miércoles, 22 de junio de 2011

16- Latin Food, por Lucille Angellier

    “Se llamaba Rosalía y era mulata. Se presentó en mi restaurante con un vestido blanco, vaporoso, dotada de un aire irreal, casi mágico. El pelo rizado, un poco revuelto y negro, como los pensamientos más turbios, le caía sobre los hombros desnudos. Llamó mi atención su piel de chocolate, que centelleaba bajo los focos de la barra.
            Me aseguró que tenía una amplia experiencia como cocinera y no pude negarle el trabajo como ayudante de cocina. Nunca le pedí que la probara. Ni un solo documento suyo pasó por mis manos ni quiso que la diera de alta en la seguridad social. Por eso sólo sé su nombre, ni siquiera un apellido, una dirección, algo que me ayude a buscarla. A los pocos días, mi cocinero Ricardo se vio obligado a ausentarse por asuntos familiares y ella se ofreció de inmediato a sustituirlo.
Las jornadas se sucedieron con normalidad. Era buena en su trabajo y los clientes se marchaban satisfechos. Mientras tanto, mi atracción hacia ella aumentaba de forma exponencial y llegué a pensar que me tenía hechizado.
 Una noche la vi especialmente afanada en cocinar un plato que no se correspondía con ninguna de las comandas que le había solicitado. Pero no dije nada, la dejé hacer. Cuando terminó de prepararlo me explicó que aquellos rollitos envueltos en hojas de maíz y fuertemente atados en el centro, como una antigua dama ceñida por su corsé, eran “guanimos”, una comida típica dominicana, y que haría bien ofreciéndoselos a las parejas que se encontraban en ese momento en el restaurante. No quiso contestar a mis preguntas, pero me hizo hincapié en que sólo los sirviera en las mesas ocupadas por un hombre y una mujer.
            Lo que vino después fue tan extraordinario como el aspecto que presentaban los guanimos. En la mesa del fondo, el hombre de barba gris y ojos cansados pareció salir de su apatía y cogió con embeleso las manos de su pareja, depositando en ellas un beso apasionado. Ella correspondió con sonrisas y, ante mi asombro, empezaron a comerse la boca, como dos adolescentes enardecidos por una pasión tan inesperada como poderosa. Eran clientes fijos, y nunca antes les había sorprendido en un gesto de cariño. Pura coincidencia, me dije, mientras la sensación de que estaba presenciando algo insólito iba tomando fuerza en mi mente. Se reforzó el efecto cuando vi que el matrimonio de ancianos, que solía cenar todos los viernes en la mesa de la esquina con la indiferencia mutua que sólo los años de convivencia puede proporcionar, intercambiaba caricias. Y empecé a preocuparme cuando el señor Martínez guiñó un ojo a don Andrés, su socio. Recordé que a ellos también les había servido los guanimos. Pensé por un momento que se trataba de una alucinación, pero cuando abandonaron el local iban cogidos de la mano. Entré a la cocina para pedirle explicaciones a Rosalía, pero fue ella la que me increpó por servir su comida a dos hombres. Después se encogió de hombros y dijo que el efecto se les pasaría mañana. No supe si sentirme aliviado o preocupado. Quedaba toda una noche por delante.
Desde ese día mi interés por ella fue en aumento, si es que eso era posible. La observaba a escondidas mientras se manejaba entre los fogones, con su piel brillante y los ojos abstraídos. No parecía de este mundo, no se cansaba nunca, ni protestaba por nada. Era feliz entre sartenes y ollas. Sus manos acariciaban los ingredientes, como si de amantes suyos se trataran; antes de cocinarlos les regalaba el tacto de sus dedos, que tanto ansiaba para mí.
La siguiente noche que usó su magia fue el 11 de marzo, en el primer aniversario de la tragedia que conmocionó a nuestra ciudad. En las calles, en las casas, en mi restaurante flotaba la desolación, como un gas maligno que nos provocaba toses de tristeza. Rosalía llegó un poco antes de lo normal, con una bolsa de la compra llena de ingredientes extraños. Trabajó sin descanso en algo que parecía un postre. La dejé hacer, me gustaba ver sudar sus brazos morenos, el movimiento pendular de su pelo recogido en una sencilla coleta, el fulgor de sus hombros que parecían fundidos con metales preciosos. Esa noche me pidió que sirviera aquel postre en todas las mesas, es un pastel dominicano, me dijo como única explicación. Me dio una porción y nada más comerlo me sentí el hombre más afortunado de la Tierra. Los clientes reaccionaron igual: las sonrisas afloraron a sus rostros, las conversaciones se animaron, una felicidad contagiosa flotaba por el local, adquiriendo la consistencia volátil de nubes irisadas, pequeños penachos de humo que salían de los platos del postre. 
            La magia, pues a esas alturas yo estaba convencido que era eso, siguió colándose en sus platos. El comedor se llenaba cada día, pronto se corrió la voz de que en mi restaurante se servían comidas muy especiales, aunque nadie sabía exponer con suficiente lógica que es lo que ocurría cada noche en aquel local. 
Un día no pude disimular más y, cuando se marcharon todos los clientes, le pedí que preparara unos guanimos para nosotros dos. Me miró como si supiera de mis insomnios y desvelos, de mis ansias por poseerla. Me observó tanto rato, que creí que me moriría cuando apartara su vista de mí, porque ya no tendría sentido vivir sin el roce abrasador de su mirada sobre mi rostro. Sin decir palabra empezó a desvestirse y, como le insistí en lo de los guanimos, me dijo, no nos hace falta. Hicimos el amor en la cocina. Invadí sus dominios oscuros, paladeé sus recetas de bruja, descubrí que sus muslos poseían el mismo brillo que sus brazos, lamí ambos, sin prisas. El tiempo se había detenido, estancado en sus pezones, atrapado en su lengua que se enredaba con la mía.
             Durante varias semanas se sucedieron nuestros encuentros, siempre en la cocina. Cuando se iban los clientes preparaba aquellos platos exóticos, que olían y sabían a su tierra, a un Caribe de contrastes, salado y dulce, como ella. Hasta sus nombres me producían placer: guanimos, yeniqueques, bollitos de yuca, crema de auyama, coconetes, licor de mandarina...
            El día que se marchó me pidió que invitáramos a nuestros clientes habituales, que les dedicáramos una cena privada, para agradecerles su fidelidad. No pude negarme. Quería preparar un plato tradicional de su tierra; era su cumpleaños y echaba de menos a su familia. Su madre solía cocinarlo para ella cada año, me contó. Nunca antes habíamos hablado de este tema. Para mí Rosalía era un ser que había surgido de la nada, sin pasado. Existía para que yo la amara, para que me extasiara contemplando su piel dorada, para que me perdiera en los misterios de su mirada antigua. Saber que tenía un sitio al que volver me hizo sentir que nuestra relación era vulnerable.
            Después de esa cena desapareció y lo más extraño de todo es que nadie parecía recordarla. Ricardo, mi cocinero habitual, regresó, como si no hubiera pasado nada, como si nunca se hubiera ausentado del restaurante. Sólo existe en mis recuerdos, y para no olvidarla cuento mi historia a todo aquel que quiere escucharme.
“¿Le sirvo otro whisky?”
El cliente negó con la cabeza, en sus ojos turbios pudo ver que no había creído sus palabras, palabras que olvidaría nada más salir del local. Se sirvió una copa y dejó que la madrugara cayera sobre su espaldas, al menos aquella noche dormiría en paz, siempre descansaba mejor después de relatar su historia a algún desconocido. No perdía la esperanza de que alguien le creyera. 

5 comentarios:

Jacobino dijo...

El estilo es implecable, pero, a pesar del tema fantástico, le falta mordiente.

Suerte.

Anónimo dijo...

Está bueno, aunque me da la sensaciòn de que el último párrafo está de más.

Anónimo dijo...

Completamente de acuerdo, el relato está fenomenal. Creo que no hubiese necesitado el último parrafo. En caulquier caso me ha gustado mucho, enhorabuena a su autor.


Submarinista

Calvin dijo...

Coincido con los anteriores comentarios. La historia es interesante y la atmósfera acertada. Eso sí, el último párrafo no va a ninguna parte, salvo que la idea de que le está contando la historia a laguien fuera intercalándose a lo largo del relato, entrando y saliendo de la narración.

UN saludo

Anónimo dijo...

La historia al principio me enganchó.
La idea es interesante aunque me pareció un poco larga.
Alvaro