sábado, 30 de julio de 2011

93- Banquete de despedida por Arces

            Está contenta porque lo tiene todo a punto. Empieza la fase decisiva añadiendo sal y una hoja de laurel al agua que ha puesto al fuego en la cazuela mediana. Mientras se ajusta los guantes de goma, pasa por su mente la imagen de un médico forense que, bisturí en mano pulcramente enfundada, se dispone a abrirle el pecho a la tercera víctima del psicópata al tiempo que le cuenta un chiste de mal gusto al teniente de policía. No recuerda el título de la película, podrían ser varias.
            Lava las setas con cuidado, con esmero, primero las de ella y luego las de él, quitando con un cuchillo todas las imperfecciones visibles. Pone el montoncito de él sobre el paño amarillo, el de ella sobre el paño rosa. Contempla el color, la textura, la delicadeza de los seres que viven pegados a la tierra, que están hechos de tierra y que desean, claro está, volver cuanto antes a la tierra. Comer es matar, sacrificar unas vidas en favor de otras: siempre nos alimentamos de cadáveres.
            El agua empieza a hervir, así que echa los macarrones y les da vueltas con la cuchara de madera hasta que cuecen con regularidad. El borboteo y el vapor del agua le causan un efecto sedante. Sonríe.
            Con otro cuchillo trocea las setas y las coloca en dos platos, primero las de ella y luego las de él. Tira a la basura los guantes y los cuchillos. Pone dos sartenes al fuego y sofríe en ellas ajo y una pizca de guindilla; después vierte las setas, primero las de ella y luego las de él, que van soltando poquito a poco sus jugos sobre el aceite, llenando la cocina de un aroma suave a cosa quebradiza, a humedad penumbrosa, a caldo de cultivo. Pasa por su mente la imagen de una marmita bullente sobre el fuego del hogar y de una mano maternal que empuña un cazo que entra en la marmita para sacar de ella un trozo de trabajo generoso que ha de ser, ante todo, un olor. No recuerda el título de la película, podrían ser varias.
            Retira la pasta del fuego y la escurre. Echa sal a las setas. Prepara dos platos; en el de él pone más macarrones que en el de ella. Vierte las setas por encima de la pasta, primero las de ella y luego las de él. Contempla su obra con satisfacción. Acaba de tirar a la basura la sartén en que ha rehogado las setas de él cuando oye la llave en la puerta.
            ––Buenas noches, cariño, ya estoy aquí.
            ––La cena está lista. Mientras te cambias voy poniendo la mesa.
            Un beso minúsculo y la percepción, leve pero endiabladamente clara, del mismo aroma de las últimas semanas.
            ––¿Qué cosa estupenda has hecho hoy? Huele de maravilla.
            ––Macarrones con setas de campo. Me las ha traído Pepe, ya sabes.
            ––¡Ah, mira qué bien! Es de agradecer que se acuerde de nosotros en estos casos.
            Mientras echa en el vino, ella nunca bebe vino, los polvos blancos que sacó de las cápsulas, lo sabe aflojándose la corbata que se ha ajustado hace apenas diez minutos. Sitúa escrupulosamente sobre el mantel los cubiertos, las servilletas, los vasos, el pan, el frutero, la jarra del agua y la botella de vino.
            ––¿Qué película has traído?
            ––El primer Padrino, el de Brando. Me apetece mucho volver a verla.
            Mientras coloca los fragantes platos en la mesa, primero el de ella y luego el de él, recuerda que sólo recuerda con claridad de esa historia escenas sueltas, trozos luminosos de una mentira que a veces es más verdad que lo real.
            ––El trozo que más me gusta es el del gordo diciéndole a Al Pacino cómo hacer los espaguetis con albóndigas para los chicos: "El secreto de la salsa de tomate está en echarle una pizca de azúcar". En ese momento Michael entra definitivamente a formar parte de la banda, ya es uno de ellos.
            ––Tú y tu cocina. A veces eres un poco obsesiva, reconócelo.
            ––Si tú lo dices.
            Él come con una delectación ávida, disfrutando del plato y de los sorbos de vino como si no hubiera nada más en el mundo. Ella come con una parsimonia que es casi un sarcasmo, mirando la mirada perdida de él con un descaro que le levanta finamente la comisura de los labios. Por fin está en su terreno, por fin es suyo, es inútil que intente huir.
            ––Estaba buenísimo. Pásame una naranja.
            Cuando ella ensarta el último macarrón y el último trozo de seta, él ya está enfrascado en su Padrino. Ella recoge la mesa y va a sentarse junto a él, mirando alternativamente la pantalla del televisor y su perfil entre maduro y tosco. Se queda dormido justo cuando tirotean a don Vito y la fruta, jugosa e inocente, rueda por el suelo. Con el tranquilizante no notará las convulsiones que preceden al desenlace. Se acabó.
            Ella no puede evitar sonreír de alivio mientras va llenando la maleta con la ropa que no se ha puesto para él. No tiene prisa, aún faltan cuatro horas para que salga el avión. Cuando acaba de hacer el equipaje sale a la terraza y riega las plantas; después, como tantas otras veces, acaricia las hojas vellosas de los geranios, las relucientes hojas de las begonias. De vuelta en el dormitorio, se fija sin querer en la estantería, que él colocó ex profeso, donde reposan sus películas preferidas. Ahora ríe abiertamente mientras coge Arsénico por compasión y Monsieur Verdoux y los mete en la maleta, haciéndoles hueco entre los recetarios y los zapatos de ante rojo.
            Al atravesar la puerta del piso agita la mano en el aire a modo de despedida, pero no vuelve la vista atrás. Los melancólicos acordes de Nino Rota que vienen del salón son la percepción final de su pasado, el último resto del naufragio, la leve huella que le mancha de polvo fino el oído y la solapa de la gabardina y que el aire fresco de la noche limpia y borra y anula definitivamente.
            Antes de acercarse a la parada de taxis, abre un contenedor gris y verde y deposita en él una bolsa negra de basura, que choca con otras al caer produciendo breves chasquidos metálicos que ella ya no oye.           

92- La esperada cita por Praxíteles

Por fin había llegado el gran día de autos. Iban a enfrentar sus rostros cara a cara tras más de veinte años esperando una señal de aquella mujer y miles de horas de chateo por la red. La larga espera, sin embargo, no le impidió conocer otras personas de diferentes tallas y razas, desear otros cuerpos y besar alguna que otra boca, pero siempre había un hueco por donde el rostro impenitente de su amada se le inmiscuía y le impedía olvidarla.
Como en aquella ocasión en la que su juvenil presa que apenas acababa de cumplir la mayoría de edad, embriagada por el alcohol de unos cuantos cócteles y horas de baile en la discoteca, le juró ardor y pasión sobre un cómodo lecho, sin mirar la hora que pudiera marcar el reloj.
O aquella otra vez, en la que una amante secreta de exquisita educación le regalaba un pequeño obsequio cada semana a cambio de que le dedicara unos pocos minutos de su vida. Tampoco jamás respondió a sus extensas cartas.
En lo más recóndito de su cerebelo solamente tenía recoveco para aquella mujer que había conocido en un chat de contactos, a la que deseaba hacerle el amor y susurrarle al oído. No era muy amante de la informática y los ordenadores, pero sus más allegados le convencieron para que probara suerte.
Y así lo hizo. Con un salto al vacío, sin red. Probó en unos cuantos portales de internet que garantizaban encuentros presenciales tras la primera cita virtual. Pero es que apenas había tiempo para conocerse un poco más, no sé, saber algo más de nosotros mismos, musitaba por las noches entre golpeo y golpeo de las teclas de aquel vetusto portátil.
Los días transcurrieron sin sobrepasar la delgada línea de la monotonía, de una vida gris sin pareja formal, un trabajo repetitivo en la oficina y unos amigos que apenas le dedicaban conversaciones de interés cuando llegaba el fin de semana. De vez en cuando, conoce a alguien en un bar y tiene sexo para calmar sus instintos. No le satisface. Otras veces, entorna los ojos y se abandona a la intensidad amarga del chocolate negro: quince meses de dieta estricta casi le habían hecho olvidar lo bueno que estaba el dulce.
Hasta que dio con su otra mitad al otro lado de la red, en el ciberespacio. Quién lo iba a imaginar. Le contó aquella historia suya particular con el chocolate. Y otras muchas más, durante años y años de tertulia nocturna, con un teclado bajo las manos. Que le apasionaba la lectura. Rimbaud, sobre todo. Y los clásicos de la Generación del 27. Y también el senderismo, la escalada, los animales… Una complicidad exquisita entre los dos.
Ahora, al filo de los cincuenta, volvía a verla, casada con tres hijos y la misma sonrisa que mostraba en el mundo virtual. Al desplegar la carta del exquisito restaurante donde se citaron una calurosa noche de San Juan, se hizo el silencio. Duró una eternidad, pero al fin se atrevieron a dar el paso después de unas cuantas copas de vino. Una pidió carne, la otra pescado. No esperaron a los postres.

viernes, 29 de julio de 2011

91- Cocina para inútiles por Lucas S.

RECETA nº 1:  HUEVO FRITO

1- Calentar aceite en  una sartén.
2- Cascar el huevo, o huevos, en el canto de la sartén.
3- Verter el huevo, o huevos, en la sartén.
4- Echar aceite en la yema del huevo, o huevos, hasta dejarlo en su punto. (Más hecho o menos al gusto del consumidor).
- Buenas noches a todos. Bienvenidos. Soy Miranda y durante los próximos diez jueves intentaré que aprendáis a desenvolveros en la cocina al nivel más básico. El curso de cocina para inútiles consta de diez recetas muy sencillas. Empezaremos por el huevo frito.
Miranda, a la que algún gracioso siempre acababa por llamar Mirinda, hizo un rápido barrido por los rostros de los cuatro inútiles. El número de alumnos no era ni mucho menos arbitrario. Cuatro era el máximo de inútiles juntos que se sentía capaz de enseñar. Una cifra superior habría sido imposible de manejar, de hecho,  incluso el cuarteto, empezaba a resultarle un número amenazador. De los cuatro alumnos uno llamaba poderosamente la atención; alto, escandalosamente guapo, destilaba un aire chulesco que le podía hacer irresistible, o detestable, según el caso. Miranda no acababa de decidirse por una de las dos opciones, pero de una cosa estaba segura, la palabra inútiles le había sentado como una patada. Lo que no dejaba de ser sorprendente, ya que el nombre del cursillo era claro y diáfano “Cocina para inútiles”, así se había anunciado y bajo esa premisa de reconocerse culinariamente inútiles se habían inscrito.
Ocho años atrás, antes de que el matrimonio la arrastrase al lado oscuro Miranda había impartido cursos de cocina en centros cívicos y asociaciones de mujeres, La experiencia acumulado durante aquel tiempo le había enseñado varios cosas, entre ellas que reunir en un mismo grupo a personas con habilidades culinarias dispares era sinónimo de fracaso estrepitoso. Entre la ama de casa avezada en recetas tradicionales a la jovenzuela adicta al Burguer King mediaba un trecho exageradamente largo. Por eso al iniciar esta nueva aventura, Miranda optó por agrupar alumnos que presentaran un nivel parejo. En principio, la idea era enseñar cocina, de modo genérico, pero Oswaldo, el jardinero, consiguió que cambiase de parecer.
- Señorita, déjeme que le diga una cosa, lo que de verdad va a funcionar es un curso de cocina para gente que no tiene ni puta idea, ¿comprende? Usted cree que todo el mundo sabe hacer....un huevo frito, pues no, señorita, no es así.
- Vamos, Oswaldo, eso es imposible.
- Haga la prueba y lo verá.
- ¿Qué haga la prueba? –Miranda se echó a reír- ¿Cómo? ¿Voy por ahí con la sartén persiguiendo gente?
- No, ni hablar. Me presento voluntario. Pruebe conmigo.
Hicieron la prueba. Cinco huevos desperdiciados, el suelo encharcado de aceite, y una dolorosa salpicadura en la cara de Oswaldo fueron el desalentador resultado.
- Se lo dije, señorita.
- Sí, pero es que lo tuyo es muy fuerte. No te lo tomes a mal, ¿vale?, es que...eres....eres un completo inútil,  perdona que te sea tan franca.
- Sí, señorita. Lo soy. Y la necesito. Los inútiles la necesitamos. La gente normal ve esos programas de la tele con cocineros famosos y copian las recetas, y bueno...más o menos les sale, pero nosotros, los inútiles no tenemos a nadie. Tiene que hacer un curso de cocina para inútiles. Eso es lo que tiene que hacer, créame.
Miranda echó un vistazo a las fichas de inscripción, el chulito se llamaba Mario y tenía treinta y dos años. ¿Qué demonios estaría haciendo aquí?
A la derecha de Mario, y a la izquierda de Oswaldo, una mujer rolliza, llamada....., miró la chuleta, Victoria, cuya edad no figuraba en la fecha. Miranda calculó que tendría unos cincuenta. A simple vista parecía la mayor de la clase, aunque no daba muestras de sentirse incómoda por ese motivo, al contrario, sonreía continuamente y asentía con la cabeza cada palabra de Miranda con un entusiasmo casi infantil. Miranda sintió entre ellas se establecía una corriente de simpatía instantánea.
- Disculpe...yo.....Soy alérgica a los huevos.
La vocecita nasal pertenecía a una chica rubia que no había tenido el menor rubor de confesar en la ficha sus radiantes veintidós años. Era hermosa de una manera extraña, como si ella misma no fuera consciente de su belleza, o quizás de serlo, lo consideraba algo molesto, un inconveniente con el que había que apechugar. Se llamaba Sofía. Todas las miradas se concentraron en ella. Sofía enrojeció, bajó la mirada al suelo, y trató de taparse la cara con un mechón de pelo desubicado.
Las miradas viajaron de Sofía a Miranda. El guaperas sonreía desafiante. A Miranda le pareció que su sonrisa decía “chúpate esa”, aunque puede que fueran figuraciones suyas.
- ¿Eres alérgica sólo al consumo, Sara?
-¿Qué otra cosa puede hacer con los huevos aparte de consumirlos? –preguntó Mario ante la risotada general
- Manipularlos –repuso Miranda más secamente de lo que hubiera deseado.
- No lo sé. Sé que no puedo comerlos.
- Bien, por precaución, te saltarás la primera receta.
La clase siguió su curso normal. Normal es un decir, Oswaldo estaba en lo cierto, el mundo estaba plagado de personas culinariamente inútiles, ineptos totales, asesinos de tomates y merluzas. Miranda acababa de encontrar una misión en la vida: enseñar a cocinar a su curioso grupo de inútiles.
- Os veo el próximo jueves. La receta será tortilla a la francesa, excepto para Sofía. Ya pensaremos algo –sonrió- bon apétit.

90 De picnic por Chinhe

¡La güelita ya vino del rosario!, un capón, y di abuela. A la mañana siguiente fui a visitarlo por ser San Martín. Estaba en una pocilga muy sucia, hola cerdito, con muros oscuros y tablones cagados, ¿ya lo comiste todo?, junto a un montón de paja ennegrecida, un pilón de piedra con agua y un rayo de luz que se filtraba por entre la portezuela, felicidades cerdito.
Afuera, mi padre y mi tío afilaban los cuchillos gssssh gssssh gssssh, Mar vuelve a ver al cerdito, gssssh gssssh, ¡nena, ven aquí! Mi abuela y mi madre hervían potas enormes bluurp bluurp bluuurp. Cuenta nena, ¿viste al cerdito?, ¿dónde lo viste?, pues ahí, y se reían y nos reímos, y los hombres desde el patio ¿empezamos o qué?, ¡Carlitos! gritaba mi tía, ¿qué hacen papá y el tío? y ellas chist, es un secreto, mejor no digas nada no sea que se entere el cerdito.
El día se pobló de gritos desgarradores, ¡oooiiinnnkkkk!, entre cuatro lo traían. No recuerdo cuanto tiempo se abrazaron a aquella mole alocada, ni supe de quién fue la mano que le clavó el cuchillo en la garganta. Muchos gruñidos, ¡sujétale la pata, Milagros! gestos recios, ¡trae el caldero!, sangre, vapor de la sangre, sol tibio de noviembre, ojos como platos.
En el forcejeo, mi padre se hizo sangre. Mete el dedo en vino, dijo güelita. Mi tío se tambaleaba al ponerse en pie. Yo creo que fue él quien lo mató, aunque fue mi tía quien le cortó el rabo, con forma de espiral.
¡Ven nena! gritaba mi padre, y mi tía ¡prueba el rabito!, y mi madre ¿no esperamos al resultado? ¡Anda hombre, si ha comido lo mismo que yo! ¿Mamá qué resultado? Olor a barbacoa, ¿rico, no? y sonreí y nos reímos todos.
¿Por qué lo queman si ya está muerto?, pues por eso, porque está muerto.
¿Puedo comer más rabito?, ¿Milagros, queda rabo?, y mi padre espera que pronto freiremos el lomo, y mi tío antes la panceta.
La güelita cortaba rebanadas de pan de hogaza. Mi madre cortaba sobre un tajo de roble un trozo de carne, y mi tía los freía en una sartén montada sobre una bombona, sin cocina. ¡Carlitos, dónde estabas!, mi primo apareció. ¿¡Te da miedo el cerdo!? le gritaba mi tío, capón, lloros, ¡mira a tu prima!, y nadie me miraba, ¡es una niña y no tiene miedo!, azote. ¿Mamá por qué dice el tío que soy una niña y no tengo miedo?, y ella pues porque las niñas son más lloronas, ¡pero yo no!, tú no cariño.
¡Cuidao que quema!, y el beicon mojaba con su grasa y el aceite el pan prieto de la hogaza, con ceniza por debajo. ¿puedo comer la ceniza también?, ¿qué ceniza?
Carlitos dejó de llorar. Lo miraba con ojos rojizos. Huele a caca. Yo también lo había notado pero no dije nada. Las tripas se las llevaron en calderos. ¿La vais a tirar? No nena, las vamos a lavar al reguero, ¿puedo ir?, tú quédate con Carlitos, ¡qué rollo!
Güelita revolvía varios calderos con sangre dentro. Madre fríame una poca. Los dientes de mi tío se volvieron rojos. Sabía raro. Salí corriendo hasta el espejo, ¡yo también!, ¡uuuhhh, Carlitos, que te como!, ¡Mamá, mira a Mar!, ¡Mar!
¿Puedo beber de la bota yo también? No que tiene vino, toma, gaseosa, ¿Carlitos quieres gaseosa?, no.
Los hombres limpiaban los cuchillos, y no paramos de comer cosas raras.
Venga, a dormir la siesta. Ese era el peor de los suplicios, dormir cuando nunca tenía ganas. A mis padres les gustaba pelearse en la cama durante la siesta, pero yo, como no tenía hermanitos, me dedicaba a dibujar. ¿¡Puedo salir ya!? Mi madre salía siempre antes que mi padre, con peor aspecto que antes de entrar. Sí nena, pero no toques al cerdito, ni a los cuchillos, ¡Carlitos, baja!
Solo las mujeres volvieron al patio. Ya le habían lavado las tripas. Rita trae el pan viejo que voy a empezar a picar, decía güelita,
¿Dónde van papá y tío?, a jugar la partida, ¡yo también quiero ir a jugar!, ya está aquí el arroz, a la cantina solo van los hombres. Ruido violento de freidura ¡fffrrrsss!, de cebolla, en la sartén sobre la bombona pelada. ¿Por qué? ¡Ay nena deja de preguntar tanto!
Ven que vas a aprender a hacer morcillas. ¡Carlitos!, ¡yo quiero ir a la cantina!, ¡cómo te portes mal se lo digo a tu padre! Y entonces me sentaba de mala gana junto a las mujeres para meter en aquellas bolsas la pasta casi negra del caldero. Mira, así. Déjame a mí.
¿Papá, puedo ir mañana contigo a la cantina? ¿Ya habéis terminado con las morcillas?, papá papá, ¡cállate Mar! Vamos a empezar con los botillos.
Los hombres lo cogieron y se lo llevaron a la bodega, que siempre estaba muy fría. ¡Quita de ahí! Lo colgaron bocabajo de un gancho del techo.
Luego sacaron un tambor de metal muy negro y lo colocaron sobre una lumbre. Dentro metían castañas. Mar, me dijo güelita, a las castañas hay que darles un corte para que no exploten, mira, ¡pero madre, que la nena se puede cortar!, ¡quiá!, a su edad yo ya…, ¡Mar deja el cuchillo! Las castañas olían muy bien, todo lo contrario que el orujo que sirvió mi tío, ¿cómo pueden beber algo que huele tan mal? pensaba. Bebían poco eso sí, aunque muchas veces. ¡Cuidado no te quemes!, déjame pelarlas a mí.
«Si el vino del Bierzo bajo no se bebiera, no se bebiera, no habría tantos borrachos y en la rivera y en la rivera…»
¡¿Dónde te habías metido?!, ¿quieres castañas?, no.
A la mañana siguiente hacía mucho frío pero yo quería bajar con los mayores. Los hombres lo descolgaron y lo llevaron al patio. ¿Qué saco primero los jamones o las paletillas?, y güelita las paletillas. Mi madre picaba ajo y mi tía preparaba una pasta muy roja, es adobo.
Manolo, prende la lumbre que vamos a probar la moraga. Mi padre prendió una lumbre entre unos ladrillos, y luego comenzó a poner trozos de carne sobre una rejilla negra. A media mañana todos comíamos lomo con pan de hogaza, y más vino, y más gaseosa. No está mal el vinín. ¿Pico un tomate? Y eso que el jodío del jabalí fozó la mitad de las cepas. Cuida la boca Vicente.
La carne blanca tenía las rallas negras de la parrilla. ¡Esta rica, eh!, mejor que la panceta dije, y todos se rieron, yo también aunque no lo entendí muy bien. ¡Carlitos, como vaya ahí te vas a enterar!
Mi padre colgó las morcillas y los botillos de palos, en la bodega, e hizo lumbre debajo. Pa ahumarlos me dijo. Y mañana colgaremos los chorizos. ¿Le pedisteis la choricera a Isidoro?
Ensalada verde aliñada con yogurt natural mezclado con pasas y confitura de naranja amarga, mazorcas y espinacas hervidas aderezadas con aceite de oliva y sal, fideos de arroz cohesionados con un pisto de calabacín, y melón troceado. Ese fue el festín que Yamamoto preparó para el picnic al que me invitó. Los japoneses celebran la festividad del sakura, cuando los almendros florecen, saliendo a comer de picnic, debajo de los árboles floridos. Uno de sus dulces favoritos –según me confesó– mooncakes chinos, y un excelente té verde a su justa temperatura gracias al invento del termo, dieron al evento cierto toque sibarita.
–¿En España también celebráis picnics? –preguntó él mientras se acercaba a la boca una aceituna negra aprisionada por la punta de sus palillos.
–Sí –salivé.

jueves, 28 de julio de 2011

89- Esa sopa fría llamada gazpacho

Ya había pasado el día más largo del año, de las hogueras de San Juan sólo quedaban los rescoldos. El sol calentaba cada jornada un poco más, las clases habían terminado, se respiraba el aroma de las vacaciones: estaba aquí el verano.
En mi casa, cumpliendo con el ritual de todos los años y siguiendo la costumbre de comer en cada estación del año los frutos de temporada, el menú culinario cambiaba con el estío. Los platos se volvían más frescos, los ingredientes en ellos empleados eran mezclados con imaginación en ensaladas o recetas frías. Todo valía en esta época del año que invita a crear novedosas recetas. Pero había, y sigue habiendo, una que permanece invariable con el transcurso del tiempo, una que no falta nunca: el gazpacho.
Mil maneras de hacer una sencilla y típica comida española que en nuestro hogar ha adquirido el grado de excelencia por el cariño y cuidado que se pone siempre al hacerla. Una receta que pasó de mi bisabuela a mi abuela, a mi madre, a mí y que espero poder legar a generaciones futuras de esta familia. No sabemos a ciencia cierta de dónde la aprendió mi ascendiente pero creemos que fue cuando estuvo sirviendo en una casa que tenía una gran cocinera y ésta la enseñó varios trucos y recetas. En el fondo, el origen no es lo más importante.
Siempre es lo mismo; intentar recordar los trece ingredientes, buscarlos e irlos colocando en la mesa de la cocina. Agua, pan, aceite, vinagre, cebolla, ajo, sal, tomate, pepino, pimiento, pimentón, cominos y hierbabuena. Invariablemente se olvida alguno y nos vemos contando y repasando uno por uno para ver cuál falta. O preguntándonos unas a otras el listado entero hasta averiguar el ingrediente furtivo.
Un acto que ha franqueado las barreras del tiempo e inexorablemente se repite en el ciclo anual con la llegada del calor, que se ha convertido en parte fundamental de nuestras comidas de verano y que seguiremos manteniendo como tradición.

88- La verdad sobre InteliSana de NutriCo por Aderezade

[Inicio de la transmisión]
Dejo grabado este videomensaje de socorro en mi unidad personal de comunicación. Si lo has encontrado, por favor intenta subirlo a GalaxyNet para que todos estén avisados. La alerta es grave y real. De todo ello doy prueba en los ficheros adjuntos. Sólo te pido que no hagas público mi nombre y que pixeles mi imagen. Tengo miedo por mí, pero sobre todo por mi familia. He recibido varias amenazas de muerte de mercenarios a sueldo de NutriCo y llevo varios días ocultándome en lugares distintos. Ya no puedo más. No intentes ponerte en contacto conmigo porque no hay nada que puedas hacer para ayudarme.
Soy licenciado en Nanogastronomía Hormonal y tengo un máster en Coquinaria Molecular de la Universidad de Cosmia. Sé bien, por tanto, de lo que hablo. Fui un alumno destacado y vocacional por lo que, nada más acabar mis estudios, me concedieron una beca en el Instituto de Nutrición Holográfica. Tras obtener espectaculares éxitos en las investigaciones que realicé en diversos organismos públicos de ámbito universal, el gigante de la alimentación NutriCo me ofreció un contrato vitalicio junto con varios cheques digitales en blanco que estaba autorizado a rellenar todos los meses a mi libre albedrío.
Los primeros años fueron para mí de ensueño. Los inagotables medios y recursos que el sector privado ponía a mi disposición exacerbaron mi creatividad, pero ahora comprendo que también lograron minar paulatinamente mi pundonor científico, valores que había ido forjando en la sobriedad de las instituciones del E‑estado.
Gestionaba varios proyectos simultáneamente. Trabajaba sin descanso y con el corazón ligero en la confianza de que estaba prestando un servicio ejemplar a la humanidad en su conjunto, la biológica y la biónica. No nos poníamos ningún límite ni se me negaba nada. Mi éxito más fulgurante, aunque tuvo escasa difusión en los medios, fue un batido que impulsaba los valores democráticos en los nuevos países que surgían tras guerras civiles. También fui el responsable del diseño de un complejo vitamínico para potenciar el talento artístico en ciborgs y de golosinas medicinales para la infancia.
Después de explorar a fondo este campo, me interesé por perfeccionar la gama de alimentos adaptativos InteliSana, la niña de los ojos de nuestra empresa. Desde mi posición era impensable que pudiera tardar en descubrir la verdad, pero creo que ellos tampoco se esforzaron demasiado por ocultar su estrategia. Dudas, sospecha, noches en blanco. Finalmente, me armé de valor y logré mandar secretamente a un laboratorio privado muestras de saborizantes, condimentos e ingredientes que había robado del almacén virtual central. El primero de los resultados que recibí fue demoledor: ¡Cloruro sódico! ¡Estaban utilizando sal de mesa para mejorar el sabor de los nutripaquetes para ejecutivos! Después de haber logrado erradicar el infarto de miocardio en este segmento poblacional, descubrí que estaban recuperando el uso de esta sustancia por pura avaricia, pues seguramente la compraban en el cibermercado negro a miserables que la producían en las azoteas de sus propias casas desecando agua de mar sin ninguna medida de higiene.
Entre otras muchas cosas, también se detectaron germinados naturales en la gama de ensaladas para postmenopaúsicas y una base de caldo elaborado por decocción de verduras y huesos de jamón curado en las papillas para ancianos. Afortunadamente, no se apreciaron trazas de carne, pollo ni pescado. Aún así, vislumbré un panorama de enfermedad y debilidad físico-mental para nuestra raza sin parangón desde finales del siglo XXI. ¿A qué siniestros intereses servirían estos desmanes? Espero poder llegar a ver que somos capaces de parar esta locura.
Recibí el primer mensaje amenazador en la pantalla de comunicaciones del parabrisas de mi coche particular. Estuvo varios minutos parpadeando con grandes letras rojas, que simulaban de forma grotesca estar chorreando sangre, hasta que desapareció sin dejar rastro. En las demás ocasiones he recibido la visita de los sicarios que tienen contratados. Adoptan cualquier apariencia para lograr acercarse a ti y susurrar su sádico encargo, aunque las últimas veces se han conformado con dejarse ver desde la distancia a sabiendas de que ya tienes el pánico instalado en el cerebro.
Estad alerta, os lo ruego, es vuestra salud lo que está en juego. No compréis productos InteliSana de NutriCo. Y fijaos bien en las etiquetas de todos los alimentos y en las cartas de los restaurantes; a veces asignan fraudulentamente códigos de ingredientes tecnoprocesados a alimentos naturales. Seguramente yo ya estaré enfermo, pero vosotros debéis resistir y permanecer unidos. Ahora tengo miedo y me encuentro sin fuerzas. Pronto habrán cumplido su amenaza sin necesidad de gastar una sola bala.
[Fin de la transmisión]

miércoles, 27 de julio de 2011

87- El repostero

El huevo, la manteca, la crema... los ingredientes emergían de sus manos transformados en formas exquisitas como: “cisnes de azúcar”, “pagodas al mazapán” y los famosos “querubines de merengue”. Monsieur Degout era un artista del postre. ¡Qué budines, qué tortas! 
Entre sus virtudes se contaban la prolijidad y la limpieza; jamás se encontró un pelo suyo en la comida. Tampoco hundía el dedo en las cremas para degustarlas. Usaba una cucharita de plata que relamía con su lengua pegajosa. Yo odiaba su actitud suficiente, la acostumbrada por ciertos maîtres de algunos restaurantes parisinos cuando menosprecian e intimidan a los clientes mas jóvenes, obligándolos a consumir los platos más caros del menú o cuando ponen cara de severo disgusto al pedido de “una copa de vino” en vez de un  Château Lafitte o un Romanée Conti 1999. Además, Degout exudaba un olor pancreático que junto a la grotesca sensualidad de sus labios me causaba alguna repulsión. Sin embargo no quería prescindir de sus servicios de pattissier y él lo sabía. Todavía la situación económica del restaurante continuaba delicada y el público no llegaba a La Tour D' Duvet a gozar las “tripes a la mode” o el “paté de cochon à naître” que nuestra familia cocinaba orgullosamente desde hacía ocho generaciones. ¡No! Ahora la clientela se arremolinaba ansiosa de devorar los postres de Monsieur Degout. Provocar gula era su secreto. ¡Oh el pecado de la gula! ¿Qué despierta un delicioso postre sino el irresistible deseo de repetirlo indefinidamente?
No soy obsesivo pero desde hacía tiempo sospechaba que al repostero lo inspiraba una intención maliciosa: apropiarse del restaurante haciéndome sentir un inútil despreciable, incapaz de gerenciar el negocio familiar.      
Todo comenzó cuando, arrogante, Degout criticó duramente la vieja cocina a leña, las ollas y sartenes de época. Una tarde, frunciendo su hocico me arrojó:
- "Desapruebo las instalaciones de su cocina. Usted no es un especialista así que respetuosamente le ruego adecuarlas a nuestro nivel de excelencia". Destrozada mi autoestima y sintiéndome un conejito mojado, me disculpé prometiéndole cumplir a la brevedad con su pedido. Esperanzado en hacer un brillante negocio y solucionar mis problemas, aplaqué el orgullo y tres días después pedí un préstamo para pagar una cocina industrial con un enorme horno multipropósito, capaz de contener diez bandejas de repostería o un cerdo entero junto a 20 kilos de papas. A partir de entonces sentí que algo en mi interior comenzaba a moverse en otra dirección.
El segundo enfrentamiento  aconteció durante la visita del chef americano Ben Rubbish, acompañado por importantes personalidades de la cocina francesa;  entre ellos el dueño de Les Engelures, el embajador marroquí Jaasir Ablah, Monsigneur Guy de Bordelbleu y otros renombrados gourmets. Degout fanfarroneó frente a las visitas como si fuera el único sol del Mediodía francés. Estaba convencido de que el mundo giraba alrededor de sus postres e inclusive yo, el dueño, era un satélite innecesario en su cielo de planetas de chocolate y estrellas de caramelo. Al rato, luego de haber desplegado su petulancia, me miró desde sus ojitos de verraco viejo preguntándome con sarcasmo frente a mis invitados: - ¿Verdad Monsieur que usted 'es' plenamente satisfecho con lo que estamos haciendo? Forzado, ante tan prestigiosos comensales ¿qué podía hacer yo en esa ocasión más que asentir?  Me era imposible expresar la rabia y exasperación sin arriesgar la reputación del restaurante.        
La Oportunidad:  El personal se había retirado, menos Degout que como buen profesional, era siempre el último en irse. Yo había decidido finiquitar mi relación con él, allí mismo y en ese momento. Al verme venir, supongo que una sombra helada pasó por su frente y congeló su corazón. Al principio le hablé delicadamente, luego fui extremadamente rudo. Él expuso sus razones, gimió un poco, me habló de su familia, de su soledad, pero luego, extrañamente, aceptó su suerte con mansedumbre.
Procedimiento: Se mata al cerdo de una puñalada en el codillo para lo cual se requiere una mano experta; se recibe la sangre en un recipiente en el que se pondrá una y media cucharadita de sal mezclándola mientras cae. Después se coloca al animal en una batea, se lo baña con lejía y se cubre con una arpillera con el fin de que no se enfríe. Cuando al tirar de las cerdas, estas se desprendan fácilmente, se raspa el cuero con un cuchillo para sacarle todos los pelos y dejar la piel perfectamente limpia. Una vez limpio se hace un corte longitudinal por delante, se sacan las entrañas, separando los menudos que se emplearán en salsas y budines. (Por discreción prosigo en francés) Le colon, que l'on appelle aussi 'chaudin', et le rectum, que l'on connait aussi sous le nom de 'rosette', 'boyau gras' ou 'fuseau, s'emploient  s'emploie pouer la preparation des andouilles et de divers saucissons de conserve.  Luego se cuelga al puerco en un sitio fresco y se deja así toda la noche. Es importante lavar la carne recién al momento de emplearla. 
Al día siguiente de nuestra separación tuve el placer de preparar personalmente un sencillo " Carré de porc rôti à la sauge” con mostaza, miel y las consabidas manzanas que los parroquianos devoraron agradecidos. El resto del cerdo se pudo leer en el Menú como “Sugerencias del Chef” durante toda la semana.

lunes, 25 de julio de 2011

86- El zampajudías por El caballero del verde gabán

Sin duda, la apuesta más famosa de toda La Mancha fue la que hizo el Bolilla aquel famoso día, camino de Bolarque. Aunque en realidad se llamaba Cesáreo, si preguntabas en su pueblo por ese nombre lo más seguro es que no supieran darte sus señas, pero si decías que querías ver al tío Bolilla enseguida te decían: «La casa que está junto al bar del Remigio, ahí mismico es». Y es que, en muchos pueblos manchegos, los nombres de pila valen sólo para firmar los papeles.
Su mote tan redondillo le abandonó para siempre a Cesáreo aquel día que se apostó con un paisano una cazuela de judías a que era capaz de tirarse cien pedos y medio desde donde tenía su finca hasta Bolarque. Como era esa mucha ventosidad anal para tan corta distancia, el otro aceptó el envite enseguida. El caso es que cuando el Bolilla iba por la mitad del camino y ya había perfumado el aire con sus buenos treinta petardos, de repente, como si tuviera una metralleta en el culo, comenzó a expeler una retahíla larga y, con la cachaza que le caracterizaba, dijo aquello que pasaría a los anales manchegos como una de las contestaciones más sonadas que se recuerdan: «Corta por donde quieras». El otro, medio mareado, no se lo pensó dos veces y con un “Ya” seco detuvo de golpe el maloliente monólogo que Cesáreo mantenía con su trasero. Pero la cosa no acaba aquí, que si así fuera, no cuadrarían del todo las cuentas; y es que al llegar a Bolarque, el tío Bolilla —que a partir de aquel día, pasaría a ser conocido como el tío Metralleta— se detuvo en seco, extrajo un pañuelo del bolsillo con toda parsimonia y, apretándose las narices con él, le dijo al otro: “Ahora que me acuerdo, ahí te regalo el medio que me se quedaba olvidao”.Y, nada más decir esto, un sonido a trompetilla, acompañado de un hedor nauseabundo, llegó enseguida hasta el apostante, atufándole al instante. Y éste, sin esperar más metralla y aguantando la respiración, salió escopetado sin poder evitar escuchar las palabras que le gritaba la metralleta humana:
—¡¡Pero, ¿dónde vas tan aprisa, muchaaaaacho!! ¿No ves que ese sólo era el aviso?
La culpa de semejante ametrallamiento la tenía, sin ninguna duda, algún plato de judías que ese día se había embaulado en su redondo estómago el tío Bolilla porque, como todo el mundo sabía en el pueblo, Cesáreo era experto en comerlas a todas horas. Aunque su récord lo consiguió aquel día que entró en un mesón de la capital con unos cuantos amigos cuando la gusa llevaba ya más de una hora arañándole su vacío estómago. La suerte quiso que ese día el cocinero hubiera preparado unas judías de primer plato, por lo que todos, para empezar, se enjudiaron muy bonitamente sus huérfanos estómagos. Pero cuando llegó el turno al segundo, mientras los demás pedían a su antojo, Cesáreo demandó otro plato de lo mismo, zampándose las judías como si tal cosa. Pero el cuento no acaba aquí; que si así fuese, maldita la gracia; el caso es que, cuando llegó la hora del postre, nuestro pantagruélico amigo le dijo al camarero: «Casi me atrevía yo con otro plato, porque mira que están buenas las jodías judías». Al oír la extraña demanda, el camarero observó a Cesáreo con cara de pocos amigos y, creyendo que el pueblerino le estaba tomando el pelo, en tono de guasa le dijo: «Y el señor, ¿el café lo va a tomar sólo o también con judías?». Dicen los que estaban aquel día presentes —que alguno anda todavía por ahí jugando al escondite con la muerte— que Cesáreo miró a la cazuela, a continuación observó al camarero guasón, volvió a contemplar a la cazuela y, cuando ya estaba a punto de estamparla en el rostro del gracioso, alguien agarró su muñeca a tiempo aunque, afortunadamente para nosotros, nadie tapó su boca ya que de ella salieron las célebres palabras que el acongojado camarero tuvo que escuchar a su pesar: «No, el café lo prefiero cortado, pero si no le importa, cuando me lo traiga, lo cortaré yo a mi gusto con esto», dijo un furioso Cesáreo mientras enseñaba al guasón una navaja toledana de medio metro de hoja … No sé yo si el tiempo habrá puesto más judías de las necesarias en el insaciable estómago de Cesáreo pero el caso es que, desde aquel día, el Zampajudías le quedó adosado a su nombre por siempre jamás como vagón de cola; en cuyo tren, el Metralleta, era la máquina ruidosa, y el Bolilla, su simpático maquinista.
Cuando me enteré de su muerte, fui a visitarle al cementerio con una buena cazuela de judías de regalo. Después de tres oraciones por su alma, tal vez por la llamada de los muchos anélidos que por allí estaban, el gusano de mi estómago se despertó de su siesta y quise echarle la cuchara a la cazuela para, si no matarlo del todo, al menos apuntillarlo.
—¡¿No te las comerás todas!? —me dijo al instante Cesáreo desde su tumba.
Yo, con el espanto atropellando al hambre, salí pitando, dejando las judías a buen recaudo. Al poco, un redoble de tambores —que, si no fuera porque estábamos en agosto, hubiese creído que anunciaba una saeta sevillana—, me detuvo en seco. Miré al cielo creyendo que había tormenta, pero mi asombro fue mayúsculo cuando comprobé que estaba tan limpio como el rostro sereno de la Virgen de la Luz… Al poco, un tufillo me alcanzó por mi retaguardia y, persiguiendo a mi asustada nariz —que ya llevaba unos metros de adelanto—, mis piernas no tuvieron más remedio que espabilar de nuevo, como hicieron aquel lejano día en que, camino de Bolarque, fueron testigo de la más sonada apuesta de toda La Mancha.

85- Placeres intensos por Calampí

Hoy  hace dos meses que comencé a trabajar en el restaurante. Mi primer trabajo, mi  anhelada ilusión.  Soy realmente afortunada, me gusta lo que hago y me siento útil. Y estoy en buenas manos. Sí, las de uno de los chefs más expertos y de más fama de la ciudad.
A primera hora de la mañana ya nos ponemos en marcha, manos a la obra. Todos los días a excepción de lunes, que descansamos. Me fascina ver como  la cocina se convierte, por arte de magia, en una amalgama de sonidos rítmicos y acompasados, capaces de formar, ellos solos y sin conocimientos musicales previos, una coreografía armónica: el tintineo agudo del cristal, el runrún metálico de los cubiertos, el murmullo sordo de los platos y las bandejas mezclado con el taconeo de los zapatos de los cocineros y el bullicio de sus voces laboriosas y de su trajín incesante. Adagio, andante, allegro, presto, para volver de nuevo a adagio. Se añaden ahora nuevos instrumentos: el ritmo acompasado de los cortes en juliana, la explosión sonora de las batidoras…Y el chef, en medio de todo, emulando el más prestigioso director de orquesta, con una mano de mortero por batuta y el gesto desmelenado que precede a la concentración total. Es en este momento cuando me preparo para mi labor, sé que estoy a punto de convertirme en una pieza clave del conjunto. Lo deseo con todas mis fuerzas.
A la hechizante pieza musical se añade la experiencia visual. Empieza el desfile de colores: la paleta de verdes de los vegetales, el arco iris de las frutas, los diferentes matices dentro de un mismo tono de las carnes y los pescados, el blanco de las patatas, del arroz, el amarillo dulce y relajante de las cremas o el intenso de las yemas o del azafrán, el seductor marrón de los chocolates, el pasional rojo de los tomates… Cada día una sorpresa diferente, cada día un nuevo color, único, exclusivo.
Poco tiempo después del desfile de colores le llega el turno a los aromas: un placer para los sentidos más refinados. El intenso olor de los asados, el exuberante de los sofritos, el apetitoso de los estofados,  el aromático de las ensaladas o el más empalagoso  de los dulces… Me siento empapada, calada, impregnada del elixir más apreciado, del perfume más sofisticado y exquisito.
Por último el sentido del tacto entra en acción. Empiezo a notar un agradable calor que me invade por completo, que va subiendo poco a poco de intensidad hasta llegar a ser un ardor intenso que aguanto estoica. De mientras la melodía auditiva y la olfativa llegan a su punto álgido, a la catarsis, con el pitido melodioso indicativo de los diferentes puntos de la cocción. Me siento preñada de olor, de sabor, de gusto.
Para acabar el toque sublime de chef que indica que la faena ha llegado a su fin, como el último gong de los platillos al final de una melodía, se entremezcla con el murmullo suave y persistente de los primeros clientes que empiezan a poblar el gran salón anexo a la cocina.
Ha llegado mi momento de relax. Mi momento zen. Las manos suaves y acogedoras de Nieves, la chica encargada de la limpieza de los diferentes cacharros, una joven esbelta y alegre que se estrenó sólo unos días antes que yo, me envuelven suavemente bajo el chorro agradecido de agua, ora fría ora caliente para acto seguido dejarme reposar, impoluta, sobre el frío mármol durante unas horas, Aquí yaceré hasta que empiece el espectáculo de la cena.
Cada día es una nueva experiencia, un nuevo placer, un renovado orgasmo para los sentidos y espero que dure muchos años. Sí, para eso soy una cazuela del mejor acero, con excelente conducción de temperatura y garantía de unos cuantos años. Y tengo la intención de ser útil durante mucho tiempo. Hasta que me caiga de vieja, hasta que mis asas se desprendan y mi superficie deje de ser brillante y pulida.
¡Me gusta tanto formar parte de este equipo! Contribuir día a día a perfeccionar este arte que es la cocina. Estoy segura que no podría vivir sin ese ajetreo incesante, sin ese bullicio cálido  que invade el restaurante unas horas antes de la esperada apertura.

84- Madame Boulangérie por Pepe Botella

  Como cada tarde el señor Megías leía el periódico en su sillón y luego dedicaba diez minutos abrir la correspondencia. Entre una montaña de facturas se hallaba un sobre color champán, cerrado con un botón de cera roja en la que se podía leer dos iniciales en relieve. El señor Megías cogió el abrecartas y abrió el sobre, sacó una invitación con membrete dorado que decía así: Estimado D. Antonio  Megías sería un placer que pudiera asistir a la subasta de muebles antiguos en la mansión Pino Blanco, carretera Toledillo sin número que se celebrará el próximo 14 de Agosto a las 19:00 horas. Dado la lejanía del lugar a continuación ofreceré una fastuosa cena y alojamiento a todos los asistentes. Ruego confirmación. Madame Boulangérie.
     Antonio Megías no podía creerlo, era restaurador de muebles y poder visitar la antigua mansión Del Conde Boulangérie por dentro, incluso adquirir algún mueble, le parecía un sueño. Tomó pluma y papel y redactó una carta confirmando su asistencia.
     El día citado se levantó algo nervioso, preparó su equipaje, metió una muda y buena parte de sus ahorros. Bajó al mercado allí tomó la diligencia, ésta le llevó a la carretera Toledillo, pero aún faltaba un buen trecho para llegar a la mansión. Aquella parte del camino se hacía intransitable para ir en calesa y debía recorrerse a pie.
    El camino era cuesta arriba, llegó exhausto, ante él se alzaba una puerta doble de dos metros con las mismas iniciales que en el sobre, estaba entreabierta y se adentró. Un jardín frondoso se ocultaba tras la verja, a unos 300 metros se hallaba la casa, vigilada siempre desde arriba por los las cuatro gárgolas en sus cuatro esquinas, en lo alto, el tejado de sombrero de bruja y teja negra, le daba ese aire entre tétrico y señorial que a Antonio tanto le gustó.
     Llamó al timbre, una melodía similar a una cancioncilla infantil sonó y en breves minutos el mayordomo abrió la puerta, era de complexión fuerte y alto, de piel pálida y completamente calvo. Le invitó a entrar y tomó su maleta
-Acompáñeme a su aposento, por aquí por favor.
Antonio le siguió, el pasillo era largo y lúgubre, las paredes de papel olían a humedad.
-A las 20:00 horas baje al salón principal, dará comienzo la subasta. La Madame insiste que acudan aseados y vestidos para la ocasión.
-Muchas gracias
Antonio cerró la puerta tras de él. Cayó de bruces en el colchón de lana, dio un vistazo rápido al dormitorio, cortinas de terciopelo granate, muebles de roble, cabecero de forja negro
-No está mal- dijo en voz alta.
     En una esquinita había un mueble con un espejo, una palangana y una jarra con agua tibia, al lado una pastilla de jabón. Después de asearse y vestirse, bajó al salón, los huéspedes estaban acoplados en sillas de madera por toda la estancia, él también tomó asiento, el murmullo y el jaleo de la gente fue cediendo al silencio cuando una mujer de unos cincuenta años, con vestido largo enlutado y pelo recogido pasó al habitáculo, desprendiendo a su paso un olor a magnolia.
 -Buenas noches a todos, gracias por venir soy Madame Boulangérie, bienvenidos a mi humilde hogar.
     Los criados disponían los muebles en fila, eran preciosos, unos barrocos otros victorianos, muebles con solera, como la casa y la dueña, pensó Antonio. El pujó por una mesa camilla y por un secreter, pero un tipo gordo de pelo grasiento, pujó mas alto y no pudo competir, quedándose con las manos vacías.
     Tras la subasta los invitados pasaron al comedor, una gran mesa rectangular yacía en medio. En la cabecera presidiendo la mesa se sentó la Madame, a ambos lados los invitados, unos veintidós.
     La mesa estaba impecable, la mantelería era bordada a mano en lino blanco, las copas impolutas, la vajilla ribeteada en oro. Los criados portaban soperas a juego con la vajilla y servían una vichyssoise,  esta crema de puerros no fue lo único que entusiasmó a los invitados. En el centro de la mesa había diversos manjares, ensaladas de rúcula y canónigos, brandada de bacalao, puré de patatas, guisantes con jamón, queso, huevos duros con lonchitas de tocino, lengua de ternera, menudillos de ave y alcachofas guisadas.
     La gente charlaba animadamente, todos vestidos de gala y perfumados, algunos eran gente adinerada y otros no tanto. Llegó el segundó plato, carne en pepitoria, fue probarlo y se armó una gran revuelo en el comedor, todos  estaban deleitados y sorprendidos.
-Yo misma lo preparé-dijo la Madame
-Delicioso, ¿es cordero verdad?-preguntó alguien.
-No, creo que es cerdo-sugería otro.
     El tipo gordo y de pelo grasiento, llevaba la servilleta a modo de babero y parecía poco sociable solo abría la boca para introducir la comida en ella.
-Madame Boulangérie, he visto un retrato de una pareja joven, la mujer muy guapa y el hombre…-dijo una señora gruesecita.
-El hombre era mi difunto esposo el conde Boulangérie, muy buen hombre pensé cuando me lo comí jajajajajá.
     La gente reía al unísono, y se servían vino y carne
-Madame, ¿Qué lleva este guiso tan pecaminoso?-preguntó un hombre delgado y con bigote.
-Si se lo dijese tendría que matarle- y nuevas risas sonaron por la estancia.
     Los criados aparecieron de nuevo con el postre, compota de higos y café con leche.
-Insisto en que me revele su secreto.
-Esta bien-y continuó diciendo la Madame-La carne se rehoga, untada de harina en aceite, manteca o tocino, friendo también los ajos, un par de cucharadas de harina y media de pimentón. Se pone en una cacerola, cubriendo la carne con agua para que cueza mínimo tres horas, agregando la grasa en que se rehogó. Cuando la carne esté tierna se cuela la salsa y se aromatiza con un chorrito de jerez, huevo duro y sangre dando otro hervor y luego servir y listo.
     Antonio se le hizo la cena indigesta, pasó la noche en vela, la vieja mansión crujía y murmuraba. Ya de madrugada sintió la boca seca, tomó el candelabro de la cómoda y bajó hasta la cocina, el pasillo se le hizo demasiado largo, no puedo evitar volver la cabeza un par de veces, sintió que alguien le acechaba entre las sombras y aligeró el paso.
 -Serán desvaríos míos, no dormir en toda la noche me ha puesto los nervios de punta-pensó.
     La cocina era enorme, tenía varias pilas, fogones, una gran mesa con una tabla y una macheta, y al fondo la despensa. Dejó el candelabro en la mesa y fue a la despensa, tomó un vaso, levantó la tapa de la tinaja que estaba al lado y con el cacillo se echó agua. Lo llevó a la boca y dio un buen trago.
-¡Puag!,
La boca le sabía a sangre, acercó tembloroso el candelabro al vaso y vió que el líquido era rojo intenso. Cuando iluminó la despensa, descubrió ganchos en la pared y manchas de chorreones hasta el suelo, volvió el candelabro a la otra pared, el tipo gordo de pelo grasiento estaba colgado de un gancho. Se sintió desfallecer. Sintió que las piernas no le sostenían e inmediatamente una arcada le hizo doblarse en dos y arrojar todo lo ingerido.
     Antonio Megías salió corriendo con el camisón y descalzo, se dirigió a la puerta principal y comprobó que estaba cerrada con llave.
-¿Va usted a alguna parte?-dijo abriendo las sombras Madame Boulangérie
-¡Déjeme salir loca!-gritó Antonio.
-Oh no, no, ¡qué desagradecido!, ¿acaso la cena no ha sido de su agrado?- Y el mayordomo le tapó la boca para que no pudiera gritar-No se me ponga usted en tensión que luego se le ponen las carnes duras y tengo que dejarle macerar mas tiempo del debido.

jueves, 21 de julio de 2011

83- La Novia por Petronila


Antes de llegar al espejo podía sospechar la imagen que reflejaría.  Sabía que tanto llanto le habría impreso un aspecto de mártir: hombros caídos, ojos de sapo, labios resquebrajados por una sed absoluta.
Se metió en la ducha y mientras el agua tibia se deslizaba por su cuerpo lentamente, dejó caer las últimas lágrimas.  Respiró hondo y sacudió el pelo como un perro mojado. No era el agua lo que quería remover de su cabeza, sino la repetición de imágenes y palabras. 
Puso a hacer el café.   Acompañada por el sonido de la cafetera, abrió la computadora.  Le enviaría un mail. Lo había decidido luego de  analizar bien las opciones: no quería oír su voz y un mensaje de texto sugería demasiada urgencia.  “¿Te espero esta noche a cenar?” fue todo lo que escribió: la misma pregunta que tantos días le había enviado por SMS.
No esperó la respuesta, cerró la computadora.  Había decidido no llamar a nadie, y dejar su teléfono apagado todo el día.  Mañana habría tiempo de hablar y llorar con amigas.
 “Claro mi amor, sabía que lo entenderías” fue la respuesta que llegó casi inmediatamente, pero ella no la leería hasta la mañana siguiente.  
Revisó la heladera. Estaba vacía o lo que ella consideraba vacía: no quedaba ni un pedacito de queso, la mayonesa solo se podía sacar del frasco con una cuchara sopera y había un solo huevo. Todavía no sabía qué prepararía para la cena, se ocuparía de eso más tarde. 

Tomó el taxi en Independencia y Defensa.  Llegó hasta Scalabrini Ortiz al 100, sin darse cuenta del tiempo que había demorado.   Eugenia estaba completamente dedicada a revisar sus creencias sobre las relaciones hombre-mujer.  Ella se consideraba una mujer moderna, inteligente al momento de elegir a sus compañeros.  Siempre creyó que tenía la capacidad de detectar cretinos,  inescrupulosos o mujeriegos. 
Bajó del taxi y caminó unos pasos hasta quedar enfrentada a la vidriera. Ahí estaban los mejores filos: sobre una pequeña tarima, en el centro de la vidriera sobresalía una docena de  Global; los Zwilling estaban ordenados de menor a mayor en la pared y, pegados al vidrio, estaban los 3 claveles.  Buscó los Kyocera, nunca se había acercado a un cuchillo de cerámica, pero no estaban exhibidos.
Se sintió nerviosa.  Se forzó a entrar.  No era suficiente la cuchilla de Tramontina  o el cuchillo de oficio de Arbolito, esta vez necesitaba algo superior.
El vaso repiqueteó tres veces antes de apoyarse en la mesa.  Quiso ubicarlo sobre el círculo que había dejado el sudor frío de la tónica con hielo, pero no logró dominar el bamboleo de su mano.   Comenzó a dibujar las formas sobre el paquete: ahora tenía un cuchillo de oficio de once centímetros de hoja, una cuchilla con la hoja terminada en una buena punta y veintiún centímetros de filo, un deshuesador y la chaira.  Todos con un balance perfecto, el mango y la hoja en una sola pieza, realizados con las técnicas milenarias que se utilizaban para fabricar los sables de samurai.  Al escuchar esto,  todo se volvió amarillo, el vendedor se trasformó en el maestro y Eugenia en “la novia” de Kill Bill recibiendo su espada.  Recordaría más tarde que ella había visto las escenas, en que Uma mataba a decenas de orientales, con un solo ojo asomado por entre los dedos que le cubrían la cara. No podía soportar la sangre brotando de los miembros amputados.  De dónde sacaría la fuerza para darle al cuchillo un uso distinto al de picar cebollas o trozar carne.
Los ojos se le nublaban con la mirada fija en las cerezas del puestito que estaba frente a la ventana. Ocho pesos el kilo.
Dejó la plata sobre la mesa, agarró su paquete y caminó decidida al puesto de cerezas.  Compró dos kilos.
Se acomodó frente a la mesa: las cerezas lavadas a la derecha, un plato para los carozos frente a ella y a la izquierda una ensaladera para la pulpa. 
Lo venenoso de la nuez moscada se lo habían dicho en una clase, pero lo del cianuro en los carozos de cerezas, por más que buscaba en su memoria,  no encontraba de dónde lo sabía.   De nuez moscada: siete gramos o un poco más.  De los carozos: no tenía ni idea.  Se le ocurrió convertirlos en harina.
Un barullo ensordecedor salía de la procesadora que mareaba los carozos sin hacerles daño.  No dudó en pedirle una maza al portero. La tabla de madera de cinco centímetros de espesor que le había regalado su madre era la otra herramienta indispensable. Dispuso cinco carozos juntitos en el centro de la tabla. Bajó la maza con fuerza.  Se rompió sólo uno. Siguió golpeando.  Las gotas de sudor le corrían por la cara, algunas parecían lágrimas. 
Cumplió con el primer paso. Volvió a poner los carozos, ahora aplastados, en la procesadora.  Logró hacer una pasta húmeda que estaba lejos de parecer harina.  Improvisó una receta. Necesitaba: manteca, azúcar, crema de leche, harina, huevos. Llevó la masa al horno. Luego batió una voluptuosa crema sobre las que acomodó las pulpas de cerezas.
Al terminar de limpiar la cocina y poner la mesa, sintió el cuerpo tembloroso, aunque sus manos estaban casi rígidas. Se recostó.  Se quedó dormida mientras recorría los rastros de Javier en su habitación:   la remera colgada en el respaldo de la silla, el cenicero en la mesa de luz, el atrapa sueños que le había regalado cuando cambió de trabajo.
Despertó con el timbre del portero electrico.  Miró la hora.  No atendió.  Pasó frente al espejo: estaba despeinada, pálida, con la remera manchada de fruta y un viejo jogging de algodón.  Puso la tarta sobre la mesa.  Salió rápido. Cerró la puerta. Esperó agazapada en la escalera hasta cerciorarse de que Javier llegara a su puerta.  Bajó rápido. Agradeció no cruzarse con ningún vecino.  Salió a la calle.  Las lágrimas corrían por su cara tan rápido como sus pies en el suelo. Vigilaba sus espaldas. Tenía miedo.

82- Día de campo, por Inda


Todos los años por las mismas fechas nos juntamos la familia en un merendero, que habitualmente también suele ser el mismo cada año. Desde primera hora de la mañana vamos llegando y preparando todo lo fundamental para pasar un día agradable al aire libre.
Mi madre suele encargarse de la mayoría de la comida. Suele llevar el picoteo: unas patatas fritas “chips” de las compradas, unos pepinillos y unas olivas. Una ensalada de tomate, lechuga, atún, patata y huevo cocido y aceitunas verdes. Los recipientes de sal, aceite virgen extra de oliva y vinagre que no falten tampoco. Y el plato fuerte, que como siempre es la barbacoa de carne: secreto ibérico, chuletillas de cordero, panceta… Mi hermano suele ser el encargado de llevar patatas gigantes para asarlas también en la parrilla y después echarles mahonesa o alguna salsa de queso y choricillos, morcilla y pinchos morunos. Nosotros somos más de la bebida: un buen vino de crianza y coca cola que no se acaben para poder pasar toda la comida dispuesta en los platos. Y el postre, un rico melón de temporada.
Quien suele pegarse con el carbón, la parrilla y el fuego suele ser mi hermano que es quien más lo disfruta, mientras los demás sentados en la mesa vamos dando buena cuenta de la comida. Los peques a su vez enseguida se aburren de estar formales y cogen el balón para darle unas cuantas patadas.
Y así en torno a la barbacoa van pasando las horas y el día. A última hora de la tarde toca recoger y regresar cada cual a su casa.