Había pasado tantas
horas en el restaurante que le costaba diferenciar a los clientes de los amigos
y viceversa. Si fuese un establecimiento elegante él sería el maître, en Casa
Pepe, era el jefe de camareros. El jefe de Rita, de Ana, de Nacho y de Eva.
Supo la fecha con
un mes de antelación, la oyó pero no la escuchó, o al revés, quién sabe. Pasó
un día, luego otro, y casi sin hacer ruido, pasó el mes entero. Hoy, día uno de
octubre, martes gris, se levantó como siempre, se duchó rápido, se vistió y
salió a la calle, por el camino fue consciente de que no debía acudir al
restaurante, ese ya no era su sitio, pero tampoco sabía hacia dónde... Dio vueltas
y más vueltas y como todo aquello que cae por su propio peso terminó entrando
en Casa Pepe. Usando toda su fuerza de voluntad se sentó del lado de fuera de
la barra, cuando lo vio Ana, una de las camareras nuevas, él dibujó lo que estaba
seguro sería una amplia sonrisa de desenfado. Ella supo lo que había, un enorme
San Bernardo abandonado. Pidió café y unas tostadas, lo que siempre había
tomado cada mañana. Mientras desayunaba, aparecieron con el paso de los minutos
los clientes, los de siempre y alguno nuevo, la curiosa mezcla de cada día. Los
fijos, los que lo conocían, lo miraban con extrañeza y le decían si estaba
enfermo o de vacaciones, él sonreía de nuevo con la supuesta sonrisa de
desenfado y murmuraba alguna excusa casi inaudible. Sencillamente esa sonrisa,
sin necesidad de oír las explicaciones, hacía que ellos entendiesen. Sonreían
también con sonrisas falsas, mejor trazadas eso sí, y lo dejaban sólo con su
pena. A la hora justa, llegó el dueño y tras contemplar la estampa, se acercó
serio, muy serio, a su antiguo jefe de camareros y poniendo, él también, una falsa
sonrisa, le dijo que había sido todo un detalle por su parte que hubiese
acudido a despedirse, que a buen seguro tenía asuntos por atender, montones de
amigos a los que visitar e infinidad de sitios a los que viajar. Estás en la
edad de disfrutar, le dijo. Lo invitó a lo que había tomado y a una copa, para
brindar por el adiós, comentó. Seguía con la sonrisa esa de desenfado, pero las
lágrimas le corrían por la mejilla, el dueño lo acompañó a la puerta y le pidió
que se acordase de mandar alguna postal y que no dejase de ir a verlos por fin
de año, el día de la fiesta del restaurante. Al salir, cruzando el umbral,
todavía podía ver las mesas, los manteles blancos y los color crema, y uno
estaba torcido y se mordió el labio para no ir a colocarlo, cerró los ojos, se
giró hacia la calle, los volvió a abrir y llenos de lágrimas los ojos, un pie
tras otro comenzó a caminar y llegó de nuevo a casa. Se quitó la ropa, la dobló
con cuidado y se metió en la cama, se quedó dormido casi al instante.
Soñó con ese sueño
que soñaba a veces despierto y a veces dormido, el escenario era tan parecido a
Casa Pepe que hasta podría ser una repetición del mismo sitio, la notable diferencia
es que él era el dueño, él cuidaba de cada detalle. Lo había empezado a soñar hace
muchos años y mientras lo soñaba, era un flotar, era un todo. Que no era por el
dinero, era por... y en el propio sueño supo que sólo era un sueño, eso también
pasaba a veces, y se despertó de pronto, agitado, sudando, era media mañana.
Estaba desorientado, pero al fin recordó que ya no trabajaba. Se volvió a
vestir y salió de nuevo a la calle y se fijó como propósito no ir al
restaurante y al mediodía allí estaba otra vez sentado al otro lado de la
barra, en una esquina, medio agachado, para que el dueño no lo echase. Sabía
que pasaría, y pasó que el dueño lo vio y al verlo soltó un reniego, un
juramento, y puso una mala cara e hizo un mal gesto y se volvió a la cocina. Él
encogido y humillado se levantó pagó y dejó propina, cuando se iba, lo alcanzó
al principio de la calle uno de los cocineros. Se dieron un abrazo, se conocían
bien y no fue necesario sonreír ni decir nada. No le des el gusto, joder,
olvida a ese imbécil, le espetó sin más, y metiéndole una tarjeta en la mano,
añadió, esto lo lleva mi mujer. Luego se volvió aprisa al restaurante.
La tarjeta era de
un comedor para pobres y allí fue, se pasó unas horas ayudando con los platos,
al menos estuvo entretenido, no pagaban, los clientes no hablaban y algunos
olían fatal, pero los otros voluntarios eran buena gente y él siguió acudiendo
al día siguiente y al otro... Iba porque no tenía más donde ir, pero como la
torre de Pisa se inclinaba, se hundía un poco más cada día. A los dos meses
dejó de ir, sin más, tal y cómo llegó, se fue. Muchos días después alguien se
quejó del olor y la policía lo encontró muerto en su cama. Cuenta la portera
que lo vio, que estaba como en un apacible sueño.
2 comentarios:
Previsible y de lágrima fácil.
Suerte.
Es una historia que tiene fuerza. Pero como dice Jacobino, la caída del hombre es previsible. NO llega a inspirar lo necesario, quizá por esa apatía que demuestra el protagonista, que hace que no llegues a empatizar del todo con el personaje.
Un saludo
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