lunes, 4 de julio de 2011

31- Un toque de magia para el postre

            El horno de Santa Catalina era famoso por sus tartas. Todas tenían una masa esponjosa y las cremas de relleno con que se aliñaban les aportaban un sabor maravilloso y resultaban ligeras al paladar. Pero lo que realmente caracterizaba a aquella pastelería era el gustillo indescriptible de sus especialidades que las etiquetaba inequívocamente como “Made in Santa Catalina”. Lo que en principio nació como un pequeño negocio familiar, fue en aumento, los pedidos se sucedían desde los distintos rincones de la península y para abastecer la demanda fue necesario incrementar el personal hasta alcanzar los cuarenta empleados. Una vez que los clientes probaban alguna de las especialidades estaban perdidos, no podían resistir la tentación de seguir consumiendo sus productos periódicamente. Así, el horno gozaba de una fama bien merecida que la acreditaba como repostería de excelencia. 
            El negocio pertenecía a una pareja de curiosos personajes. Entre los reposteros más afamados del país se contaba la leyenda de que contrajeron matrimonio siendo muy jóvenes y que se querían poco, o nada, pero se mantenían unidos gracias a cierta fórmula magistral que heredaron de una bisabuela, una mujer con buena mano en la elaboración de dulces. Sin embargo, ni la gloria de la repostería ni los beneficios económicos que proporcionaba les satisfacía y vivían consumidos por una insólita tristeza. Unas marcas negras y profundas rodeaban sus ojos y cuando intentaban sonreír, su boca les devolvía una mueca de pena que sólo transmitía angustia.  A menudo aparecían taciturnos y soñolientos, y en más de una ocasión se les descubrió roncando apacibles en el almacén sobre los sacos de harina.
            Quiso la mala fortuna que los dueños murieran en un estrepitoso accidente  y el negocio pasara a manos de una sobrina por ser la pariente más próxima. Era una joven emprendedora que se propuso ampliar las instalaciones y el radio de abastecimiento del horno pero le faltaba lo principal: la receta mágica para fabricar los exquisitos dulces. Y es que disponía del recopilatorio de las especialidades pero no conseguía dar a las tartas el toque maestro que sus tíos aportaban, ese punto entre picante y agridulce que actuaba como reclamo del establecimiento.
            La nueva propietaria se devanaba los sesos intentando descifrar el enigma. Sabía que las proporciones en las que debía mezclar los ingredientes era crucial puesto que la primera hoja del dietario así lo indicaba: “Seguir las instrucciones al pie de la letra”. Y eso es lo que hacía. Con ayuda de una balanza de precisión, pesaba las cantidades de harina, huevos, levadura y demás componentes como haría un boticario al preparar sus depurativos. Pero el resultado fallaba. El sabor final de sus postres no era malo pero sí vulgar, nada los diferenciaba de la multitud de productos que invadían el mercado. Qué faltaba o qué sobraba era una incógnita. Poco a poco su clientela se fue reduciendo y el prestigio del Horno de Santa Catalina pronto cayó en picado.
            Cierto día mientras ajustaba el balance de un mes especialmente bajo en ventas, y cuando ya consideraba el cierre del establecimiento, ocurrió algo insólito.  El recetario cayó por azar al suelo y quedó abierto junto a su pie derecho por la página correspondiente a una tarta de menta y soja. Al levantarse de la silla las letras bailotearon de su lugar. La joven se frotó los ojos para aliviarse de lo que creyó un mareo momentáneo y se agachó para recogerlo; todos los signos regresaron obedientes a sus posiciones iniciales. Un tanto alarmada repitió la operación y observó que cuando se mantenía erguida y con el libro abierto a los pies, algunas letras aparecían en relieve y resaltaban sobre las demás pero el efecto desaparecía al acercarse y tomar el cuaderno entre las manos. Una luz iluminó su pensamiento: “Seguir las instrucciones al pie de la letra”. Eso era, debía leer las páginas estando de pie y manteniendo el libro en el suelo. Uniendo las letras destacadas se formaba una frase con sentido; la correspondiente a la tarta de menta y soja decía: “Añadir a la masa cien mililitros del brebaje”. Muy nerviosa, volteó las páginas adelante y atrás. En cada uno de los pasteles encontró mensajes parecidos, sólo variaba la cantidad a adicionar.  Quedaba descubrir la fórmula de la infusión mágica y no le resultó difícil; siguiendo el mismo procedimiento, la pícara bisabuela la había encriptado en la primera hoja del recetario.
            La chica leyó ansiosa el texto y cuando acabó no pudo contener una carcajada. Sus tíos no eran una pareja desgraciada, como todos creían, pero sí muy avara y velaban por su tesoro más preciado; por eso pasaban las noches preparando un mejunje no demasiado lícito que les provocaba el llanto. Muerta de risa, se dejó caer en la butaca estrepitosamente y comprendió la causa de los ojos permanentemente enrojecidos de sus familiares y su continua somnolencia; también el sabor extraño y la tendencia de la gente a repetir su porción de tarta.
            Las letras escritas en relieve que se mantenían escondidas entre la rebuscada dedicatoria de la primera página decían así: “Cocer medio saco de cebollas durante tres horas y filtrar el caldo. Añadir una muñequilla de adormidera y media copa de jerez. Concentrar hasta conseguir un líquido viscoso y miscible con la masa de harina”.

5 comentarios:

Jacobino dijo...

Una historia alambicada, aunque no demasiado redonda, centrada más en retorcer el argumento que en los personajes.

Suerte.

Anónimo dijo...

Alambicada? Del verbo alambicar? Qué significa eso?

Jacobino dijo...

Sr anónimo:
Antes de formular preguntas estupìdas, le remito a que despeje sus dudas en el diccionario de la real academia.

Calvin dijo...

Es curiosa la historia de repostería con receta oculta. Quizá un tanto lineal y abrupta en algunos tramos, como el salto en el que pasamos de hablar de los dueños a decir que están muertos. Desde mi punto de vista no hace falta dar tantas explicaciones previas a la frase final.

Un saludo

Anónimo dijo...

Soy Alberto. Trataré de ayudar al participante.
"ALAMBICAR" según la RAE:
1. Destilar
2. tr. Examinar atentamente una palabra, un escrito, una acción, etc., hasta apurar su verdadero sentido, mérito o utilidad.
3. tr. Sutilizar o complicar excesivamente el lenguaje, el estilo, los conceptos, etc.
4. tr. coloq. Reducir todo lo posible el precio de una mercancía aviniéndose a ganar poco por unidad.

Mi consejo es que no reduzcas el precio de tu mercadería.