Se sentó en la mesa veintiseis, en la
esquina del salón con vista a la calle. Era fin de mes y la noche no ayudaba,
de modo que no teníamos muchos comensales. Solo dos mesas, una parejita que
estaba en su primera cita - pues mi experiencia como moza me deja detectar
estas situaciones. Generalmente en esta categoría entran los que no paran de
conversar y no prueban bocado del plato - y una familia que poco hablaba entre
ellos, aunque mantenían una relación fluída con las teclas de sus celulares.
-“Muy buenas noches. Bienvenido a
nuestro restaurante familiar de cocina fresca, sana y saludable”-le dije al recibirlo.
Pero aquel hombre de piel tostada y por demás arropado, ni me miró a la cara y
ordenó una sopa de zapallo. Esa entrada era mi preferida, rápida y deliciosa;
la prepara la cocinera en cinco minutos, derritiendo cincuenta gramos de
manteca en una olla, agregándole media taza de harina, un kilo de puré de
zapallo (todos los días hervimos tres kilos de este, lo utilizamos en otras
comidas), un chorrito de leche, mezcla bien y por último una taza de caldo de
verduras. Cocina todo hasta que hierve y ¡listo! Ah, y una hojita de perejil
para decorar.
Me sorprendió lo acertado que estuvo ese
extraño personaje en la elección del plato para esa noche, aun sin mirar la
carta.
No digo que aquello estuviera mal, hay
gente que con la carta en la mano – sin abrirla - comienza a preguntar “¿Qué
puedo comer?”, tal como un niño aburrido le pegunta a su madre incesantemente “¿Qué
puedo hacer?”.Y no es que yo sea renegada, pero no puedo creer que una
desconocida –es decir, yo- termine decidiendo
por ellos el menú que cenarán. Porque una cosa es la sugerencia, esa
insinuación del plato vedette del día, y otra muy distinta, la delegación en la
elección por parte del comensal sin siquiera leer la carta. Yo pediría, como
plato principal –porque para la entrada prefiero algo conocido pero rapidito,
así uno no se come la panera entera- algo que no haría en mi casa, algo muy
elaborado, como por ejemplo, codorniz a la naranja; hay que adobar la codorniz
veinticuatro horas, después freírla (porque como frito pero no me gusta ver
embebida la comida en aceite, es como el que come carne pero no quiere ver como
matan a la vaca), volverla a juntar con el líquido del adobo, dejarla un día
mas y antes de servir hacer la salsa de naranja. Demasiado para mí. Existen
personas a las que les encanta seguir este ritual para cocinar. Mi abuela es
una de ellas. Ir a la verdulería le puede tomar una mañana entera, porque según
ella no es cuestión de tirar verduras al canasto, pesarlas e irse con la bolsa
llena y todas apretujadas. No, no, no. Mi abuela, y no es que sea obsesiva sino detallista,
determina la calidad de cada papa que pela. Dice que a estas hay que cortarlas
por la mitad y luego juntar nuevamente ambas partes, si se pegan y hacen un
poco de resistencia cuando intentas separarlas, las papas son buenas.
Pero, como bien me dice ella cuando me voy de
tema, “Que no se te pase el arroz Martita”.
Pues bien, prosigo con el relato. El
hombre sacó una libreta, un lápiz negro que lo dejó a su derecha y una goma
blanca que posó junto a él.
Su mirada iba desde esas hojas en blanco
hacia la calle vacía.
-¿A qué se debe tanto orden? – le
pregunté, mordiéndome la lenga luego de hacerlo. Me clavó la mirada. Hice un
gran esfuerzo para que los nervios no me jugaran una mala pasada y terminara la
sopa sobre su abrigo. Sentí el reto de mi madre sobre mí, tal como si fuera una
niña. Pero sin embrago, en ese momento pude ver que aquel hombre era mas bien
un joven de mi misma edad, y cuando descubrí esos ojos verdes asomando entre el
pelo despeinado, que seguramente le habría dejado su gorro al sacárselo, todo
fue peor. Un temblor invadió mi cuerpo.
-Supongo que al igual que para cocinar,
se tienen todos los ingredientes y los utensilios sobre la mesa en orden… para
escribir también. Y... me gusta escribir mientras ingiero mis alimentos, me despierta
sensaciones…- Dijo en tono seco y cortante. Demás esta decir que no volví a emitir
palabra hasta el momento de ofrecerle el postre.
Por suerte siguió yendo un par de noches
más al restaurante. Le pedía por favor a mi hermana que lo atendiera, aunque
estuviera en mi sector. Pero un día que ella faltó porque no se sentía bien y
no hicimos tiempo de buscarle un reemplazo, me tocó atender a aquel muchacho en
la mesa veintiseis, nuevamente. Gracias a Dios fue más amable, en su tono de
voz, en su manera de mirarme, en el modo de dirigirse hacia mí. Tanto, que me
invitó a ir al cine, con la alternativa de compartir unos ricos pochoclos bien
dorados con manteca y azúcar. La propuesta era irresistible, tanto como él y su
mirada, y a la que acepté gustosa.
Y así fue como comenzó esa mágica
historia que llevó a descubrir a quién más tarde fue mi marido. Un atractivo
periodista y aspirante a escritor, quién a veces se entretiene siendo el
ayudante de cocina de mi abuela, la mejor cocinera del mundo.
Él me explica, que al igual que la torta
que se cocina a horno moderado y hay que batirla bien para que eleve, un cuento
también necesita un buen batido para lograr su justa consistencia y es entonces
que atraviesa por muchas reescrituras. Que al igual que no hay que dejar de batir
la mayonesa casera para que no se corte, existen momentos de inspiración, fugaces,
que no hay que dejar pasar, y entonces se escribe y se reescribe.
Me dice que cocinar lo inspira para todo
esto. Que creando nuevos platos rompe estructuras y eso hace fluir su
imaginación. No les voy a decir que fue él quien innovó en la gastronomía
popular al juntar un huevo frito sobre las papas fritas, pero tiene sus mezclas
interesantes -chorizo con puré es una- y probando lo que me cocina, cambié mi
antigua entrada preferida por una elaborada por él: huevos duros partidos a la
mitad con la yema batida con un poquito de mayonesa y perejil. Y algo más, pero
no me lo quiere decir. Yo también le guardo un secreto: al membrillo que lleva
la pasta frola, le agrego un chorrito de vino tinto. Así mantenemos nuestros
pequeños misterios, que tal como la comida sana, nos alimentan.
Aprendí que al igual que las buenas novelas que cuentan
de todo un poco en su historia y dejan apreciar el arte del escritor, en la
cocina el plato más destacado es aquel que logra combinar los sabores de sus ingredientes.
Y en eso radica el arte del cocinero. Sólo hay que animarse a transitar la
experiencia.
3 comentarios:
Empalagoso y pesado a partes iguales.
Suerte.
La historia podría ser interesante, pues las historias de amor siempre tienen algo, pero el relato se pierde en una descripción de los comensales y lo que piden que yo creo que no aporta demasiado.
UN saludo
No creo que se emplagoso.. es muy tierno, con descripciones relacionadas al arte de cocinar y la gastronomia, en fin, lo que se pide para este certamen. Te felicito.
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