Nos conocimos en el
restaurante Ángel azul. Había acudido
allí porque había retrasado la salida del trabajo y más de un cliente me había
comentado que su buey de Kobe era inolvidable.
Había terminado las
Endivias con crema de ciboulette y huevas de salmón, que habían resultado
deliciosas, y mientras esperaba que llegara el plato que había ido a buscar,
pude ver como entraba en por la puerta una bella mujer de mediana edad, elegante
y que llamó mi atención, más que por su apariencia, por el hecho de acudir al
restaurante sin compañía. Aparte de ella, yo era el único comensal que se
sentaba solo en una mesa del restaurante. El maître la sentó frente a mí, a un
par de mesas de distancia.
Mi atención se
desvió de ella hacia la bandeja que me presentaba el camarero con un entrecot
de kobe con un aspecto formidable. Me olvidé de ella durante la degustación del
mismo, y es que estaba en su punto, la textura de la carne era parecida al
foie, se deshacía en el paladar nada más tocar la boca. En conjunto, fue
una experiencia fantástica. Una vez hube terminado, me encontré de nuevo con la
mujer y, debido a que estaba sentada frente a mí, ofreciéndome su perfil, y
había una pareja cenando en la mesa que nos separaba, pude dedicarme a
observarla sin que resultara una experiencia turbadora para ella ni para mí.
No podía ver qué
era lo que estaba comiendo, pero sí que veía el deleite con el que disfrutaba
de su plato. Tenía los ojos más tiempo cerrados que abiertos, y paladeaba cada
bocado como si estuviera comiendo auténtico maná caído del cielo. Había en ella
un toque muy sensual y, por qué no decirlo, muy sexual en la manera de gozar de
su menú.
-
¿Es aquella señora cliente habitual del Ángel azul? – le
pregunté a un camarero que pasaba junto a mi mesa.
-
No, es la primera vez que la veo por aquí, señor.
Estuve un rato más
observándola, tentado de dejar que todo quedara en un recuerdo, pero había
despertado mi interés y decidí arriesgarme. Me acerqué a su mesa una vez que
comprobé que había terminado su cena, y le pedí permiso para hacerle una
pregunta, aunque todavía no sabía cuál sería.
-
Claro –me contestó.
-
He visto cómo disfrutaba de su cena y me gustaría
preguntarle qué plato ha probado para pedirlo en mi próxima visita.
Sonrió y me
contestó que había tomado buey de Kobe, igual que yo. Intercambiamos opiniones
acerca de la cena y terminé sentado en su mesa hablando de otros restaurantes y
las especialidades de sus cartas. Ella era de otra ciudad pero, por asuntos de
negocios, acudía a Madrid una vez al mes y aprovechaba para disfrutar de la variedad gastronómica
que aquí se le ofrecía.
Ella era
inteligente, tenía una conversación muy interesante y estuvimos hablando
durante horas hasta que nos dimos cuenta de que éramos los últimos clientes del
restaurante.
Después de la larga
sobremesa, decidimos que nos juntaríamos para cenar en su siguiente visita, y
ya que prefirió no darme ningún dato acerca de ella, pues estaba casada y no le
gustaba la idea de que su marido pensara que tenía una aventura, decidimos
crear una cuenta de correo que compartiríamos y en donde nos iríamos
comunicando cómo y dónde serían nuestros encuentros sin desvelar nuestra
identidad.
Ella me escribiría
la fecha en que se produciría su próxima visita. Cuando yo lo leyera, le
contestaría con el nombre y dirección del restaurante en el que habría hecho la
reserva, y ella me dejaría un último mensaje de confirmación.
Al mes siguiente,
llegó el esperado mensaje: Llegaría a Madrid el día 23. Yo le contesté que nos
veríamos en el restaurante Champs Elysées
a las nueve y media de la
noche. Allí degustamos su magnífico Foie-Gras con sorbet de
mango y reducción de vinagre de Cabernet Sauvignon y volvimos a citarnos para
el mes siguiente.
Nuestra relación de
infidelidad gastronómica se fue alargando mes tras mes, en los que, a través de
nuestro e-mail, nos citábamos en el restaurante en el que nos encontraríamos en
la siguiente ocasión.
Así, entre otros,
visitamos restaurantes como el Elegance
con su Mousse de trufa negra, la Hacienda del Castillo y su Tarta sablée de
parmesano y cebolla con ensalada de hierbas frescas, o el Royal donde tuvimos
el privilegio de degustar el helado de aceite de oliva, mousse de chocolate
blanco con aceitunas, bizcocho de almendras y espuma caliente.
Así llegó el mes de
diciembre, en el que por una mala jugada del destino recibí el mensaje de que
su llegada se produciría el día 28. Nada menos que el día de los Inocentes. Y
no se me ocurrió otra cosa que contestarle que nuestro siguiente restaurante
sería una hamburguesería de una conocida cadena estadounidense.
Han pasado cuatro
meses y no he vuelto a tener noticias de ella. Echo de menos nuestras escapadas
gastronómicas. Apenas soporto el sentimiento de culpa. Ni siquiera sé si no se
ha puesto en contacto conmigo por aquella maldita broma o es que le ha pasado
alguna desgracia. No sé cómo se llama ni tengo forma de ponerme en contacto con
ella, así que, las últimas quincenas de
cada mes, salgo a cenar a todos los restaurantes que se me ocurren; y
algunos días ni siquiera ceno, entro en ellos como si tuviera una cita y
buscara a mi acompañante, con la esperanza de encontrarme con ella, pero
es casi imposible. Madrid es muy grande,
y hay demasiados restaurantes. ¡Malditas hamburguesas!
3 comentarios:
Un relato hilado con ingenio.
Suerte.
Me gusta el relato. ME parece que es bueno. El planteamiento sencillo, y el final sin demasiados vuelos. Abierto. Lo que sí que trataría de cuidar es tantas descripciones de platos que creo que no aportan demasiado. El del buey de kobe sí y quizá alguno más, pero decir todo el menú, en mi opinión no sirve de nada y queda raro en la narración. Por lo demás, buen relato
Un saludo
Un relato evocador,invita a salir a cenar y degustar cualquiera de esos platos.
Una narracción sugerente y sensual, con un toque final divertido.
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