martes, 19 de julio de 2011

79- Aventura extramatrimonial


Nos conocimos en el restaurante Ángel azul. Había acudido allí porque había retrasado la salida del trabajo y más de un cliente me había comentado que su buey de Kobe era inolvidable.
Había terminado las Endivias con crema de ciboulette y huevas de salmón, que habían resultado deliciosas, y mientras esperaba que llegara el plato que había ido a buscar, pude ver como entraba en por la puerta una bella mujer de mediana edad, elegante y que llamó mi atención, más que por su apariencia, por el hecho de acudir al restaurante sin compañía. Aparte de ella, yo era el único comensal que se sentaba solo en una mesa del restaurante. El maître la sentó frente a mí, a un par de mesas de distancia.
Mi atención se desvió de ella hacia la bandeja que me presentaba el camarero con un entrecot de kobe con un aspecto formidable. Me olvidé de ella durante la degustación del mismo, y es que estaba en su punto, la textura de la carne era parecida al foie, se deshacía en el paladar nada más tocar la boca. En conjunto, fue una experiencia fantástica. Una vez hube terminado, me encontré de nuevo con la mujer y, debido a que estaba sentada frente a mí, ofreciéndome su perfil, y había una pareja cenando en la mesa que nos separaba, pude dedicarme a observarla sin que resultara una experiencia turbadora para ella ni para mí.
No podía ver qué era lo que estaba comiendo, pero sí que veía el deleite con el que disfrutaba de su plato. Tenía los ojos más tiempo cerrados que abiertos, y paladeaba cada bocado como si estuviera comiendo auténtico maná caído del cielo. Había en ella un toque muy sensual y, por qué no decirlo, muy sexual en la manera de gozar de su menú.
-         ¿Es aquella señora cliente habitual del Ángel azul? – le pregunté a un camarero que pasaba junto a mi mesa.
-         No, es la primera vez que la veo por aquí, señor.
Estuve un rato más observándola, tentado de dejar que todo quedara en un recuerdo, pero había despertado mi interés y decidí arriesgarme. Me acerqué a su mesa una vez que comprobé que había terminado su cena, y le pedí permiso para hacerle una pregunta, aunque todavía no sabía cuál sería.
-         Claro –me contestó.
-         He visto cómo disfrutaba de su cena y me gustaría preguntarle qué plato ha probado para pedirlo en mi próxima visita.
Sonrió y me contestó que había tomado buey de Kobe, igual que yo. Intercambiamos opiniones acerca de la cena y terminé sentado en su mesa hablando de otros restaurantes y las especialidades de sus cartas. Ella era de otra ciudad pero, por asuntos de negocios, acudía a Madrid una vez al mes y aprovechaba  para disfrutar de la variedad gastronómica que aquí se le ofrecía.
Ella era inteligente, tenía una conversación muy interesante y estuvimos hablando durante horas hasta que nos dimos cuenta de que éramos los últimos clientes del restaurante.
Después de la larga sobremesa, decidimos que nos juntaríamos para cenar en su siguiente visita, y ya que prefirió no darme ningún dato acerca de ella, pues estaba casada y no le gustaba la idea de que su marido pensara que tenía una aventura, decidimos crear una cuenta de correo que compartiríamos y en donde nos iríamos comunicando cómo y dónde serían nuestros encuentros sin desvelar nuestra identidad.
Ella me escribiría la fecha en que se produciría su próxima visita. Cuando yo lo leyera, le contestaría con el nombre y dirección del restaurante en el que habría hecho la reserva, y ella me dejaría un último mensaje de confirmación.
Al mes siguiente, llegó el esperado mensaje: Llegaría a Madrid el día 23. Yo le contesté que nos veríamos en el restaurante Champs Elysées a las nueve y media de la noche. Allí degustamos su magnífico Foie-Gras con sorbet de mango y reducción de vinagre de Cabernet Sauvignon y volvimos a citarnos para el mes siguiente.
Nuestra relación de infidelidad gastronómica se fue alargando mes tras mes, en los que, a través de nuestro e-mail, nos citábamos en el restaurante en el que nos encontraríamos en la siguiente ocasión.
Así, entre otros, visitamos restaurantes como el Elegance con su Mousse de trufa negra, la Hacienda del Castillo y su Tarta sablée de parmesano y cebolla con ensalada de hierbas frescas, o el Royal donde tuvimos el privilegio de degustar el helado de aceite de oliva, mousse de chocolate blanco con aceitunas, bizcocho de almendras y espuma caliente.
Así llegó el mes de diciembre, en el que por una mala jugada del destino recibí el mensaje de que su llegada se produciría el día 28. Nada menos que el día de los Inocentes. Y no se me ocurrió otra cosa que contestarle que nuestro siguiente restaurante sería una hamburguesería de una conocida cadena estadounidense.
Han pasado cuatro meses y no he vuelto a tener noticias de ella. Echo de menos nuestras escapadas gastronómicas. Apenas soporto el sentimiento de culpa. Ni siquiera sé si no se ha puesto en contacto conmigo por aquella maldita broma o es que le ha pasado alguna desgracia. No sé cómo se llama ni tengo forma de ponerme en contacto con ella, así que, las últimas quincenas de  cada mes, salgo a cenar a todos los restaurantes que se me ocurren; y algunos días ni siquiera ceno, entro en ellos como si tuviera una cita y buscara a mi acompañante, con la esperanza de encontrarme con ella, pero es  casi imposible. Madrid es muy grande, y hay demasiados restaurantes. ¡Malditas hamburguesas!

3 comentarios:

Jacobino dijo...

Un relato hilado con ingenio.

Suerte.

Calvin dijo...

Me gusta el relato. ME parece que es bueno. El planteamiento sencillo, y el final sin demasiados vuelos. Abierto. Lo que sí que trataría de cuidar es tantas descripciones de platos que creo que no aportan demasiado. El del buey de kobe sí y quizá alguno más, pero decir todo el menú, en mi opinión no sirve de nada y queda raro en la narración. Por lo demás, buen relato


Un saludo

Una mujer de mediana edad dijo...

Un relato evocador,invita a salir a cenar y degustar cualquiera de esos platos.
Una narracción sugerente y sensual, con un toque final divertido.