jueves, 7 de julio de 2011

43- El último tren

       Desde muy niño siempre quise viajar en tren, es un anhelo que siempre ha estado ahí, latente y esperando su oportunidad. Es algo que siempre he deseado con fuerza,  así que hoy, mientras entro en mi compartimento, lo miro todo con ojos nuevos.
      Con el corazón embargado de emoción recuerdo aquellas historias que me contaban en el pueblo, historias que hablaban de viajes en primera clase, con elegantes caballeros sentados en mesas donde servían ricos manjares regados con los más suculentos vinos. Y me imaginaba a mí mismo, siendo ya hombre, sentado en una de esas mesas y eligiendo ricas sopas y sabrosas carnes para regarlo todo ello con uno de aquellos famosos vinos. Y soñadoramente me veía cogiendo la servilleta de mi regazo y llevándola a mis labios para secarme con los más exquisitos modales.
     Pero cuando esta tarde entro en el tren nada es como me lo había imaginado. A decir verdad el vagón está atestado de gente, apenas hay espacio para mí, pero la suerte parece que está de mi lado y por una de esas casualidades de la vida me he colocado junto a la ventana. Agotado, apoyo la cara en el cristal, y después de una espera que a mí se me antoja demasiado larga, el lento traqueteo indica que por fin arrancamos.
      A través de aquel sucio cristal veo deslizarse el paisaje, y no puedo evitar pensar en lo rápido que ha pasado el tiempo. A pesar de estar medio aplastado por la gente, me concentro en lo que puedo ver por la ventanilla, y precisamente es una de esas escenas la que me hace viajar al pasado. En uno de aquellos campos tornasolados por la puesta de sol puedo yo ver a un hombre viejo y doblado por los años recogiendo el trigo con un muchacho, un chiquillo de unos quince años que mira al anciano con los ojos del cariño. En apenas una fracción de segundo que dura la escena puedo captar lo mucho que quiere el niño al abuelo, y a mi memoria acuden recuerdos de mi abuelo, y de mi infancia.
     En aquellos tiempos yo era feliz, creo que puedo decir que era totalmente feliz. Mi madre era bonita y esbelta, siempre me llevaba hecho un pincel y era ella la que me había inculcado aquella afición por la comida. Siempre la recuerdo cocinando y oliendo a hierbas y a limón, a chocolate y a felicidad. Por entonces yo iba cada día a la escuela, y mi padre llevaba las cuentas en un banco, así que jamás nos había faltado nada y podíamos considerarnos afortunados.
.       Vivía con nosotros el abuelo, esa recia figura que tanto sabía y con quien compartía las comidas, esa voz que tantas cosas me explicaba y con el que salía a pasear por el parque en invierno, y pescaba en verano.
    Mis días infantiles eran largos y soleados, y yo me sentía querido, y miraba al futuro con esperan…
…en ese momento un chiquillo que está justo delante de mí empieza a llorar, y después de un llanto largo y desesperado  acaba vomitando toda la parte donde yo estoy. Conmovido por la mirada de dolor que me dirige el niño no le digo nada, pero un hombre que está a mi lado se enfada y obliga a la madre de la criatura a limpiarlo todo con su chaqueta, pues no tiene con que otra cosa hacerlo en este momento.
     El tren sigue avanzando y poco a poco el paisaje cambia. Ahora pasamos por un pueblo adoquinado que tiene un precioso puente de piedra que me recuerda el que había en el pueblo donde conocí a mi prometida. Cierro los ojos y sonrío, seguro de que allí también huele a yerbabuena de esa que crece a la vera del río. Aún puedo sentir como mi corazón latía exaltado cuando la veía acercarse con esos pasos largos y seguros, y recuerdo sobretodo como me sentía cuando cruzaba corriendo el puente al atardecer para lanzarse a mis brazos y jurarnos amor eterno.
  ¡Que rápido ha pasado todo y que lejanos quedan aquellos días! A través de aquel cristal me parece que puedo contemplar mi vida de forma ralentizada, pero a pesar de eso no puedo borrar la realidad. Ha pasado todo demasiado deprisa. Los segundos se han amontonado sin que pudiera apenas darme cuenta de que la vida se esfuma. Aún me parece sentir en la boca el beso de aquella inocente chiquilla, y aún puedo ver las estrellas que había en sus ojos cuando me miraba, y sobretodo…
…Esta vez es una mujer mayor la que ha tenido un problema. Cansada de hacer el largo trayecto de pie se ha sentado en el suelo, y una madre que lleva a un niño en sus brazos le ha dicho que ella también tiene derecho a sentarse, y antes de darme cuenta, la mitad del vagón está discutiendo con la otra mitad. El ambiente allí dentro es sobrecogedor. El aire huele a rancio, a una mezcla de sudor, vómito de niños, excrementos  y cansancio. No hay ni rastro del comedor que yo había imaginado durante tantos años, no hay camareros ni servilletas de tela, solo gente amontonada. Y cansado de oír a mis compañeros de viaje pelearse, vuelvo a sumirme en mis recuerdos mientras miro el paisaje volar ante mis ojos.
       Ahora que estoy aquí me pregunto porque no me subí nunca antes a un tren. En realidad podía haberlo hecho, porque a pesar de las estrecheces que llegué a pasar siempre tuve dinero para un billete, aunque no sé si me habría alcanzado para comer a bordo, pero la indecisión y tal vez el no saber a donde dirigirme me lo habían impedido. Y sacudiendo la cabeza deshecho esos pensamientos, diciéndome que ahora puedo gritar a los cuatro vientos que ya he subido en tren.
     Con el repiqueteo del vagón vuelvo silencioso a mis recuerdos y pienso en el funeral de mi querido abuelo. Había tenido lugar un día soleado, y recuerdo con esa precisa nitidez que dan los años que mientras el coro cantaba yo había pensado en lo irónico que me parecía que alguien pudiera morirse en un día tan bonito, un día que invitaba a pasear por el campo, inspirando profundamente para llenar el corazón de aromas. Pero el triste tañir de las campanas me decía que el abuelo se había ido, y mi infancia con él.
     Después de innumerables horas de viaje, de recordar esos secretos que uno lleva en lo más hondo, de pensar en mi familia, de sentir aquel hambre tan acuciante y de ver pasar un sinfín de escenas ante mis ojos, y cada vez más aplastado por mis compañeros de viaje, por fin llegamos.
       En cuanto el tren entra en la estación, todo el mundo se amonta en la puerta del vagón, ansiosos por respirar un poco de aire fresco. El ambiente está cargado de llantos de niño y protestas de viejos, así que yo espero con la cara todavía en el cristal a que todos abandonen el vagón. Una vez que todas las personas vivas han salido de ese último reducto me dirijo al andén, esquivando a aquellos que han muerto y cubren el sucio suelo. Y recordando que antes que yo, ese mismo camino lo ha hecho toda mi familia, y mi querida prometida, levanto la cabeza, y mostrando orgulloso mi brazalete con la estrella de David miro a los ojos a los soldados encargados de meternos en aquellos camiones que habrían de llevarnos al infierno.
   Y a pesar de que mi vida se ha esfumado me voy orgulloso porque nunca hice mal a nadie. En mi corazón anida la paz pues sé que jamás hice nada que puedan reprocharme, mi único pecado ha sido creer en otro Dios. Ellos en cambio se creen precisamente Dios, se creen con derecho a quitar vidas.   
  Apoyado en la pared de aquel sucio camión le digo adiós a la vida, me despido como el sol, lentamente y lanzando los mejores rayos

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Lindo, duro pero bueno. Igual no entiendo la relacion del relato con las bases de concurso en cuanto a lo gastronomico..

Anónimo dijo...

Gracias por el comentario, me alegro que te guste, aunque soy consciente de que es duro. Respecto a la relación con la gastronomía, he leído por aquí, en una especie de aclaración, que el tema gastronomico no tiene por qué ser el motivo principal y por eso tan solo lo incluyo en los sueños del personaje, esa opípara comida en el tren es una especie de deseo que por desgracia no llega a cumplir, aunque está ahí, rondándole. De todas formas gracias por comentar, es la mejor forma de aprender.

Jacobino dijo...

El final es bueno, pero los preámbulos se me ghacen demasiado largos. Hay algún error ortografico y de puntuación.

Suerte.

Calvin dijo...

La historia del relato es interesante. EL secreto se guarda hasta el final donde se explica el porqué del extraño vagón. Quizá, para mi gusto, los recuerdos que tiene son poco realistas. Cuando está en el funeral del abuelo (siendo niño) y recuerda que le hubiera gustado ir al campo y llenar su corazón de aromas... parece más bien un recuerdo del adulto que un pensamiento de un niño. ME gusta, eso sí, como se interrumpen los recuerdos con lo que pasa en el vagón. LE da frescura a la narración.

Un saludo